Un final perfecto (16 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

Antonio's Pizza estaba iluminado. Luces brillantes y rótulos de neón multicolores. Había media docena de compañeros de escuela reunidos alrededor de la barra de acero inoxidable situada frente al horno, esperando una porción o dos. Observó a dos hombres vestidos con blusones y delantales blancos que servían las porciones. Lo hacían con un ademán florituresco, empleando unas grandes palas de madera para introducir las pizzas en el horno y retirarlas al cabo de unos momentos.

Desde donde estaba Jordan en la calle imaginó voces alegres y el sonido de la caja registradora. La pizzería era así, un lugar en el que costaba estar deprimido o distraído. En el interior habría un bullicio agradable, risas y voces elevadas que se mezclarían con el aroma apetitoso de la carne y especias preparadas y las agradables ráfagas de aire caliente que salían de los hornos cada vez que los abrían para retirar una pizza.

Esperó, medio hambrienta, como suele ocurrirles a los adolescentes, y pensó que no le importaría tomarse una pizza caliente, aunque cada vez que pensaba en el lobo, se le quitaba el hambre y notaba una sensación desasosegante en el estómago. Miedo contra comida. Una lucha desigual.

Un aire frío zarandeó por encima de la acera un toldo situado delante de una tienda de antigüedades que estaba cerrada a esas horas. Jordan estaba a punto de mirar el reloj cuando las campanas de la torre que se elevaba por encima de las pequeñas oficinas del ayuntamiento repicaron siete veces.

Alzó la vista y vio una pequeña ranchera que se paraba delante de la pizzería. Encorvó la espalda una vez más para encontrar una sombra en la que ocultarse y esperó.

«Puntual», pensó. No sabía si aquello era positivo o negativo.

El coche puso los intermitentes. Unas luces amarillas iluminaron la acera.

Veía a la conductora inclinada hacia delante en el asiento delantero, mirando el restaurante, buscando.

Ahí es donde Jordan había dicho que estaría.

Pero en cambio estaba en la calle, en un lugar privilegiado entre dos edificios desde el que podía ver sin ser vista.

Volvió a esperar conteniendo la respiración.

Jordan observó cómo la figura del coche se erguía y se desabrochaba el cinturón de seguridad. A continuación la figura abrió la puerta del coche y salió a medias, se quedó de pie junto al coche y continuó mirando fijamente al grupo de adolescentes que había en el interior del local.

Estaba oscuro y las luces de neón brillantes de las pocas tiendas que estaban abiertas reflejaban curiosos colores del arcoíris en la calle, como un macadán negro y reluciente. Las farolas de sodio amarillo emitían sombras enfermizas sobre el cemento. Era una confusión de color; rojos y negros y verdes y blancos que se mezclaban y formaban realidades inexistentes: un coche verde parecía azul. Una parka violeta parecía marrón.

No era capaz de distinguir con certeza que la persona en cuestión fuera pelirroja. Se mordió el labio inferior y decidió que no tenía más remedio que arriesgarse.

Jordan salió de la penumbra y caminó resuelta hacia delante. Vio que la mujer se volvía sorprendida hacia ella. Adoptó una expresión de asombro, como si Jordan sostuviera un cuchillo.

—¿Pelirroja Uno? —preguntó Jordan. Quería hablar con voz firme y segura pero oyó una grieta, como el hielo que se fractura bajo un exceso de peso en un día glacial.

La mujer asintió. Dio la impresión de que se relajaba un poco.

—Hola. Soy Pelirroja Tres.

—Sube —respondió Karen, haciendo un gesto hacia el asiento del pasajero. Intentaba que todo aquello sonara como el encuentro más natural del mundo.

Cuando Jordan vaciló, Karen dijo:

—No soy él. Te lo prometo.

Tuvo la impresión de que la joven calibraba la autenticidad de su afirmación y entonces entró en el coche con cautela. Karen solo tuvo unos segundos para calibrar a Jordan, sobre todo los pocos cabellos de pelo rojo que le sobresalían de la gorra de punto. «Qué joven es», pensó la mujer cuando volvió a situarse al volante.

—Me llamo Jordan —dijo con voz queda.

—Y yo Karen —se presentó la mujer adulta.

Jordan asintió.

—¿Adónde vamos? —preguntó Karen.

—A cualquier sitio —contestó Jordan cuando se encogió en el asiento, como si bajando el perfil pudiera evitar que la vieran—. A cualquier sitio que te parezca seguro. —Hizo una pausa y entonces añadió en voz baja—: No, a un sitio que estés completamente convencida de que es seguro, joder.

