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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Histórico

Un día de cólera (34 page)

—Quien la hace, la paga —comenta Zambrano, a resguardo tras las cortinas del mirador.

El mismo drama se repite en otros lugares, desde palacios de la nobleza hasta casas de mercaderes ricos o viviendas humildes que se saquean e incendian. Sobre las cinco de la tarde, el alférez de fragata Manuel María Esquivel, que por la mañana logró retirarse al cuartel desde la casa de Correos con su pelotón de granaderos de Marina, se presenta ante el capitán general de Madrid, don Francisco Javier Negrete, para recibir el santo y seña de la noche. Allí lo hacen entrar en el despacho del general, y éste le ordena que tome veinte soldados y acuda a proteger la casa del duque de Híjar, que está siendo saqueada por los franceses.

—Por lo visto —explica Negrete—, cuando esta mañana salía el general Nosecuantos, que se alojaba allí, el portero le disparó un pistoletazo a bocajarro. El desgraciado no hizo blanco, pero mató un caballo. Así que lo arcabucearon sobre la marcha y marcaron la casa para luego… Ahora, según parece, quieren usar el pretexto para robar cuanto puedan.

Antes de que termine de hablar el capitán general, Esquivel ha advertido la enormidad de lo que le viene encima.

—Estoy a la orden de usía —responde, lo más sereno que puede—. Pero tenga en cuenta que si ellos persisten y no ceden a mis razones, tendré que valerme de la fuerza.

—¿Ellos?

—Los franceses.

El otro lo mira en silencio, fruncido el ceño. Luego baja los ojos y se pone a manosear los papeles que tiene sobre la mesa.

—Usted lo que tiene que hacer es infundir respeto, alférez.

Esquivel traga saliva.

—Tal como están las cosas, mi general —apunta con suavidad—, hacerse respetar será difícil. No estoy seguro de que…

—Procure no comprometerse —lo interrumpe secamente el otro, sin apartar la vista de los papeles.

El sudor humedece el cuello de la casaca del oficial. No hay orden escrita ni nada que se le parezca. Veinte soldados y un alférez echados a los leones con una simple instrucción verbal.

—¿Y si a pesar de todo me veo comprometido?

Negrete no despega los labios, sigue con los papeles y pone cara de dar por terminada la conversación. Esquivel intenta tragar saliva de nuevo, pero tiene la boca seca.

—¿Puedo al menos municionar a mi tropa?

El capitán general de Madrid y Castilla la Nueva ni siquiera alza la cabeza.

—Retírese.

Media hora más tarde, al frente de veinte granaderos de Marina a los que ha ordenado calar bayonetas, cargar los fusiles y llevar veinte tiros en las cartucheras, el alférez Esquivel llega al palacio de Híjar, en la calle de Alcalá, y distribuye a sus hombres frente a la fachada. Según cuenta un aterrorizado mayordomo, los franceses se han ido tras saquear la planta baja, aunque amenazando con volver para ocuparse del resto. El mayordomo le muestra a Esquivel el cadáver del portero Ramón Pérez Villamil, de treinta y seis años, que yace en el patio, en un charco de sangre y con una servilleta puesta sobre la cara. También refiere el mayordomo que un repostero de la casa, Pedro Álvarez, que intervino con Pérez Villamil en el ataque al general francés, logró escapar hasta la calle de Cedaceros, donde quiso refugiarse en casa de un tapicero conocido suyo; pero al encontrar la puerta cerrada, abandonada la vivienda por haber muerto ante ella un dragón, fue preso y llevado entre golpes al Prado. Varios chicuelos de la calle, que fueron detrás, lo han visto fusilar junto con otros.

—¡Vuelven los franceses, mi alférez!… ¡Hay varios en la puerta!

Esquivel acude como un rayo. Al otro lado de la calle se ha congregado una docena de soldados imperiales, que rondan con malas intenciones. No hay oficiales entre ellos.

—Que nadie se mueva sin órdenes mías. Pero no les quitéis ojo.

Los franceses permanecen allí un buen rato, sentados a la sombra, sin decidirse a cruzar la calle. La disciplinada presencia de los granaderos de Marina, con sus imponentes uniformes azules y gorros altos de piel, parece disuadirlos de intentar nada. Al cabo, para alivio del alférez de fragata, terminan alejándose. El palacio del duque de Híjar seguirá a salvo durante las cinco horas siguientes, hasta que la fuerza de Esquivel sea relevada por un piquete del batallón francés de Westfalia.

