Un final perfecto (24 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

Karen asintió.

—Bueno, no sé si se puede, pero podemos intentarlo. ¿Qué otra opción nos queda?

Jordan movió los brazos y señaló las paredes del vestuario. Durante el rato que llevaban hablando, el resto del equipo había salido de las duchas, se habían vestido y marchado, de modo que ahora estaban solas entre las hileras de taquillas de acero gris mientras el calor de las duchas había empezado a disiparse en el aire húmedo que las rodeaba.

—¿Qué? —preguntó Sarah.

—¿Habías estado antes en mi escuela? —preguntó Jordan.

—No.

—¿Y tú, Karen?

—No.

Jordan continuó.

—Bueno, yo nunca he estado en la escuela donde eras maestra, Sarah. Y mi médico no está en tu edificio, Karen. Hace que todo parezca completamente al azar, ¿verdad? Como si el Lobo hubiera elegido a tres pelirrojas de forma totalmente arbitraria y urdido sus planes. Mirad, si es el caso, pues entonces estamos jodidas. Lo único que podemos hacer es comprar más pistolas y esperar. Pero es una idea descabellada.

—Pero quizá no sea fortuito.

Iba a continuar pero de repente no supo qué decir.

Karen, sin embargo, parecía atrapada en algún pensamiento. Sarah empezó a balancearse adelante y atrás otra vez.

Las tres mujeres se quedaron calladas. Oían una ducha que alguna jugadora no había cerrado del todo y que goteaba en la sala contigua.

—Somos un triángulo —dijo Jordan—. Si encontramos las patas correctas, veremos la relación.

—Sí, ¿y? —preguntó Karen de repente.

—Creo que solo hay una respuesta —dijo Jordan.

—Pensaba que no teníamos respuestas —intervino Sarah con aire sombrío.

—Creo que hemos estado tomando el camino equivocado —dijo Jordan—. Es el error que cometen todos aquellos a los que acechan.

—¿Y qué es? —preguntó Karen, aunque ya sabía lo que la joven iba a proponer.

—Tenemos que hacer que se nos acerque más. Tan cerca que veamos quién es. «Qué ojos tan grandes tienes, abuelita… Qué orejas tan grandes tienes, abuelita… Qué dientes…»

Jordan abrió el puño de golpe.

—Así es como se salva Caperucita Roja…

—Sí, en la versión aséptica —masculló Sarah.

Jordan no le hizo caso.

—Sabemos que el Lobo nos quiere pillar. Tenemos que conseguir que nos quiera tanto que se precipite y meta la pata.

Jordan volvió a mirar a las dos mujeres. Pensó que eran maduras, sensatas, inteligentes y con talento, todo lo que ella esperaba ser algún día. Si es que iba a llegar a «algún día».

—Si fuéramos a la caza de un lobo, ¿qué haríamos?

—Acercarnos lo suficiente para verlo —dijo Karen.

—Cierto, ¿y luego qué? —preguntó Jordan. Le parecía de lo más curioso. Ella se comportaba como la profesora y las otras dos respondían como estudiantes.

Ni Karen ni Sarah respondieron, así que contestó a su propia pregunta con una única palabra.

—Emboscada.

Sarah se estremeció y luego se encogió de hombros. «¿Por qué no? —pensó para sus adentros—. Yo ya estoy medio muerta.»

No sabía por qué pero soltó una carcajada estridente y forzada, como si ella sola hubiera oído un chiste un tanto fuera de tono que resultara gracioso y ofensivo a la vez. Se levantó y se quitó el cojín de falsa embarazada y tiró toda la cinta de embalaje que había utilizado para fijárselo al vientre en una papelera cercana. Acto seguido, se quitó los alfileres con los que se sujetaba la peluca y sacudió el pelo para soltárselo. Parecía la lava que corre por el lateral de un volcán en activo.