Sin querer, Karen imitó el estilo de Jordan «no me podrás seguir» que había tomado para salir del recinto de la escuela en cuanto puso el coche en marcha. Aceleró con fuerza en un momento dado, giró por un callejón, haciendo chirriar los neumáticos con un giro brusco, luego echó marcha atrás en una callejuela e hizo un giro de 180 grados. A un kilómetro y medio de la población había un modesto centro comercial y Karen entró en la zona del McDonald's y pasó por la ventanilla de comida para llevar antes de salir por la dirección contraria. Dirigió el coche hacia la carretera interestatal, condujo a gran velocidad durante unos cuantos kilómetros y luego se paró en un mirador y esperó, mirando continuamente por el retrovisor para asegurarse de que no las seguían. Al final, cuando llevaba unos minutos viendo solo oscuridad, volvió a conducir a toda velocidad y se dirigió hacia el punto que sabía que encajaba con la idea de Pelirroja Tres de estar segura y convencida, «joder».

Jordan no habló durante el trayecto. Ni siquiera cuando se tambaleó hacia un lado y luego hacia delante mientras Karen doblaba una esquina a toda velocidad. Karen imaginó que la adolescente estaba acostumbrada a las atracciones salvajes y desbocadas.

—Esto se está convirtiendo en mi forma habitual de conducir —reconoció Karen de repente. Albergaba la esperanza de que un poco de cháchara las ayudara a romper el hielo. Pero la pasajera seguía callada, absorta en sus pensamientos. Karen miraba de vez en cuando a la joven. Le pareció que Pelirroja Tres mantenía una calma sobrenatural.

El complejo del hospital estaba iluminado con las luces de seguridad, sobre todo cerca del acceso a Urgencias. Había una pequeña caseta blanca con un guardia de seguridad aburrido que vigilaba el parking de los médicos. Karen entró por allí e indicó al guarda su nombre y un código de cinco números, que él comprobó en el ordenador antes de dejarla pasar sin mediar palabra.

Karen encontró una plaza cerca del fondo, oculta a la vista.

—Entremos —dijo Karen—. Sígueme.

También sin hablar, Jordan obedeció.

Las dos mujeres recorrieron el parking. Pasaron de la penumbra a unos conos de luz tenue que procedían de unas farolas con una luz muy intensa. La luz hacía que su piel pareciera amarillenta, enfermiza. Las dos pensaron lo mismo: que aunque las hubieran seguido al comienzo, sus precauciones tenían que haber bastado para que cualquier lobo les perdiera el rastro.

Ninguna de las dos se lo acababa de creer.

De todos modos, hombro con hombro corrieron para escapar de la noche y entrar en el hospital. Había una enfermera de triage en una recepción situada en la sala de espera bien iluminada de Urgencias. Alzó la vista hacia las dos con una expresión de hartazgo en el rostro. Había una fuente de agua en un rincón y dos policías estatales con sus uniformes azul grisáceo, y tres auxiliares sanitarios con un mono azul marino que contaban chistes. Los tres hombres soltaron una carcajada junto con otras dos mujeres. Jordan dirigió una mirada a las personas que esperaban en incómodas sillas de plástico moldeado. Un anciano enterrado bajo varios abrigos. Una joven pareja de hispanos con un niño con una parka rosa sentado entre los dos y un bebé en los brazos de la mujer. Un par de chicos de edad universitaria, uno de los cuales parecía enfermo y borracho a la vez y estaba sentado de forma que parecía tambalearse, si es que eso es posible, en un rincón.

«Ningún lobo me espera —pensó—. Ni nos espera.»

Karen introdujo la mano en el gran bolso de cuero, encontró un carné y se lo enseñó a la enfermera de triage quien, a su vez, pulsó el timbre que abría la puerta automática. Karen le hizo un gesto cuando las puertas automáticas se abrieron. En el interior de las salas de tratamiento de Urgencias, esperó a que las puertas se cerraran con un sonido electrónico.

Seguida de Jordan, pasó por las salas de reconocimiento divididas por cortinas y se paró para saludar a un médico que daba la impresión que conocía, antes de traspasar otras puertas y recorrer un largo pasillo estéril que desembocaba en una cafetería.

—¿Te apetece comer algo? —preguntó—. ¿O tomar un café?

—Un café —contestó Jordan—. Con leche y azúcar.

Se sentó a una mesa de un rincón lejos de varios grupos de internos y residentes con batas blancas o verdes de quirófano mientras Karen iba a la barra y pedía dos cafés humeantes. Jordan asintió para sus adentros y pensó: «Es un buen sitio. Si apareciera el lobo, destacaría a no ser que fuera con bata.» Dedicó una media sonrisa a Karen cuando regresó a la mesa.

La joven y la mujer adulta se sentaron una frente a la otra sorbiendo el café y calladas durante unos instantes. Jordan fue la primera que rompió el silencio.

—Bueno —dijo—, supongo que eres médico.

—Medicina interna.

Jordan negó con la cabeza.

—Lástima, esperaba que fueras psiquiatra.

—¿Por qué? —preguntó Karen.

—Porque entonces a lo mejor sabrías algo sobre psicología anormal y quizá nos sirviera de ayuda —respondió Jordan.

Karen asintió. Se quedó un tanto sorprendida por la intuición que demostraba el comentario de Jordan.

—Yo soy estudiante —continuó Jordan—. Y últimamente no muy buena.

Karen asintió antes de decir:

—Pero ahora las dos somos algo más. O por lo menos es lo que parece.

