Un final perfecto (15 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

Entonces se echó a reír como si acabara de contar el chiste más gracioso, tronchante y escandaloso, se volvió y salió de casa comprobando dos veces que la puerta del despacho estaba cerrada con llave antes de salir. Al Lobo Feroz le pareció oír risas que resonaban detrás de él. Caminó con rapidez hacia el coche y los sonidos se apagaron. No quería llegar tarde a su cita.

En el exterior de la comisaría chispeaba. No era suficiente para empapar a nadie pero bastaba para que el frío resultara húmedo y desagradable. Se levantó el cuello y recorrió el parking a toda prisa.

La comisaría era un edificio moderno, en marcado contraste con los diseños Victorianos de ladrillo visto que habían albergado el resto de los departamentos municipales durante décadas. Su población, de un tamaño insuficiente para ser considerada una ciudad pero mayor que un pueblecito, era como muchas otras de Nueva Inglaterra, un batiburrillo de edificaciones viejas mezcladas con las nuevas. Había calles flanqueadas por árboles de una singular belleza antigua junto a zonas nuevas que delataban la mediocridad de las prisas de la posguerra limitadas a cuadrados y rectángulos.

Un par de robles altos vigilaban el pasadizo que conducía a la comisaría. Acababan de perder las hojas y parecían dos esqueletos gemelos. Un poco más allá había un tramo de escaleras de cemento que acababa en unas puertas anchas de cristal. Se encaminó en esa dirección.

Había un agente uniformado de pelo cano y barriga prominente detrás de un tabique de cristal blindado que al Lobo Feroz le pareció excesivo. Era poco probable que un pirado irrumpiera en el lugar pegando tiros. La jefatura de policía en sí era típica de una población de ese tamaño. Estaba formada por una sección con tres agentes y una patrulla. Contaba con especialistas en violencia doméstica, violaciones y una patrulla de tráfico que obtenía unos beneficios considerables para la población al año dada la gran cantidad de multas que ponían por exceso de velocidad. Incluso disponía de una modesta oficina anticorrupción que dedicaba el tiempo a recoger llamadas de residentes ancianos que se preguntaban si el mensaje de correo electrónico que les había enviado un príncipe nigeriano pidiéndoles dinero era legal, y nunca lo era. Al igual que todos los departamentos modernos y organizados, cada elemento tenía su propio cubículo y había señales útiles en las paredes que le indicaban el camino a seguir.

El Lobo Feroz no tardó mucho en encontrar al agente Moyer, sentado tras un escritorio revuelto, con una pantalla de ordenador llena de notificaciones del FBI. Moyer era un hombre corpulento de aspecto alegre, lo cual hacía que pareciera más apto para hacer de Papá Noel en unos grandes almacenes que agente de policía dedicado a crímenes graves. Le estrechó la mano con un entusiasmo que se correspondía con su corpulencia.

—Me alegro de conocerte —bramó el agente—. Tío, esta petición sí que es rara. Quiero decir que la mayor parte del tiempo cuando un ciudadano tiene preguntas es porque quiere que sigan a su cuñado porque cree que trafica con drogas o engaña a su mujer o algo así. Pero tú eres escritor, ¿no? Eso es lo que me dijo la secretaria de relaciones públicas del jefe.

—Eso es —respondió el Lobo Feroz. Rebuscó en la cartera y sacó el libro de bolsillo con el cuchillo ensangrentado—. Toma —dijo, con una sonrisa—. Prueba fehaciente. Un regalo.

El agente lo cogió y se quedó mirando la sobrecubierta.

—Guay —dijo—. No leo muchas novelas policiacas. Leo sobre todo libros de deportes, ¿sabes?, como de equipos de básquet que han ganado la liga, o entrenadores famosos o de los récords de atletismo. Pero el marido de mi hermana es algo así como adicto a estas cosas. Se lo daré a él…

—Se lo dedicaré —dijo el Lobo Feroz y sacó un boli.

