Un final perfecto (22 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

La recibieron con algunos aplausos e hizo una reverencia exagerada.

—¿Sabéis lo que de verdad me preocupa? —dijo, modulando la voz para dar energía a sus palabras—. Cuando extiendo una receta y digo «tómese dos de estas al día» y los pacientes enseguida lo duplican todo… porque si con dos van a sentirse mejor, pues con cuatro seguro que se sentirán cojonudos…

Hizo una pausa y miró más allá de los focos a las personas que no veía pero que sabía que estaban allí, y sonrió.

—Por supuesto, ninguno de los presentes ha hecho una cosa así.

Una oleada de risas acomplejadas fluyó hacia ella.

—Vamos a ver, ¿es que todo el mundo quiere ser drogadicto?

Este pequeño insulto recibió una respuesta un poco más efusiva. Oyó unos cuantos «Sí, ¿por qué no?», y exclamaciones tipo «¡Ni hablar!» de entre el público.

—Por supuesto esto me recuerda a un drogadicto que conocí… —continuó.

Tocar de refilón el tema de las drogas y fingir estar un poco aturdida acerca de las necesidades de los pacientes formaba parte integral de su número. Cuando no estaba muy segura de su sentido del humor, se burlaba de las cosas que menos graciosas eran. Aquello nunca fallaba y se metía al público en el bolsillo. Recordaba a un viejo cómico que se la había llevado a un lado hacía años cuando había empezado a probar algunos de sus números y le había dicho:

—¿Sabes lo que no tiene gracia? Un tío con muletas y la pierna enyesada. ¿Sabes lo que es para troncharse? Un tío con muletas y la pierna enyesada que resbala en el hielo y se pega un ostión. Con eso la gente se ríe seguro. A todo el mundo le encantan las desgracias ajenas. Tenlo presente siempre que estés en el escenario.

Y así hizo. Sus números se burlaban de los ataques al corazón, del cáncer y del virus del Ébola. La mayoría de las veces funcionaban.

—Viene un tío y me dice: «Doctora, ¿qué tiene de malo tomar drogas?» Y yo le respondo: «Vale, pero ¿tranquilizantes para el perro?» Y él me mira sonriente y dice: «Yo y mi perro nos parecemos bastante.»

Karen hizo una pausa.

—Sí y le digo: «Sigue esnifan do esa cosa y acabarás meneando la cola mucho menos…» —Cuando pronunció la palabra «cola», se sujetó la entrepierna como si imitara a un hombre masturbándose.

Se oyeron unas carcajadas y unos cuantos aplausos. Aquella respuesta bastaba para que Karen se relajara tras los focos y sintiera que se había ganado lo bastante al público como para pensar que podía acabar con un chiste subido de tono. Tomó nota mentalmente de utilizar ese chiste. Un doble sentido: una nota subida de tono. En parte, lo que le gustaba de actuar era que cuando estaba en el escenario delante del público situaba los pensamientos en distintos compartimentos, como si su cerebro fuera el escritorio de un viejo boticario con cien cajones distintos.

Retomó el chiste del drogadicto imaginario.

—Y le digo: «¿Sabes? A lo mejor empiezas a levantar la pata en momentos poco adecuados…»

Otra ronda de carcajadas en la sala. Parte del humor consistía en hacer que el público «viera» a un hombre que iba convirtiéndose en perro.

—Pero por supuesto, me contesta: «Bueno, a lo mejor también podré oler mejor a las perras.»

Sabía que aquella línea hacía aplaudir a los hombres. Así fue.

Karen se había animado, de repente se sentía segura, había enviado el mensaje de teléfono que la había seguido hasta el escenario a algún lugar distante y casi olvidado, y se permitió que los aplausos la rodearan durante unos instantes. Era como recibir caricias, pensó.

Entonces un silbido solitario se alzó por encima del ruido.

Era un sonido alto y penetrante.

No le resultaba desconocido. Lo había oído en otros espectáculos y no le había hecho ni caso o había bromeado al respecto.

Pero esta vez el silbido aumentó de intensidad y de repente bajó, la dejó petrificada porque lo identificó.

Un silbido como de lobo.

Se balanceó de un pie a otro y dio un trago largo a la botella de agua. Se le había acabado la imaginación, sabía que tenía que encontrar un chiste pero de repente se sentía imposibilitada.

«A todas las mujeres las han piropeado con un silbido. No es más que una forma habitual en los hombres de expresar la atracción que sienten. No es nada nuevo.»

Nunca se le había ocurrido pensar que era un silbido tipo lobo. Ahora sí.

Intentó recobrar la compostura.

«No es nada extraordinario.»

Una parte de ella gritó en su interior: «¡Mentirosa!»

Karen intentaba seguir el hilo de su sentido del humor.

—Por supuesto —dijo—, las empresas farmacéuticas dedican todo su tiempo y dinero a investigar sobre los problemas equivocados. Me refiero a que quieren curar el herpes y el resfriado común. Pero ¿qué me decís de un fármaco que ayude a las mujeres a aparcar bien?

Se oyeron las risas procedentes de la oscuridad.

