Un final perfecto

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

 

Apenas unos kilómetros de distancia separan a tres mujeres que no se conocen entre sí. La Pelirroja Uno es una doctora soltera de cerca de cincuenta años; la Pelirroja Dos una profesora de escuela en la treintena y la Pelirroja Tres una estudiante de diecisiete años. Las tres son vulnerables. Las tres son el objetivo de un psicópata obsesionado por demostrar al mundo quién es él en realidad. Ahora que se acerca al final de su vida, necesita llevar a cabo su obra de arte final. Crímenes que serán estudiados en las universidades, de los que se hablará durante décadas. Crímenes perfectos.El asesino les dice a las tres mujeres que va a matarlas. No saben cuándo ni cómo ni dónde. Sólo saben que él está ahí fuera, cada vez más cerca. Que lo sabe todo sobre ellas. Que las ha seguido durante meses. Y que ahora va a comenzar un terrible acoso psicológico que las empujará paso a paso hacia la muerte.Como si nadaran entre tiburones, no saben si el peligro está delante o detrás de ellas, si está cerca, si está lejos, si deben seguir nadando o si es mejor quedarse quietas, si deben unirse o actuar por separado... Sólo tienen dos salidas: esconderse y esperar, o luchar e intentar ser más listas que su depredador. ¿Conseguirán las tres mujeres cambiar el final del cuento, o serán devoradas por su peor pesadilla?

John Katzenbach

Un final perfecto

ePUB v1.0

AlexAinhoa
27.11.12

Título original:
Red 123

©John Katzenbach, 2012.

Editor original: AlexAinhoa (v1.0)

ePub base v2.1

Prólogo

Pelirroja Uno observaba impotente la muerte de un hombre cuando le llevaron la carta a su casa, aislada en una zona rural del condado.

Pelirroja Dos estaba aturdida por las drogas, el alcohol y la desesperación cuando su carta cayó por la ranura del buzón de la puerta de su modesta casa de dos plantas en las afueras.

Pelirroja Tres contemplaba un fracaso y pensaba que le aguardaban muchos más y peores cuando la carta llegó al depósito de correspondencia que había en la planta situada justo debajo de su dormitorio comunitario.

Las tres mujeres se encontraban en un rango de edad de entre los diecisiete y los cincuenta y un años. No se conocían entre sí pero vivían a escasos kilómetros la una de la otra. Una era internista. Otra era maestra de secundaria en una escuela pública y la tercera, estudiante de bachillerato en un centro privado. A primera vista, parecían no tener gran cosa en común, excepto un detalle obvio: todas eran pelirrojas. En el pelo liso color caoba de la doctora empezaban a asomar las canas y lo llevaba recogido hacia atrás con un estilo severo. Nunca se lo dejaba suelto cuando trabajaba en la consulta. La maestra poseía una melena rizada y leonina y los rizos de pelo rojizo y brillante le caían hasta los hombros como corrientes eléctricas descontroladas, aunque iba desaliñada debido a los funestos avatares del destino. La estudiante de bachillerato tenía el pelo ligeramente más claro, de un seductor color fresa que bien habría merecido una canción, si bien enmarcaba un rostro que parecía empalidecer un poco cada día y una piel clara con unas arruguitas fruto de preocupaciones mucho más graves de las que deben experimentarse a tan tierna edad. Lo que no comprendieron al comienzo es que tenían un nexo común que iba más allá de su sorprendente pelo rojizo. Cada una de ellas, a su manera, era vulnerable.