—Se pondrá súper contento —repuso el agente.

El Lobo Feroz acabó con una rúbrica. Acto seguido sacó la pequeña grabadora.

—¿Te importa? —preguntó.

—No —respondió el agente Moyer.

El Lobo Feroz le dedicó una sonrisa.

—Es que me gusta documentarme bien —declaró—. No quiero cometer errores en esas páginas. Los lectores son muy susceptibles con esas cosas. Como cometas un error, te llaman enseguida…

Dejó la frase inacabada. El agente Moyer asintió.

—A nosotros nos pasa lo mismo. Nos cuestionan continuamente. Lo que pasa es que en nuestro caso es de verdad. No es inventado.

—Yo tengo ese privilegio —bromeó el Lobo Feroz. Los dos hombres sonrieron, como si compartieran un pequeño secreto.

El Lobo Feroz sacó la libreta y el boli. Era consciente de que aquellos artículos eran más bien parte del decorado. Le permitían evitar el contacto visual cuando quisiera. La grabadora digital captaría todas las respuestas con precisión.

—Y a veces resulta muy útil tener tanto las notas como las palabras exactas —explicó.

—Parecen sistemas redundantes —dijo el agente—. Como en los aviones.

—Exacto —repuso el Lobo Feroz.

—Entonces ¿qué quieres saber? —preguntó el agente.

—Bueno —el Lobo Feroz habló lentamente, con vacilación, antes de empezar a tantear el terreno—, en mi nuevo libro hay un personaje que acosa a una persona desde la distancia. Quiere acercársele más pero no quiere hacer nada que llame la atención de la policía. Quiere que sea uno contra uno, no sé si me entiendes. Tengo que tenerlo todo pensado antes de que la policía entre en escena.

El agente asintió.

—Suena tenso.

—De eso se trata —respondió el Lobo Feroz—. Hay que mantener a los lectores en vilo. —Sonrió, activó la grabadora y se inclinó sobre la libreta, mientras el agente se balanceaba adelante y atrás en la silla del escritorio antes de describir con todo lujo de detalles y con gran amabilidad exactamente lo que la policía tenía capacidad para hacer y lo que no.

Por regla general, la señora de Lobo Feroz se tomaba una hora entera para el almuerzo y salía de su mesa en el despacho del director. Cuando hacía buen tiempo, se tomaba una ensalada o un sándwich rápidos en el comedor de la escuela y salía a sentarse bajo los árboles, donde podía estar sola y ver pasar a los estudiantes despreocupadamente. Cuando el tiempo no acompañaba, como era el caso, se dirigía con su comida a alguno de los rincones que había alrededor del campus en los que sabía que la dejarían sola; un hueco en la galería de arte, un banco fuera de las oficinas del departamento de Inglés.

Aquel día se encorvó en un aula vacía. Alguien había escrito en una pizarra: «¿Qué quiere decir Márquez al final?» Clase de Literatura Hispánica, se dijo, pero se imaginó que la pregunta se refería a
Cien años de soledad
. Engulló rápidamente la comida ligera, se recostó en el asiento y abrió un ejemplar del último libro de su marido. Era la misma novela con el cuchillo dentado en la cubierta. Ya había leído el libro al menos cuatro veces, hasta tal punto que se sabía algunos pasajes de memoria. No le había dicho a su marido que era capaz de aquello, era una parte de su amor que le gustaba guardarse para ella.

Él tampoco sabía que poco después de que ella se enterara de su queja al editor sobre la sobrecubierta, había enviado una carta furibunda a la editorial señalando ese mismo problema. Hacía apenas un año que estaban casados pero la lealtad formaba parte integral de su amor, pensaba ella. Había soltado una arenga al editor diciéndole que la cubierta daba pie a confusiones y que resultaba inapropiada y que no volvería a comprar otra novela de esa editorial. Por impropio de ella que fuera, había llenado la carta de amenazas violentas y obscenidades descabelladas.