—Sí —respondió la adolescente con un ataque repentino de amargura—. Ahora somos objetivos. Es como si lleváramos una diana pintada en la espalda. O quizá solo seamos víctimas próximas a la muerte. O una combinación de ambas.

Karen negó con la cabeza.

—No lo sabemos. No podemos… —se le apagó la voz. Alzó la vista hacia las duras luces del techo de la cafetería, intentando pensar en algo tranquilizador.

Y entonces paró.

Respiró hondo.

—¿Qué sabemos? —preguntó.

Jordan hizo una pausa antes de responder.

—No mucho, joder.

Le salían las palabrotas con facilidad. En circunstancias normales no habría empleado ese lenguaje con una persona mayor, eran palabras de uso común entre sus compañeros adolescentes que se evitaban con los adultos. Mostrarse tan deslenguada con Karen le proporcionaba una sensación de libertad.

—No —la corrigió Karen con suavidad—, sabemos unas cuantas cosas. Como que somos tres. Y él es uno…

—Eso no lo sabemos —la interrumpió Jordan enseguida. Tenía una sensación desasosegante en el estómago porque lo siguiente que pensó, lo que estaba a punto de decir, se le acababa de ocurrir. «Lobo solitario. ¿Cómo lo sabemos?»—. Solo sabemos que da la sensación de que hay un solo tío intentando cazarnos a las tres. Eso es porque en el cuento solo hay un lobo feroz. Pero no sabemos a ciencia cierta que no haya dos o tres tipos, como un pequeño club. Quizá sean como los Caballeros de Colón o algún club de fútbol fantasioso que se dedica a matar. Y a lo mejor están ganduleando en la sala de juegos del sótano de alguno tomando cervezas y comiendo galletas saladas, riendo y carcajeándose y pensando que esto es lo más divertido que han hecho en su vida, antes de que se pongan manos a la obra y vengan a matarnos.

Karen volvió a hacer una pausa. No se lo había planteado.

Se sentía fría por dentro. Casi gélida. Los dos mensajes del lobo la habían conducido directamente a ciertas suposiciones. Alzó la mirada hacia Jordan. Había necesitado que una niña le hiciera entender que no había nada claro.

Karen tuvo que sujetar la taza con fuerza para que no se le cayera.

—Tienes razón —reconoció lentamente—. No podemos dar nada por supuesto.

Las dos mujeres se observaron y dejaron que un pequeño silencio ocupara el espacio que las separaba. Al cabo de un momento, Jordan negó con la cabeza y esbozó una débil sonrisa.

—No —repuso—. Creo que sí. Creo que tenemos que tomar ciertas decisiones. De lo contrario, estaremos caminando solas por el bosque, igual que nos dijo que estábamos.

—De acuerdo —convino Karen pausadamente alargando cada sílaba—. ¿Qué crees que…?

—Creo que necesitamos a Pelirroja Dos —afirmó Jordan con energía—. Eso es lo primero. Tenemos que encontrarla.

—Tiene sentido.

—A no ser, claro está, que Pelirroja Dos sea el lobo —dijo Jordan.

A Karen le daba vueltas la cabeza. Aquella idea parecía imposible pero, a la vez, de una precisión sobrecogedora. No había forma de saberlo.

Vio que la adolescente se encogía de hombros.

—No deberíamos hacer conjeturas. Busquémosla y las tres podremos empezar a organizamos.

Karen asintió, aunque estaba sorprendida. Había supuesto que ella sería la que guiaría a la adolescente, no al revés, aunque no tenía ni idea de cómo guiar a nadie dadas las circunstancias.

—Bueno, cómo…

—Sé cómo encontrarla —declaró Jordan—. Yo lo haré.

Karen respiró lentamente. «Por Internet», supuso. Pero no sabía cómo exactamente. «Déjaselo a la chica —pensó—. Si hay una cosa de la que saben los jóvenes, es de ordenadores.» Bajó el brazo y subió el bolso del suelo.

—Toma —dijo. Lo abrió y sacó tres teléfonos móviles desechables—. Los he comprado esta mañana. Uno para ti y otro para Pelirroja Dos cuando la encontremos. Así, por lo menos podemos comunicarnos en privado.

Jordan sonrió.

—Buena idea.

—No soy una imbécil total —dijo Karen aunque se sentía un poco así—. Intentaré pensar en lugares seguros, como este, donde podamos reunimos si hace falta —explicó Karen. Hizo un gesto hacia la cafetería.

—Vale. También es buena idea.

—Sí —reconoció Karen—. Pero creo que mis buenas ideas acaban ahí.

—Bueno —Jordan negó con la cabeza—, he estado pensando. Y creo que es muy sencillo.

—¿Sencillo?

—Sí. Tenemos que encontrarle antes de que nos encuentre él a nosotras.

—¿Y qué hacemos…?

Karen volvió a hablar lentamente. La adolescente que tenía delante parecía alguien muy cercano, como si hiciera años que se conocían y una completa desconocida a la vez.

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