Las cartas no tenían nada especial en el exterior: sobres blancos con el matasellos de la ciudad de Nueva York. Eran del tipo de sobres tintados por motivos de seguridad con pestaña autoadhesiva que se venden en cualquier papelería o supermercado. Ninguna de las mujeres lo sabía cuando abrieron las cartas. El mensaje del interior estaba escrito en un papel de notas blanco de poco gramaje e impresas desde el mismo ordenador. Ninguna de las tres tenía tampoco conocimientos forenses para saber que en las cartas no había huellas dactilares ni ningún resto del que se pudiera extraer el ADN —saliva, un pelo suelto, folículos de la piel— que habría dado a un policía experto con acceso a laboratorios realmente modernos una idea de quién enviaba las cartas, si es que el ADN del remitente figuraba en alguna base de datos de criminales. El escritor de las cartas no estaba fichado. En pocas palabras, cada carta, un método de comunicación realmente antiguo en el mundo de los mensajes instantáneos, el correo electrónico, los SMS y los teléfonos móviles, estaba más pasada de moda que las señales de humo, las palomas mensajeras o el código Morse. Las cartas no contenían más que un mensaje sencillo y aparentemente elegido al azar.

Las primeras líneas aparecían sin saludo ni presentación:

Un bonito día Caperucita Roja decidió llevar una cesta con alimentos deliciosos a su querida abuela, que vivía al otro lado de un bosque denso y oscuro…

Seguro que has oído este cuento cuando eras niña. Pero probablemente te contaran la versión más benévola: en la que la abuela se esconde en el armario y Caperucita Roja se salva de convertirse en el siguiente ágape del lobo feroz gracias a la aparición de un valiente cazador armado con un hacha. En esa versión todos acaban «felices y comiendo perdices». Pero así no acababa el cuento original. En él el resultado era muy distinto y mucho más siniestro. Durante años ha sido objeto de interpretación por parte de académicos y psicólogos.

Sería recomendable que lo tuvieras en cuenta durante las semanas siguientes.

No me conoces pero yo a ti sí.

Sois tres. He decidido llamaros:

Pelirroja Uno.

Pelirroja Dos.

Pelirroja Tres.

Sé que las tres estáis perdidas en el bosque.

Y al igual que la niña del cuento, has sido elegida para morir.

1

Lobo feroz

En la parte superior de la primera página, escribió:

Capítulo Uno: Selección

Se paró, movió los dedos por encima del teclado del ordenador como un mago al conjurar un hechizo y entonces se inclinó hacia delante para continuar.

El primer, y en muchos casos el principal, problema es seleccionar a la víctima. Ahí es donde los irreflexivos, los impacientes y los novatos cometen la mayoría de los errores estúpidos.

Odiaba caer en el olvido.

Habían pasado casi quince años desde que escribiera una palabra digna de publicar o matara a una persona inocente y la jubilación forzosa le resultaba sumamente dura.

Le faltaba un año para cumplir los sesenta y cinco y no esperaba vivir muchos más. La parte realista de su interior le recordaba que, a pesar de su aparente buena forma física, la longevidad verdadera no formaba parte de su herencia genética. Tanto su padre como su madre habían muerto víctimas de un cáncer virulento con poco más de sesenta años y su abuela materna había sucumbido, a una cardiopatía a la misma edad, por lo que pensaba que su hora estaba próxima. Aunque hacía años que no iba al médico, notaba molestias misteriosas y constantes, sufría pequeños dolores agudos, repentinos e inexplicables y debilidades extrañas por el cuerpo que presagiaban la llegada de la vejez y tal vez de algo peor que crecía en su interior. Hacía varios meses había leído todo lo que Anthony Burgess había escrito con frenesí en el productivo año en el que al famoso novelista le habían diagnosticado erróneamente un tumor cerebral inoperable y mortal, cuando en realidad no lo tenía. Creía, sin ningún tipo de confirmación médica, que bien podía encontrarse en la misma situación, salvo que no habría ningún error en el diagnóstico. Tuviera lo que tuviese, era mortal.

Por consiguiente, había llegado a la conclusión de que en el tiempo que le quedaba, ya fueran veinte días, veinte semanas o veinte meses, debía hacer algo realmente significativo. Necesitaba crear algo deliciosamente memorable y que fuera recordado mucho después de que abandonara este mundo y fuera directo al infierno, si es que existía. Esperaba, no sin cierto orgullo, ocupar un puesto de honor entre los malditos.