Se había dejado llevar y al menos había tenido la sensatez de no firmar con su nombre.

En el aula hacía calor. Cerró los ojos un momento.

Cuando se permitía soñar despierta, solía imaginarse en un entorno público, un restaurante o cine o incluso una librería, donde tendría la oportunidad de insultar en voz alta al editor, a todos los editores, que no reconocían la genialidad de su marido. En su imaginación, era capaz de reunirlos a todos, junto con los productores de cine, críticos periodísticos y algún que otro bloguero de Internet, todos aquellos que le habían fallado o que habían sido maliciosos y poco elogiosos.

Cuando pintaba aquel retrato interior, los hombres —que siempre eran bajitos, con el pecho hundido y medio calvos— se empequeñecían bajo el alud de críticas y reconocían humildemente sus errores.

Le producía una gran satisfacción.

Todas las mujeres de escritores se imaginarían lo mismo, supuso. Era su trabajo.

La señora de Lobo Feroz abrió los ojos y los posó en las páginas abiertas para que se deslizaran por las palabras que tenía delante. Colocó el dedo en medio de un párrafo que describía el comienzo de una persecución en coche. «El malo se sale con la suya —recordó—. Es muy emocionante.» Se acordó que de pequeña no había gozado de mucha popularidad en el colegio y por eso se había refugiado en los libros. Libros de caballos. Libros de perros.
Mujercitas
y
Jane Eyre
. Incluso de adulta, los títulos y los personajes habían seguido siendo sus verdaderos amigos.

A menudo deseaba haber sido bendecida con el tipo de visión adecuado y con el dominio del lenguaje necesarios para convertirse en escritora. Anhelaba el don de la creatividad. En la universidad había hecho cursos de escritura, de arte, de fotografía, de interpretación e incluso de poesía y había resultado mediocre en todos ellos. El hecho de que la inventiva siempre la hubiera eludido le entristecía. Pero se atribuía el mérito de haber conseguido lo siguiente mejor: vivir al lado de alguien dotado de aquel talento maravilloso.

Dejó de leer. Notaba un temblor interno. Lo que sostenía en sus manos era hermoso, pero le resultaba familiar. Dejó el libro abierto en la falda, se recostó y cerró los ojos por segunda vez, como si en la oscuridad pudiera extraer una imagen de la nueva historia de su marido que se revelaba delante de ella. Sabía que habría un asesino implacable y un policía listo que le seguía el rastro. Habría una mujer en peligro. Probablemente una mujer bastante guapa, aunque esperaba que tras el pecho generoso de rigor y las piernas largas, el personaje estuviera modelado a su estilo. El ritmo del libro sería trepidante, lleno de avatares inesperados y sorprendentes que, por muy estrafalarios que parecieran, irían encaminados hacia una confrontación dramática. Conocía todos los elementos necesarios de los
thrillers
modernos.

Mantuvo los ojos cerrados, pero estiró las manos como si pudiera tocar las palabras que sabía que se estaban creando casi delante de ella.

La señora de Lobo Feroz no acarició más que el aire vacío.

Al cabo de unos instantes tuvo un poco de frío, como si el calor del aula se hubiera desvanecido. Suspiró con profundidad y guardó el libro y los utensilios del almuerzo antes de echarle un vistazo rápido al reloj. La hora del almuerzo ya casi había acabado y era hora de volver al trabajo. Por la tarde había una reunión de profesores a la que su jefe, el director, seguro que asistiría. A lo mejor podía leer unos cuantos pasajes conocidos a hurtadillas cuando él no estuviera.

14

Después del anochecer, con el aire fresco del campus, Jordan se enfundó unos vaqueros desgarrados, unas zapatillas de correr viejas, una parka negra y encontró una gorra de color azul marino deshilachada que se encasquetó en la cabeza al máximo. Esperó en su habitación hasta que oyó a algunas de las otras chicas de la residencia reuniéndose para dirigirse a una conferencia: en aquella escuela siempre traían escritores, artistas, realizadores, hombres de negocios y científicos para que hablaran de manera informal con los estudiantes de clase alta. Jordan sabía que los demás alumnos se reunirían en el vestíbulo de la casa reformada y que luego saldrían como un grupo risueño y bien integrado. Los adolescentes tienden a trasladarse en manadas, pensó. Los lobos también, aunque dudaba de que el lobo que a ella le interesaba perteneciera a algún grupo.