Pocos sitios en Madrid gozan de la misma protección que la casa del duque de Híjar. El temor a represalias francesas hace que numerosos vecinos abandonen sus hogares. No hacerlo cuesta la vida al sastre Miguel Carrancho del Peral, antiguo soldado licenciado tras dieciocho años de servicio, a quien los franceses queman vivo en su casa de Puerta Cerrada. A punto está de costársela, también, al cerrajero asturiano Manuel Armayor, herido a primera hora en las descargas de Palacio. Cuando lo llevaban a su domicilio de la calle de Segovia, los acompañantes descubrieron los cuerpos de dos franceses muertos en la calle. No queriendo dejarlo allí aunque se desangraba por varias heridas, avisaron a su mujer, que bajó a toda prisa, con lo puesto; y así, escoltado el matrimonio por algunos vecinos y conocidos, buscó refugio en casa de un criado del príncipe de Anglona, en la Morería Vieja. Tan prudente medida acaba de salvar la vida del cerrajero. Encolerizados los franceses por sus camaradas muertos, interrogan a los vecinos, y uno delata a Manuel Armayor como combatiente de la jornada. Los soldados hunden la puerta y, al no hallarlo dentro, incendian el edificio.

—¡Suben los franceses!

El grito sobresalta la casa del corredor de Vales Reales Eugenio Aparicio y Sáez de Zaldúa, en el número 4 de la puerta del Sol. Se trata del bolsista más rico de Madrid. Su vivienda, que en días anteriores fue visitada amistosamente por jefes y oficiales imperiales, es confortable y lujosa, llena de cuadros, alfombras y objetos de valor. Nadie ha combatido hoy desde ella. Al comenzar la primera carga de caballería francesa, Aparicio ordenó a su familia retirarse al interior y a los criados cerrar las ventanas. Sin embargo, según cuenta una sirvienta que sube aterrorizada del piso de abajo, durante el combate con los mamelucos quedó muerto uno en la puerta, atravesado en ella y cosido a navajazos. Es el propio general Guillot —uno de los militares franceses que en días pasados visitaron la casa— el que ha ordenado el allanamiento.

—¡Tranquilos todos! —ordena Aparicio a su familia, parientes y servidumbre, mientras se adelanta al rellano de la escalera—. Yo trataré con esos caballeros.

La palabra
caballeros
no es la que cuadra a la soldadesca enfurecida: una veintena de franceses cuyas botas y vocerío resuenan en los peldaños de madera, hundiendo puertas en los pisos de abajo, destrozándolo todo a su paso. Al primer vistazo, Aparicio se hace cargo de la situación. Allí no hay buenas palabras que valgan; de modo que, con presencia de ánimo, vuelve a toda prisa a su gabinete, coge de un secreter un rollizo talego de pesos duros, y de regreso al rellano vacía las monedas sobre los franceses. Eso no los detiene, sin embargo. Siguen escaleras arriba, llegan hasta él, y lo zarandean entre golpes y culatazos. Acuden a socorrerlo su sobrino de dieciocho años Valentín de Oñate Aparicio y un dependiente de la empresa familiar, el zaragozano Gregorio Moreno Medina, de treinta y ocho. Se ensañan con ellos los franceses, matan a bayonetazos al sobrino, arrojándolo luego por el hueco de la escalera, y arrastran abajo a Eugenio Aparicio y al empleado Moreno, al que un mameluco hace arrodillarse y degüella en el portal. A Aparicio lo sacan a la calle, y tras apalearlo hasta reventarle las entrañas lo rematan en la acera, a sablazos. Después suben otra vez a la casa, buscando más gente en la que cebarse. Para entonces la esposa de Aparicio ha logrado escapar por los tejados con su hija de cuatro años, una criada y algunos servidores, refugiándose por la calle Carretas en la tahona de los frailes de la Soledad. Los franceses saquean la casa, roban todo el dinero y alhajas, y destruyen muebles, cuadros, porcelanas y cuanto no pueden llevarse consigo.

—El señor comandante dice que siente la muerte de tantos compatriotas suyos… Que lo siente de verdad.

Al escuchar las palabras que traduce el intérprete, el teniente Rafael de Arango mira a Charles Tristan de Montholon, coronel en funciones del 4.
o
regimiento provisional. Tras la retirada del grueso de las fuerzas imperiales, innecesarias ya en el conquistado parque de artillería, Montholon ha quedado al mando con quinientos soldados. Y lo cierto es que el jefe francés está tratando con humanidad a heridos y prisioneros. Hombre educado, generoso en apariencia, no parece guardar rencor por su breve cautiverio. «Azares de la guerra», comentó hace un rato. Ante el estrago de tanto muerto y herido, muestra una expresión apenada, noble. Parece sincero en tales sentimientos, así que el teniente Arango se lo agradece con una inclinación de cabeza.

—También dice que eran hombres valientes —añade el intérprete—. Que todos los españoles lo son.

Arango mira en torno, sin que las palabras del francés lo consuelen del triste panorama que se ofrece a sus ojos enrojecidos, donde el humo de pólvora que le tizna el rostro forma legañas negras. Sus jefes y compañeros lo han dejado solo para ocuparse de los heridos y los muertos. Los demás se fueron con orden de mantenerse a disposición de las autoridades, después de un tira y afloja entre el duque de Berg —que pretendía fusilarlos a todos— y el infante don Antonio y la Junta de Gobierno. Ahora parece haberse impuesto la cordura. Quizá los imperiales y las autoridades españolas hagan cuenta nueva con los militares sublevados, atribuyendo la responsabilidad de lo ocurrido a los paisanos y a los muertos. De éstos hay donde escoger. Todavía se identifican cadáveres españoles y franceses. En el patio del cuartel, donde los cuerpos se alinean cubiertos unos por sábanas y mantas y descubiertos otros en sus horribles mutilaciones, grandes regueros de sangre apenas coagulada bajo el sol surcan la tierra de fango rojizo.