Así pues, la tarde en la que puso en marcha la que consideraba sería su última y mejor obra, sintió la emoción tiempo atrás olvidada de un niño a la espera de los Reyes Magos, y una sensación abrumadora de profunda liberación, sabiendo que no solo retomaba el juego que había abandonado con tanta renuencia, sino que lo que planeaba para su obra maestra estaría en boca de la gente durante años.

Los crímenes «perfectos» raras veces se producían, pero los había. Normalmente no se debían al gran talento de los criminales sino a la ineptitud continuada de las autoridades, y en general se definían por la cuestión prosaica de si el autor salía impune o no. Consideraba que debían llamarse «Accidentes del homicidio ideal», porque salir impune de un asesinato no suponía un gran reto. Pero los crímenes perfectos eran harina de otro costal y creía sinceramente que estaba planeando uno de ellos. Su invento estaba destinado a satisfacerle a muchos niveles.

«Materialízalo —se dijo— y lo estudiarán en las escuelas. Hablarán de ti en la televisión. Harán películas sobre ti. Dentro de cien años, tu nombre será tan conocido como Billy
el Niño
o Jack
el Destripador
. Alguien quizá te dedique una canción. Y no un tema suave y melódico de estilo folk. Heavy metal.»

Más que nada odiaba sentirse normal y corriente.

Ansiaba gozar de una fama duradera. Las pequeñas degustaciones de fama que había tenido en la vida habían surtido el efecto de una droga, subidones momentáneos seguidos de una vuelta devastadora a la rutina. Todavía recordaba el instante hacía casi cincuenta años en que, como jugador de fútbol americano del instituto, había recuperado una pérdida de balón en un partido de eliminatorias. Había pasado de un anonimato opresivo en la línea defensiva a ser aclamado como héroe en las páginas deportivas del periódico local y a disfrutar de una semana de miradas envidiosas y palmadas en la espalda cuando recorría los pasillos áridos del instituto, hasta que el equipo perdió el viernes siguiente por la noche. Al cabo de unos años, durante sus cuatro años desganados en la universidad, ganó un premio de quinientos dólares en un concurso de ensayos abierto a todo el campus. El tema elegido había sido «Por qué Kafka es más importante en el presente que en el pasado». Cuando recibió el galardón, el jefe del departamento de Literatura Inglesa destacó sus «argumentos complejos y expresión elocuente». Pero con la llegada del nuevo semestre y de otro concurso que no ganó, aquello acabó. Luego, como adulto, después de muchos años de trabajo duro y rutinario como corrector de estilo en varios periódicos medianos corrigiendo errores gramaticales de reporteros descuidados en una línea de montaje de noticias que parecía no tener fin, recibió una especie de descarga eléctrica cuando una editorial reputada aceptó su primera novela. Se publicó con un torbellino de críticas moderadamente buenas. Un «talento nato» había opinado un crítico. Y después de dejar el trabajo y dedicarse a escribir los siguientes libros, lo habían puesto de relieve con alguna que otra entrevista en una revista literaria o en la sección de Cultura de los periódicos locales. Una cadena de televisión vecina había grabado un pequeño reportaje sobre él cuando una de sus cuatro novelas de misterio había recibido una oferta para ser llevada al cine, aunque al final el guión que un escritor poco memorable de la Costa Oeste había escrito había acabado en nada. Pero antes de lo esperado, las ventas habían menguado e incluso estos logros menores habían caído en el olvido cuando dejó de escribir. Ya no encontraba ejemplares de sus novelas en las estanterías de las librerías, ni siquiera en la mesa dedicada a excedentes de las editoriales y saldos. Y nadie había dicho que fuera «complejo», ni que fuera un «talento nato» cuando había envejecido inexorablemente.

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