Un final perfecto (3 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

—Creo que saldré un momento, mientras preparas los documentos.

La enfermera asintió ligeramente. Estaba familiarizada con los hábitos de la doctora Jayson tras una muerte: fumar un cigarrillo a hurtadillas en el extremo más alejado del parking del centro geriátrico, donde creía que nadie la veía, lo cual no era precisamente el caso. Tras aquella pausa solitaria, la doctora entraría de nuevo en el despacho principal, donde tenía un escritorio que empleaba únicamente para cumplimentar impresos de Medicare y Medicaid y firmar la inevitable conclusión de quienes vivían en el centro: el certificado de defunción. El centro se encontraba a varias manzanas del edificio cuadrado de ladrillo visto en el que Karen tenía la pequeña consulta de medicina interna, junto con una docena de doctores de todas las especialidades, desde psiquiatría a cardiología. La enfermera sabía que Karen fumaría medio cigarrillo exactamente antes de entrar a rellenar el papeleo del señor Wilson. En el paquete de Marlboro que Karen creía haber escondido en el cajón superior del escritorio, y del que todo el personal de la unidad de enfermos terminales estaba al corriente, la doctora había marcado con cuidado cada cigarrillo por la mitad con un boli rojo. La enfermera también sabía que independientemente del tiempo que hiciera, Karen no se molestaría en ponerse un abrigo, aunque estuviera diluviando o hubiera una temperatura gélida en la zona occidental de Massachusetts. La enfermera imaginaba que aquella concesión a los caprichos del tiempo era la penitencia que hacía la doctora por seguir siendo adicta a un hábito asqueroso que sabía a ciencia cierta que la mataría pronto y que prácticamente todos los implicados en el negocio de la sanidad al que la doctora pertenecía despreciaban por completo.

Era de noche y muy tarde para cenar cuando Karen entró en el camino de gravilla de entrada a su casa y se paró en el viejo y desvencijado buzón situado junto a la carretera. Vivía en una zona rural, donde las casas medianamente caras estaban apartadas de la calzada y muchas disfrutaban de vistas a las colinas lejanas. En otoño la vista era espectacular por el cambio de las hojas, pero esa época había pasado y ahora el paisaje estaba dominado por el invierno frío, enfangado y yermo.

En el interior de su casa, las luces estaban encendidas pero no era porque hubiera alguien esperándola; tenía un temporizador instalado porque vivía sola y no le gustaba encontrarse con la casa a oscuras al regresar de noches tan tristes como aquella. No era lo mismo que ser recibida por la familia pero hacía que el regreso fuera un poquito más agradable. Tenía un par de gatos,
Martin
y
Lewis
, que la estarían esperando con entusiasmo felino, lo cual, por triste que fuera reconocerlo, no era gran cosa. Tenía sentimientos encontrados acerca de las mascotas. Habría preferido un perro, algún golden retriever saltarín que meneara la cola y compensara la falta de cerebro con un entusiasmo descarado, pero como trabajaba tantas horas fuera de casa, no le había parecido justo tener un perro, sobre todo de una raza que sufría sin compañía humana. Los gatos, incluso a pesar de su autodeterminación arrogante y actitud altanera hacia la vida, estaban mejor preparados para el aislamiento fruto de la rutina diaria de Karen.

El hecho de vivir sola, lejos de las luces y el bullicio de la ciudad, era algo que le había acabado sobreviniendo con los años. Había estado casada una vez. No había funcionado. Había tenido un amante una vez. No había funcionado. Había entablado una relación con otra mujer una vez. No había funcionado. Había dejado los rollos de una noche y los sitios de citas por Internet que prometían compatibilidad total después de rellenar un cuestionario y sugerir que el amor estaba a la vuelta de la esquina. Nada de todo aquello había funcionado. Tampoco.

Lo que tenía era un trabajo y un
hobby
que ocultaba a otros médicos que consideraba compañeros de trabajo: era una humorista entregada pero totalmente aficionada. Una vez al mes iba en coche a cualquiera de la docena de clubes de la comedia que había por el estado que celebraban noches de «micro abierto» y probaba distintos números. Lo que le encantaba de la comedia era que era imprevisible. Era imposible calcular si un público determinado se partiría de la risa, se carcajearía o se quedaría sentado con cara de póquer y los labios fruncidos antes de que empezaran a sonar los abucheos inevitables, y entonces se vería obligada a retirarse rápidamente de los focos implacables. A Karen le encantaba hacer reír a la gente e incluso valoraba en cierto modo el bochorno que suponía que la echaran del escenario a silbidos. Ambas situaciones le recordaban las flaquezas y excentricidades de la vida.

Tenía un pequeño portátil Apple con unas pocas aplicaciones en las que escribir los números de comedia y probar chistes nuevos. El ordenador que utilizaba normalmente estaba repleto de historiales de pacientes, datos médicos y la vida electrónica típica de una profesional ajetreada. El pequeño lo guardaba bajo llave del mismo modo que ocultaba su
hobby
a los compañeros de trabajo, a sus pocos amigos y parientes lejanos. La comedia, al igual que fumar, era una adicción que era mejor guardarse para sí.