—Un espectáculo lamentable —resume el comandante francés.

Es más que eso, piensa Arango. El primer balance, sin considerar los muchos que morirán de sus heridas en las próximas horas y días, es aterrador. A ojo, en un primer vistazo, calcula que los franceses han tenido en Monteleón más de quinientas bajas, sumando muertos y heridos. Entre los defensores, el precio es también muy alto. Arango ha contado cuarenta y cuatro cadáveres y veintidós heridos en el patio, y desconoce cuántos habrá en el convento de las Maravillas. Entre los militares, además de los capitanes Daoiz y Velarde y el teniente Ruiz, siete artilleros y quince de los Voluntarios del Estado que vinieron con el capitán Goicoechea están muertos o heridos, y se ignora la suerte reservada al centenar de paisanos apresados al final del combate; aunque según las disposiciones del mando francés —fusilar a quienes hayan tomado las armas— ésta tiene mal cariz. Por fortuna, mientras los imperiales entraban por la puerta principal, buena parte de los defensores pudo saltar la tapia de atrás y darse a la fuga. Aun así, antes de irse con los capitanes Cónsul y Córdoba, los oficiales supervivientes y el resto de los artilleros y Voluntarios del Estado —desarmados y con la aprensión de que los franceses cambien de idea y los arresten de un momento a otro—, Goicoechea confió a Arango que en los sótanos y desvanes del parque hay numerosos civiles escondidos. Eso inquieta al joven teniente, que procura disimularlo ante el comandante francés. No sabe que casi todos lograrán escapar, sacados de allí con sigilo al llegar la noche por el teniente de Voluntarios del Estado Ontoria y el maestro de coches Juan Pardo.

Hay un grupo de heridos puestos aparte, bajo la sombra del porche del pabellón de guardia. Alejándose de Montholon y del intérprete, Rafael de Arango se acerca a ellos mientras camilleros franceses y españoles empiezan a trasladarlos a casa del marqués de Mejorada, en la calle de San Bernardo, convertida en hospital por los imperiales. Son los artilleros y Voluntarios del Estado que siguen vivos. Separados de los paisanos, esperan el momento de su evacuación, después de que la buena voluntad del comandante francés haya facilitado las cosas.

—¿Cómo se encuentra, Alonso?

El cabo segundo Eusebio Alonso, tumbado sobre un lodoso charco de sangre con un torniquete y un vendaje empapado de rojo en la ingle, lo mira con ojos turbios. Fue herido de mucha gravedad en el último instante de la lucha, batiéndose junto a los cañones.

—He tenido días mejores, mi teniente —responde con voz muy baja.

Arango se pone en cuclillas a su lado, contemplando el rostro del bravo veterano: demacrado y sucio, el pelo revuelto, los ojos enrojecidos de sufrimiento y fatiga. Hay costras de sangre seca en la frente, el bigote y la boca.

—Van a llevárselo ahora al hospital. Se pondrá bien.

Alonso mueve la cabeza, resignado, y con débil ademán se indica la ingle.

—Ésta es la del torero, mi teniente… La femoral, ya sabe. Me voy despacito, pero me voy.

—No diga bobadas. Lo van a curar. Yo mismo me ocuparé de usted.

El cabo frunce un poco el ceño, como si las palabras de su superior lo incomodaran. Muchos años más tarde, al escribir una relación de esta jornada, Arango recordará puntualmente sus palabras:

—Acuda usted mejor a quien pueda tener remedio… Yo no me he quejado ni he llamado a nadie… Yo no llamo más que a descansar de una vez. Y lo hago conforme, porque muero por mi rey, y en mi oficio.

Tras vigilar el traslado de Alonso —fallecerá poco después, en el hospital— Arango se acerca a echar un vistazo al teniente Jacinto Ruiz, a quien en ese momento colocan en una camilla. Ruiz, que hasta ahora no ha recibido más atención que un mal vendaje, está pálido por la pérdida de sangre. Su respiración entrecortada hace temer a Arango —ignora que el teniente de Voluntarios del Estado padece de asma— que haya una lesión mortal en los pulmones.

—Se lo llevan ahora, Ruiz —le dice Arango, inclinándose a su lado—. Se curará.

El otro lo mira aturdido, sin comprender.

—¿Van a… fusilarme? —pregunta al fin, con voz desmayada.

—No diga barbaridades, hombre. Todo acabó.

—Morir desarmado… De rodillas —balbucea Ruiz, cuya piel sucia reluce de sudor—. Una ignominia… No es final para un soldado.

—Nadie va a fusilarle, créame. Nos han dado garantías.

La mano derecha del herido, asombrosamente vigorosa por un momento, se engarfía en un brazo de Arango.

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