Un final perfecto (20 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

—He leído el cuento —se apresuró a decir—. El otro día por la noche fui a la biblioteca. He leído todas las versiones.

—Sí—dijo Karen, desalentada—. Pero es un cuento…

Jordan insistió, inclinándose hacia delante y hablando con rapidez, como si la velocidad de sus palabras pudiera superar el bullicio del bar. No hizo caso de la interrupción de Karen.

—Y la única versión en la que Caperucita se salva al final es la políticamente correcta y falsa que las madres cuentan a sus hijas. Una especie de versión Disney edulcorada. En la historia verdadera…

Se calló. Vio la duda en el rostro de sus compañeras.

Jordan asintió con la cabeza.

—Lo sé —dijo, aunque ninguna de las dos había abierto la boca. Supuso que sonaba joven, pero resuelta, lo cual era típico de la juventud—. Pero es nuestra única posibilidad. Cambiar la vieja historia por una nueva. El cuento en el que se nos come vivas a todas tiene que convertirse en el que nos salvan.

—Suena bien —dijo Sarah. Una amargura que ella no quería ni consideraba útil asomaba a su voz—. Estoy segura de que hay algún leñador fuerte presto a rescatarnos con el hacha herrumbrosa…

Jordan alzó la mano. «Por lo menos Pelirroja Dos se sabe el cuento», pensó.

—Tenemos que salvarnos a nosotras mismas —declaró con amargura—. Es nuestra única posibilidad.

Karen intervino.

—De acuerdo —dijo—. Pero ¿cómo lo hacemos?

—No lo sé exactamente —reconoció Jordan—. Pero me parece que no nos va a reportar ningún beneficio que nos quedemos de brazos cruzados esperando que el Lobo nos mate. Me refiero a que si él es capaz de acecharnos, ¿por qué no podemos acecharle nosotras a él?

—Buena idea, pero ¿cómo?

Jordan no tenía ni idea de cómo responder a esa pregunta pero Karen sí.

—Igual que hemos empezado con esto. Descubrimos qué nos une. Tenemos algo en común. Más allá de lo obvio. —Se pasó la mano por el pelo—. Empezamos por ahí. Y cuando lo hayamos averiguado, pues…

No supo qué añadir de inmediato. Dejó que el ruido de fondo del bar las rodeara.

—Necesitamos un plan —dijo, al final.

Jordan asintió.

Karen notó cierto respaldo.

—Cada una de nosotras tiene que hacer algo. Lo que mejor se nos dé, sea lo que sea. Entonces lo compartimos y por lo menos lo habremos intentado.

Las tres sabían lo endeble que era aquella última palabra pero ninguna lo reconoció en voz alta.

—Hay otra cosa —dijo Karen con una voz que iba tomando impulso—. Comportaos con normalidad…

—¡Normalidad! —interrumpió Sarah—. Quiero decir ¿cómo coño…?

No acabó la pregunta.

—Lo que quiero decir es que nadie haga nada que se salga de la rutina diaria. Haced lo que hagáis normalmente a la hora de siempre. No dejéis que el Lobo aprecie ninguna diferencia.

—No lo pillo —dijo Sarah.

Karen cerró los ojos durante unos instantes. Le costaba creerse lo que estaba a punto de decir.

—En algún momento —dijo poco a poco— tendremos que atraerle, lo bastante cerca para que veamos quién es.

Estuvo a punto de soltar un grito ahogado. Aquella idea le resultaba aterradora. Colocó las manos bajo la mesa porque temía que le empezaran a temblar.

Jordan, sin embargo, sonrió.

—Qué dientes tan grandes tienes, abuelita—dijo—. Tiene sentido.

Las tres pelirrojas se quedaron calladas un momento. Cada una de ellas se sumió en emociones distintas. Cada una pensó que era imposible entender a las demás lo suficiente para huir de la guarida del lobo.

—¿Cuánto tiempo crees que tenemos? —preguntó Sarah.

Aquella pregunta les llegó a lo más hondo. «Un día, una semana, un mes, un año.» No había forma de saberlo.

Las tres mujeres intercambiaron una mirada. Una médica con una vida secreta como humorista en un mundo en que ya nada tenía gracia, una viuda sumida en un dolor insalvable, una adolescente atrapada por las circunstancias y el fracaso. Ninguna de ellas veía qué compartían, pero todas sabían que tenían que averiguarlo lo antes posible.

—Yo no quiero morir —dijo Sarah de repente. Las palabras la sorprendieron porque hasta ese preciso instante había pensado que eso era precisamente lo único que deseaba.