La puertecilla del buzón estaba ligeramente entreabierta, una costumbre del cartero que acababa provocando que su correspondencia quedara empapada por los elementos. Salió del coche y se acercó rápidamente al buzón, cogió todo lo que había sin mirar nada. Había empezado a caer una lluvia helada y unas cuantas gotas le habían caído en el cuello y se había estremecido. Acto seguido volvió a acomodarse ante el volante y subió por el camino de entrada haciendo que los neumáticos despidieran gravilla y un poco de hielo que se había formado.

Se dio cuenta de que no podía quitarse de la cabeza al hombre que había muerto ese día. No era raro en ella cuando certificaba una defunción. Era como si se creara una especie de vacío en su interior, y sentía la necesidad de llenarlo con «retazos» de información. «Gaitas, Iowa.» No tenía ni idea de cómo se establecía esa relación. De todos modos, había muerto rodeado de desconocidos, por muy amables o sensibles que fueran las enfermeras de la unidad de enfermos terminales. Empezó a especular e intentó inventar una historia en su interior que sirviera para satisfacer su curiosidad. «Oyó la gaita por primera vez en su infancia, cuando llegó un vecino nuevo de Glasgow o Edimburgo a la casa desvencijada de al lado, y el vecino solía beber un poco demasiado y eso lo volvía melancólico y añoraba su patria. Cuando la soledad le embargaba, el vecino bajaba el instrumento del estante de un armario y se ponía a tocar la gaita al caer la tarde, justo cuando el sol se ponía por el horizonte llano de Iowa. Todo se debía a que el vecino añoraba las verdes colinas onduladas de su hogar. El señor Wilson —solo que entonces todavía no era el señor Wilson— solía estar en su habitación y la música inusual e intensa se filtraba por la ventana abierta.
Scotland the Brave
o
Blue Bonnet
. De ahí provenía su fascinación.» A Karen le pareció que aquella historia era tan posible como cualquier otra.

Entonces se preguntó: «¿Puedo hacer un número con esto?» La mente le empezó a funcionar: «Resulta que vi cómo moría un hombre al que le encantaban las gaitas…» y ¿podía hacer que pareciera que las notas extrañas de ese instrumento lo habían matado y no la inevitabilidad de la vejez?

El coche se paró con un crujido delante de la puerta principal. Cogió el maletín, el abrigo y la pila de correspondencia y, con los brazos llenos, recorrió la oscuridad tenebrosa y la frialdad húmeda que la separaba de su casa.

Los dos gatos se movieron para recibirla cuando entró por la puerta, pero pareció más fruto de una curiosidad ocasional combinada con las expectativas de cenar lo que les sacó del sueño. Se dirigió a la cocina con la intención de servirles otro bol de pienso, prepararse una copa de vino blanco y plantearse qué restos de la nevera no se asemejaban lo suficiente a un botín homicida para recalentárselos para cenar. La comida no le interesaba demasiado, lo cual la ayudaba a mantenerse fibrosa a pesar de haber entrado en la cincuentena. Dejó caer el abrigo en una banqueta y colocó el maletín al lado. Entonces fue directa al cubo de la basura para mirar la correspondencia. La carta sin ninguna otra característica aparte del matasellos de la ciudad de Nueva York estaba entre la factura de teléfono de Verizon, otra de la compañía eléctrica, dos cartas promocionales de tarjetas de crédito que ni necesitaba ni quería y varias cartas de petición del Comité Nacional Demócrata, Médicos sin Fronteras y Greenpeace.

Karen dejó las facturas en la encimera, tiró todas las demás al cubo de reciclaje de papel y abrió la carta anónima.

El mensaje hizo que le temblaran las manos y lanzó un grito ahogado.

Lo que leyó no la dejó exactamente conmocionada.

Pero sabía que debería estarlo.

Cuando se convirtió en Pelirroja Dos, Sarah Locksley estaba desnuda.

Primero se había quitado los pantalones, luego el suéter y los había dejado en el suelo. Estaba un tanto achispada y ligeramente colocada por la combinación de tarde habitual de vodka y barbitúricos cuando el cartero deslizó la correspondencia por la ranura de su puerta delantera. Oyó el sonido de los sobres al caer en el suelo de madera noble del vestíbulo. Sabía que la mayoría estarían marcados con «Pago vencido» o «Ultimo aviso». Se trataba de la avalancha diaria de facturas y pagarés a los que no tenía la menor intención de prestar atención. Se levantó y vio su reflejo en la pantalla del televisor y pensó que no tenía sentido quedarse a medias, así que se quitó el sujetador y las bragas y lo lanzó todo a un sofá cercano con un ademán florituresco. Hizo unas piruetas a derecha e izquierda delante de la pantalla mientras pensaba en lo poco que quedaba de ella. Se sentía esquelética, demacrada, reducida a la mitad de su ser y no debido a los ejercicios aeróbicos que practicara en el gimnasio ni a la preparación para correr la maratón. Sabía que había sido una mujer sexy, pero que ahora su esbeltez no era más que fruto de la desesperación.