«Lobo solitario», pensó. La frase la hizo estremecerse.

Jordan salió de la habitación y vaciló en lo alto de las escaleras hasta que oyó a las otras cuatro chicas, que elevaban la voz, riendo y bromeando entre sí, saliendo disparadas por la puerta delantera.

Moviéndose con rapidez, bajando dos escalones a la vez, salió disparada justo detrás de ellas, intentando que pareciera que formaba parte de ese grupo, pero sin acercárseles tanto como para que se volvieran y les llamara la atención. Quería que cualquiera que la observara pensara que se apresuraba para alcanzar a sus amigas.

Las seguía a escasos metros de distancia, pero cuando giraron a la izquierda, en dirección a las salas de conferencias, se escondió en la primera sombra profunda que encontró, se quedó pegada en el lateral de un viejo edificio de ladrillo visto, estrujándose contra los nudos retorcidos de las ramas de hiedra que se le clavaban en la espalda como un niño revoltoso que pugna por acaparar la atención.

Jordan esperó.

Escuchó cómo los sonidos de sus compañeras de clase desaparecían en la noche y esperó a que los ojos se le acostumbraran a la oscuridad. Oculta entre las sombras, contó los segundos en su cabeza «uno, dos, tres». No sabía si la seguían, pero supuso que sí, aunque su lado racional le gritaba que era totalmente imposible. Ningún lobo, por listo, dedicado u obsesionado que fuera podía pasar tanto tiempo fuera de la residencia esperando a que ella saliese para luego seguirla.

Se lo repetía con insistencia pero no estaba segura de si se estaba tranquilizando o mintiendo. Ambas opciones eran posibles.

«Sí lo hace. No lo hace.»

Se planteó si debía estar asustada y entonces se percató de que el mero hecho de preguntárselo le tensaba los músculos y la hacía respirar de forma superficial. Hacía frío pero ella tenía calor. Estaba oscuro pero ella se sentía como si tuviera un foco encima. Era joven pero se sentía vieja y temblorosa.

Jordan se escabulló más cerca del lateral del edificio. Seguía notando la presencia del lobo, casi como si estuviera aplastado contra las ramas de hiedra que tenía al lado, con el aliento en su cuello. Casi esperaba oír su voz susurrándole «estoy aquí» al oído y exhaló con fuerza. El sonido sibilante que emitió le pareció tan fuerte como un silbido. Apretó los labios con fuerza.

Cuando la rodeó el silencio, o el silencio suficiente, dado que seguía oyendo voces de otros estudiantes a lo lejos que resonaban desde los patios y una canción de Winterpills que le gustaba mucho sonaba desde una habitación, salió de la penumbra y encorvó la espalda para protegerse del frío, manteniendo la cabeza gacha y el paso rápido. Recorrió el campus a toda velocidad, yendo en zigzag de manera errática, evitando todas las luces, girando por un sendero oscuro, luego cruzando por el césped para ir a otro, volviendo sobre sus pasos para correr por el interior de una residencia y luego yendo por otra puerta en el extremo opuesto del edificio para volver a emerger en la noche. Por último, convencida de que ni siquiera un Lobo Feroz sería capaz de seguirla en su trayecto errático, salió corriendo por unas puertas altas de hierro forjado negro que marcaban la entrada del colegio. Enseguida giró por un callejón lateral bien oscuro. Dejó de correr y se dirigió al centro de la pequeña población en la que se encontraba la escuela. Se sentía como la protagonista de una película de espías de Hollywood. Hacía tanto frío que despedía vaho por la boca.

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