18

En lo que al Lobo le pareció un golpe fortuito de buena suerte, al día siguiente recibió un mensaje de correo electrónico conjunto de la sección de Nueva Inglaterra de la Asociación Americana de Escritores de Novela Negra, anunciando un seminario especial con el mejor analista forense de la policía estatal de Massachusetts. Aunque se había inscrito en la organización poco después de la publicación de su primer libro hacía años, y había seguido pagando la cuota anual religiosamente, nunca había asistido a ninguna conferencia de las que montaba la organización. Estaban pensadas para ayudar a los socios en los asuntos peliagudos que surgían en sus narrativas. Como era de esperar, había considerado que estaba por encima de estas sesiones de «instrucciones» y prefería documentarse él solo. La policía local siempre resultaba de gran ayuda, al igual que muchos abogados criminalistas con experiencia real en la recogida de pruebas y en encontrar lagunas en cualquier caso bien construido. Siempre se mostraban dispuestos a hablar con un escritor. A veces se preguntaba si estaban igual de dispuestos a hablar con un verdadero asesino.

Pero aquel mensaje de correo electrónico parecía encajar con sus necesidades actuales y se reservó un tiempo para el seminario, pagó la cuota de cincuenta dólares con una tarjeta de crédito y buscó las indicaciones para llegar a la sala de convenciones del hotel donde se desarrollaría la jornada. Tardaría dos horas en coche hasta las afueras de Boston, pero imaginó que el viaje valdría la pena. Al Lobo le gustaba pensar que estaba constantemente al acecho de información. Consideraba que los pequeños detalles sobre crímenes daban vida a sus escritos. En ese sentido, se equiparaba al resto de los escritores de novela negra.

La idea de formar parte de un grupo le divirtió.

«Porque no soy como ninguno de esos que se esfuerza por encontrar un buen agente y conseguir el contrato para un libro y quizá la opción para una película para el detective de sus series.»

Le entraron ganas de soltar una carcajada pero se contuvo.

Iba a ser una sesión de tarde, lo cual no era de su agrado. Ya no le gustaba conducir de noche. Seguía teniendo buena vista, pero la oscuridad temprana del invierno parecía enlentecer sus reacciones y tornarle inseguro al volante. Odiaba aquella sensación de vulnerabilidad o mortalidad porque le recordaba que estaba envejeciendo. A su vez, eso hacía que se sintiera más energizado cuando pensaba en las tres pelirrojas.

«Matar —escribió— saca la juventud interior.»

¿Recuerdas cómo fue tu primer beso? ¿La primera vez que tocaste un pecho femenino? ¿La primera vez que acariciaste el filo de una navaja con el pulgar y te salió un poco de sangre? ¿Recuerdas el sabor? ¿O la primera vez que levantaste un revólver cargado y colocaste el índice en el gatillo, sabiendo que todo el poder del mundo quedaría liberado a la menor presión?

«Perfección», pensó.

Estas son las pasiones que necesitan restituirse y renovarse continuamente.

A regañadientes, el Lobo dejó de lado sus cavilaciones sobre el asesinato y se dedicó a anotar preguntas para el ponente del seminario e intentó anticipar las respuestas del experto. Se lo planteaba como si fuera un buen estudiante de posgrado que se preparaba para un examen oral. Sería el paso final antes de que le concedieran el doctorado. La idea le hizo sonreír. «Estudios Superiores en Asesinatos», imaginó. De todos modos, consideraba que era necesario prepararse para el seminario. Quería ser capaz de demostrar que comprendía lo suficiente para asimilar los conocimientos del experto. Era como llamar a la puerta de un club elitista y solicitar la admisión.

Añadió otra nota al capítulo en el que estaba trabajando.

Para ser un asesino realmente exitoso hay que tener siempre ganas de aprender. Demasiados reclusos del corredor de la muerte miran entre los barrotes de hierro esperando esa última palabra del alcaide y se preguntan cuándo se fue todo al garete. «Lo siento. Todos los recursos han sido desestimados. ¿Quieres un sacerdote? ¿Y pollo o ternera para la última comida?» Si uno no se informa sobre la muerte, la muerte le informará por su cuenta. Y nadie quiere recibir esa lección.

Pensó que aquello debía de resultar obvio para todos los lectores, pero merecía ser expuesto con una prosa clara y concisa de todos modos.

A veces, se dijo, hay que ser muy explícito. Pornográficamente claro. Con las palabras y con los homicidios.

Jordan contó para sus adentros. Un paso. Dos. Veinte, veinticinco y treinta. Se inclinó hacia el patio abierto, midiendo cuidadosamente, haciendo caso omiso de los demás alumnos que caminaban hacia las clases de última hora de la tarde.

Llevaba una pequeña videocámara en la mano.

Le había pedido prestado el aparato a una de sus compañeras de residencia, una chica un poco más joven y que parecía un poco menos empeñada en mofarse de ella despiadadamente o en esforzarse al máximo por evitarla. No es que Jordan la considerara una amiga pero al menos era una persona que le había prestado la cámara a regañadientes para un rato. Jordan supuso que la utilizaba sobre todo para diversiones poco éticas: tal vez grabar a otras chicas enrollándose con los chicos del equipo de fútbol americano o bebiendo como cosacos en las fiestas más salvajes de la escuela. De todos modos, a Jordan no le importaba para qué la usaba. Ella solo tenía una necesidad.

Siguió desplazándose por el campus, alzando la cámara periódicamente y mirando por el objetivo.

Cuando la distancia le parecía la correcta, se paraba y miraba por el visor.