—O quizás un fármaco que cure a los hombres de la adicción al fútbol. Señoras, podríamos aplicarlo a las patatas fritas con kétchup y mayonesa, y para cuando nos diéramos cuenta ya no darían más partidos por la tele y las cadenas se dedicarían a emitir la última adaptación de
Orgullo y prejuicio…

Más carcajadas y risas.

Karen empezó a relajarse de nuevo al pensar que el silbido no había procedido de ningún lobo cuando lo oyó por segunda vez, mezclado con el regocijo general.

«Lo es, no lo es», pensó, intentando de nuevo identificar el sonido. Alzó la mano para protegerse los ojos, para tratar de ver al público más allá de los focos. Pero no era más que una caverna oscura, llena de siluetas imprecisas.

De repente pensó: «La llamada de Pelirroja Dos. Era una advertencia. Está aquí. Está justo después de los focos cegadores. Casi lo tengo al alcance de la mano.

»Él puede tocarme.»

Karen luchó contra el pánico que la embargaba. Se esforzó para mantenerse centrada y seguir soltando chistes. Por dentro se decía: «Suelta un chiste. Di "alguien debe de estar enamorándose…" o alguna tontería por el estilo. Convierte ese silbido en algo normal y benévolo.»

No era capaz de hacerlo. La muerte inundaba su imaginación.

«¿Está pasando? ¿Ahora mismo? ¿Va a matarme delante de toda esta gente?»

Le temblaban las manos. Dio otro sorbo a la botella de agua pero estaba vacía.

Estaba en el escenario. No tenía dónde esconderse. Los focos seguían todos sus movimientos.

Quería decir algo que le permitiera escabullirse de la tarima con gracia. Algo así como «bueno, tengo que volver a Urgencias». Entonces se le ocurrió que quizás aquello desencadenara la acción del Lobo. Si intentaba huir, ¿la dispararía justo entonces? ¿Saltaría al escenario como una especie de John Wilkes Booth desquiciado blandiendo un cuchillo o un arma?

Cerró los ojos. Se sentía atrapada entre miedos irracionales. Por un lado el temor de humillarse delante del público y por otro el miedo al Lobo.

Tragó saliva. Se preguntó si estaba ante los últimos segundos de vida.

—Bueno —dijo al público con una sonrisa forzada—, esto es todo por hoy. Tomad dos aspirinas y llamadme por la mañana.

Los aplausos ocultarían el disparo. Igual que la sala a oscuras. Habría confusión y pánico. Alguien gritaría: «¡Llamad a un médico!», pero por supuesto ella era la única doctora del club y moriría en el escenario. Y en toda aquella maraña de ironía, muerte y sorpresa, el Lobo desaparecería. Lo sabía, aunque no tuviera sentido. Sabía que ya había urdido sus planes de huida y que iría rápidamente a por Pelirroja Dos o Tres.

A no ser que ya las hubiera matado.

«Quizás eso fuera la llamada —pensó Karen—. Era de Sarah y luego el nuevo mensaje, pero a lo mejor era "Estoy muerta".»

De repente Karen veía dos cadáveres. Pelirroja Dos y Pelirroja Tres, deformes, ensangrentadas, despedazadas. Era casi como si tuviera que pasar por encima de ellas para dejar el escenario.

Se tambaleó hacia el telón. Sabía que tenía que despedirse del público, que seguía aplaudiendo, pero le resultaba imposible volverse. A cada paso que daba se imaginaba que era el último. Le fallaban las piernas. Esperaba oír el sonido de un disparo detrás de ella y sabía que sería el último sonido que oiría.

Cuando llegó al telón y dejó que corriera detrás de ella le pareció que en su vida había recorrido una distancia tan grande.

Durante un instante dio bocanadas al aire enrarecido que había entre bastidores. Quería encogerse y acurrucarse en algún rincón oscuro. Entonces, casi con la misma rapidez, se dijo: «¡Tienes que ir a mirar!»

Lanzó las gafas de mentira y el estetoscopio hacia el bolso, se despojó de la bata blanca y pasó corriendo junto al sorprendido director de escena, el igualmente asombrado propietario y un hombre vestido con estilo juvenil con una americana de
tweed
y pantalones caqui que en aquella ocasión iba a salir después de ella al escenario. Corrió hacia la puerta lateral del club, la que daba a las mesas. Tenía un cartel que rezaba: SI SE ABRE, SONARÁ LA ALARMA, pero aquel sistema de seguridad estaba desconectado.

Karen irrumpió por la puerta.

Se habían encendido unas pocas luces del club, las suficientes para que pudiera examinar los rostros del público.

No sabía qué buscaba. «¿Un hombre solo? ¿Los colmillos del Lobo? ¿Mirar un grupo de personas y distinguir al asesino de entre ellos?»

Lo que vio no tenía nada de extraordinario. Más hamburguesas y botellas de cerveza que se servían. Mesas llenas de parejas. Lo que oía era muchas risas y las voces que se elevaban alegremente.

Miró a derecha e izquierda.

Le entraron ganas de gritar: «¿Dónde estás?»

—Eh, doctora, ¿estás bien?

Se sobresaltó.

La pregunta procedía del dueño del club.