Sarah cogió el mando a distancia de la tele y encendió el aparato. La imagen de ella que se reflejaba en la pantalla quedó sustituida de inmediato por los personajes familiares que protagonizaban el culebrón de la tarde. Encontró el botón de «silencio» en el mando y apagó el diálogo descuidado y recargado. Tenía esa costumbre. Sarah prefería inventarse su propia historia para acompañar a las imágenes de cada programa. Sustituía lo que se les había ocurrido a los guionistas de la serie con lo que creía que deberían estar diciendo. Asilas historias eran mucho más interesantes para Sarah y se implicaba más en la serie. No albergaba esperanzas de poder hacerlo durante mucho más tiempo, era muy probable que la tienda Big Box donde había comprado el televisor a crédito viniera a reclamárselo cualquier día de estos. Lo mismo podía decirse de los muebles, el coche y probablemente su casa.

Tenía la impresión de que su voz resonaba a su alrededor, arrastraba las palabras ligeramente, como si fueran fotografías desenfocadas.

—Oh, Denise, cuánto te quiero…

—Sí, doctor Smith, yo también te quiero. Tómame en tus brazos y hazme desaparecer de aquí…

En la pantalla del televisor un hombre moreno y fornido que se parecía mucho más a un modelo que a un cirujano cardiaco abrazaba a una mujer rubia, con un cuerpo escultural que parecía haber sufrido una uña rota o un ligero resfriado como únicas dolencias y que la única vez que había tenido que ir al médico había sido cuando le pusieron los implantes en el pecho. Las bocas se les movían al pronunciar las palabras pero Sarah continuó suministrando el diálogo.

—Sí, querida, lo haré… pero he recibido los resultados del laboratorio y, no sé cómo decirlo, pero no te queda mucho tiempo…

—Nuestro amor es más fuerte que cualquier enfermedad…

«¡Ja! —pensó Sarah para sus adentros—. Seguro que no.» Acto seguido se dijo: «Me parece que voy a dejar de escribir para la encantadora Denise y el apuesto doctor Smith.»

Se rio con fuerza, casi una carcajada de autosatisfacción. Estaba convencida de que su diálogo era mucho más manido y, por consiguiente, mucho mejor que lo que decían en realidad.

Sarah se acercó a la ventana delantera mientras los créditos de la serie aparecían en pantalla. Permaneció quieta durante unos instantes, con los brazos levantados por encima de la cabeza, totalmente desnuda, medio deseando que la viera uno de sus vecinos entrometidos, o el autobús escolar amarillo de secundaria pasara repleto de estudiantes para así poder hacer todo un numerito delante de los adolescentes. Algunos chicos del autobús la recordarían de sus días de maestra. Quinto curso. La señora Locksley.

Cerró los ojos. «Miradme—pensó—. Venga, maldita sea, ¡miradme!»

Notaba cómo las lágrimas empezaban a acumulársele de forma incontrolable en el rabillo de los ojos y se le deslizaban cálidas por las mejillas. Era habitual en ella.

Sarah había sido una maestra querida hasta el momento de su dimisión. Si alguno de sus ex alumnos la viera en esos instantes enmarcada en la ventana del salón completamente desnuda, probablemente les gustara todavía más.

Había dejado el trabajo hacía poco menos de un año, uno de los últimos días del semestre antes del comienzo de las vacaciones de verano. Lo dejó un lunes, dos días después de la cálida y luminosa mañana en la que su marido había llevado a su hija de tres años a hacer un recado de lo más inocente el sábado por la mañana —al colmado a comprar leche y cereales— y nunca habían regresado.

Sarah se apartó de la ventana y recorrió el salón con la mirada hasta la puerta de entrada, donde la correspondencia se apilaba en el suelo. «Nunca abras la puerta —se dijo—. Nunca respondas cuando llamen al timbre o a la puerta. No descuelgues el teléfono si llama algún desconocido. Quédate donde estás porque podría ser un joven agente de la policía estatal con su típico sombrero en las manos, con aspecto abochornado y tartamudeando cuando te da la noticia: "Ha habido un accidente y me duele en el alma tener que decirle esto, señora Locksley…"»

A veces se preguntaba por qué su vida se había ido al garete en un día tan hermoso. Tenía que haber sido un día invernal de lluvia, aguanieve, desapacible y sombrío como aquel. Sin embargo, había sido un día luminoso, cálido con un interminable cielo azul, por lo que cuando se desplomó en el suelo aquella mañana había escudriñado los cielos con la mirada, intentando encontrar alguna forma en la que fijarse, como si pudieran atarla a una nube pasajera, porque estaba desesperada por aferrarse a algo.

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