Jordan dio un vistazo rápido a su alrededor.

—Aquí es donde estabas —susurró. Levantó la mano a medias para señalar como si hubiera alguien a su lado.

Jordan había repetido la primera toma que el Lobo le había hecho en el vídeo de YouTube. La distancia era aproximadamente la misma. El ángulo era casi idéntico. Había hecho todo lo posible para calibrar la luz y reproducir el mismo momento del día.

Se había parado a pocos metros de un pequeño espacio situado entre el laboratorio de ciencias y una residencia masculina. Era un callejón sin salida, de no más de tres metros, que quedaba bloqueado por una pared de hormigón al fondo que conectaba los dos edificios sin motivo aparente. En ese extremo había varios contenedores de basura y la pared estaba llena de obscenidades pintarrajeadas y dibujos vagamente pornográficos, números de teléfono y protestas de amor eterno o promesas de sexo oral. No difería demasiado del típico lavabo de una estación de autobuses.

Ambos edificios eran del típico ladrillo visto de las escuelas y universidades, y estaban cubiertos de hiedra aunque el frío hubiera despojado las ramas de hojas. El espacio se asemejaba a una cueva. A Jordan le pareció que era un mal sitio para los contenedores de basura, pero apropiado para esconderse unos momentos y grabar un vídeo a hurtadillas.

Se imaginó el aspecto que habría presentado el reducido espacio cuando se hizo la toma de ella desapareciendo en el interior de la residencia. «Tuvo que ser a finales de la primavera pasada. Había mucho verde —pensó—. Y las sombras de la tarde habrían hecho que este sitio estuviera incluso más oscuro, mientras los últimos rayos de sol que se reflejaban en el patio habrían permitido verme con claridad.»

Se mordió el labio inferior. Era un buen sitio para grabaciones de vídeo secretas.

Jordan retrocedió ligeramente y miró primero a derecha y luego a izquierda. «Nadie podía ver lo que hacías a no ser que pasaran caminando justo por delante por casualidad y te miraran directamente.»

Era como si mantuviera una conversación con el Lobo en su fuero interno, como si quisiera que él oyera cuánto había averiguado sobre él. Contempló el lugar donde creía que él había estado. Quería susurrar algo desafiante, pero no se le ocurrió nada. Se lo imaginó: una oscura silueta masculina que parecía mitad animal, casi de tebeo, que bajaba la cámara y tenía una amplia sonrisa lobuna en el rostro, enseñando los dientes. Volvió a recorrer las zonas adyacentes con la mirada. «Mucho sitio para aparcar en la calle lateral a apenas veinte metros de distancia. Unos cuantos pasos rápidos y ya estarías fuera. Nadie sabría qué has estado haciendo. O sea que debiste de sentirte más que seguro.»

Jordan se esforzó por reconstruir todos los elementos de la filmación en su cabeza.

«No es posible que te pasaras horas aquí esperando, con la confianza de que acabaría pasando por delante y así podrías grabarme. Eso resultaría demasiado sospechoso. Alguien podría verte y llamar a los guardas de seguridad. No se permite que la gente vague por la escuela. O sea que no ibas a asumir ese riesgo. Cualquier lobo listo sabría ser mucho más cauto, ¿verdad?»

Le dolía la garganta y tenía la boca seca.

«Seguro que sabías cuándo iba a pasar. Quizá no exactamente pero sí la hora aproximada. Tenías que saber algo de mis horarios. O sea que el lobo listo sabe exactamente cuándo espiarme con toda seguridad.»

Aquella observación la llevó a algo más.

«Debes de saber lo mismo de Pelirroja Uno y Pelirroja Dos.»

Se acercó la cámara al ojo pero no pulsó el botón de grabar. Ya había visto todo lo que quería.

Jordan notó una oleada de calor, aunque el aire estuviera fresco. «Esta es la primera lucha —se dijo—. Que no cunda el pánico. Estuvo justo aquí, justo donde estás ahora. ¿Qué más me indica esto?»

Había una respuesta que ya sabía y se la recordó diciéndola en voz alta:

—Nos ha estado observando a todas durante varios meses.

Se dio cuenta de que el vídeo era la culminación de muchas horas. No era una filmación fortuita y espontánea.

Aquello le parecía totalmente injusto. Era como un examen sorpresa en un aula sobre un material que no había pensado en estudiar. Solo que fallar aquí suponía mucho más que una mala nota.

Alargó el brazo y recorrió indolentemente con los dedos el ladrillo picado del edificio de Ciencias, como si las piedras viejas pudieran decirle algo más.

Jordan tuvo la sensación de que el tacto le proporcionaría alguna respuesta, pero parecía esquivarla en la penumbra del atardecer. Dividida, pues una parte de ella quería huir y otra le decía que siguiera mirando porque quizás hubiera otras respuestas por encontrar cerca de los contenedores, giraba sobre sus talones. Durante unos instantes miró fijamente la pared de cemento gris que había detrás de los contenedores y recorrió con la mirada todos los mensajes descoloridos y con faltas de ortografía. Se acercó un par de pasos para leer.

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