Karen respiró lentamente.

—Sí, sí —contestó.

—Es que parece que has visto un fantasma.

«A lo mejor es eso —pensó—. O a lo mejor lo acabo de oír.»

—No, estoy bien —dijo—. Es que me ha parecido reconocer a alguien.

—A alguien que no tienes ganas de ver, parece —dijo el dueño—. Si quieres, le diré a Sam que te acompañe al coche cuando acabe el siguiente tío.

Sam era el camarero fornido y director de escena. Lo que daba a entender era la presencia de un amante desdeñado o un ex marido rencoroso.

—Buena idea —dijo. No añadió más explicaciones.

—Vale. ¿Te apetece una copa para templar los nervios? Y, oye, tu número ha ido muy bien esta noche. A la gente parece que le ha gustado un montón. —El propietario hizo un gesto hacia una camarera.

—Gracias —respondió Karen.

La camarera se acercó.

—Un whisky —dijo Karen—. Solo. Y que sea doble, con un poco de cerveza para después.

—Invita la casa—dijo el propietario mientras guiaba a Karen hacia bastidores.

Karen tardó unos minutos en estar sola. El director de escena estaba junto al telón, el dueño, de vuelta en la tarima presentando al siguiente cómico y el universitario, preparado para salir. La camarera vino a traerle las bebidas antes de marcharse con el movimiento rápido de alguien consciente de que las propinas están en otro lado.

Karen se tragó el whisky de un trago y notó cómo le ardía la garganta. Durante unos instantes se sintió mareada y se balanceó adelante y atrás como si ya estuviera borracha. Necesitó un subidón de energía y el mantra interno de «ahora estoy a salvo, ahora estoy a salvo» antes de ser capaz de sacar el móvil del bolso. Observó la pantalla durante unos segundos. Detrás de ella oía al universitario contando chistes procaces y al público tronchándose de la risa.

«Es bueno —pensó—. Mejor que yo.»

Pulsó unas cuantas teclas del móvil y se lo acercó al oído.

Las palabras caían y daban saltos, patinaban, se golpeaban y gritaban.

Karen entendió «tumba» y «huellas de garras», pero eso fue todo.

Aparte de la histeria. Sollozos, gemidos, pánico y temor desbocado. Aquello lo captaba con claridad.

20

Al comienzo Sarah buscó entre la multitud con la esperanza de ver a Karen, pero casi tan rápido como empezó, paró, porque le vino la descabellada idea a la cabeza de que si ella veía a Pelirroja Uno, entonces el Lobo también, como si él estuviera sentado a su lado y se limitara a seguir su mirada y saber que estaban en las gradas y así conseguir matarlas a la vez delante de todo el mundo. Así pues, bajó la mirada al suelo e intentó evitar mirar a Pelirroja Tres demasiado rato. Escogió a una jugadora del equipo contrario, captó su nombre de los programas mimeografiados que había esparcidos por las gradas descubiertas e intentó comportarse como si tuviera alguna relación con una adolescente pandillera a la que nunca había visto.

De nuevo se había preparado a conciencia para aparecer en público. Pero esta vez había realizado cambios significativos.

Había encontrado una peluca de pelo negro azabache de un disfraz de Halloween para una fiesta de su época feliz en la que se había disfrazado del personaje de Uma Thurman en
Pulp Fiction
y su marido se había puesto un traje negro y una corbata estrecha como John Travolta en el personaje de Vincent, el asesino a sueldo. Recordó lo mucho que se habían divertido cuando habían salido a la pista de baile y habían imitado los movimientos lentos, exagerados y sensuales que la pareja cinematográfica había realizado para cautivar al público. Se había encasquetado una de las gorras de béisbol gastadas de su difunto esposo encima de la peluca para que no se le moviera.

Rebuscó por los armarios hasta encontrar algún resto de ropa premamá guardado en una vieja caja de cartón, y con un cojín que se había ceñido al abdomen con cinta de embalar, había adoptado el aspecto de una embarazada de cinco meses. Completaba el disfraz con unas gafas de sol oscuras y un viejo abrigo marrón pasado de moda, que le quedaba grande y que hacía años que no se ponía. Le pareció que se parecía tan poco a ella misma como era posible en tan poco tiempo.

A Sarah no le parecía especialmente bueno como disfraz. No tenía ni idea de si el Lobo sería capaz de reconocerla, sobre todo entre la multitud, pero supuso que sí independientemente de cómo se vistiera o cómo cambiara de aspecto. «Me olerá», pensó. Atribuía unos increíbles poderes de detección al Lobo. Suponía que la habría visto salir de casa, aunque hubiera salido por la puerta trasera, se había deslizado por el lateral, se había encorvado como un soldado que esquiva el fuego enemigo para ocultar el embarazo y se había metido en el coche. Incluso llevaba el sobretodo en una bolsa de basura, para que el estilo y el color quedaran ocultos hasta que se lo pusiera al llegar al partido. No había visto ningún coche sospechoso subiendo o bajando por la calle cuando salió disparada haciendo chirriar los neumáticos. Había tomado las precauciones necesarias para evitar que la siguieran.

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