Más o menos en el mismo momento el Lobo se encontraba al lado de su coche, contemplando una rueda que estaba prácticamente deshinchada. Estaba justo fuera de su casa, cargado con el maletín con la grabadora y la libreta y todas las preguntas que se le habían ocurrido para la sesión con el experto forense de la Asociación Americana de Escritores de Novela Negra. La luz del atardecer se iba apagando a su alrededor y lo primero que le vino a la cabeza fue que se perdería la charla por culpa de un poco de mala suerte, aunque no fuera tan raro. Le dio una patada a la rueda, enfadado. Se agachó y buscó el clavo que había causado el pinchazo y que había pisado pero no lo veía. Era igual de probable que se hubiera dado un golpe contra uno de los baches tan habituales en las calles de Nueva Inglaterra, que hubiera torcido la llanta del neumático y que aquello fuera la causa del problema. Sabía que tenía que llamar a la grúa, hacer que le cambiaran el neumático, perder tiempo al día siguiente arreglando los daños y todo aquello le apartaría de lo que realmente tenía ganas de hacer, que era seguir cercando a las tres Pelirrojas.

Se volvió para entrar en casa y vio a la señora de Lobo Feroz de pie en el umbral.

—¿Qué pasa, cariño? —preguntó.

—Rueda pinchada. Tendré que llamar al taller y…

Ella sonrió y le interrumpió.

—Coge mi coche. Llamaré al seguro y esperaré a la grúa. Vendrán enseguida. No me importa lo más mínimo y así puedes ir a la reunión de documentación.

—¿Seguro que no te importa? —preguntó el Lobo Feroz, alegrándose considerablemente por la oferta—. Es una putada, lo sé…

—Ni lo más mínimo. De todos modos iba a ponerme a ver la tele mientras tú no estás. No me cuesta nada esperar al de la grúa mientras tanto.

Le tendió las llaves de su coche.

—Cuida de mi niño —dijo, en broma—. Ya sabes que no le gusta correr mucho por la autopista.

El Lobo Feroz consultó la hora. Seguía teniendo tiempo de sobras.

—Vale, cariño —dijo alegremente—. Gracias. Llegaré tarde. Deja una luz encendida dentro y no te despertaré cuando llegue.

—Puedes despertarme. No pasa nada —dijo ella.

Se trataba de una conversación de lo más rutinaria y habitual, como la que mantenían un millón de parejas cada día con pequeñas variaciones. Era síntoma de normalidad.

—Toma —añadió el Lobo Feroz—. Toma las llaves de mi coche por si el de la grúa tiene que ponerlo en marcha.

Se las tendió a su mujer sin pensar y se situó al volante del coche de ella. Le dedicó un saludo desenfadado al salir por el camino de entrada.

21

La señora de Lobo Feroz contempló cómo se alejaba su coche por la humilde bocacalle de la periferia. En la esquina, antes de que desapareciese en la noche, se vio el destello de las luces de freno rojas. Un instante antes de que el vehículo se perdiese de vista, levantó la mano y le dijo adiós con un pequeño gesto de la mano, aunque sabía que su marido no miraba hacia atrás en su dirección. Estaba contenta de verlo marchar y todavía más contenta de haber ayudado a que se pudiese ir. Con un suspiro, entró en la casa, fue directamente a la cocina y diligentemente llamó al seguro como había prometido. El operador le dijo que la grúa para cambiar la rueda pinchada tardaría entre treinta y cuarenta y cinco minutos. Colgó el teléfono. En el salón, el televisor estaba encendido. Oía las risas enlatadas y las voces familiares de la serie televisiva que salían de la caja. Dejó las llaves del coche en la encimera de la cocina y, cuando estaba a punto de reunirse con los personajes que trabajaban arduamente en Dunder Mifflin o con los que estudiaban la teoría del Big Bang, se detuvo en seco. Se giró y miró la encimera.

Llave del coche.

Llave electrónica con luz roja de alarma.

Llave de casa sujeta a una anilla. La reconoció.

A su lado una tercera llave.

La llave del estudio de su marido.

La miró fijamente. Se dio cuenta de que nunca antes, ni tan solo una vez, la había tenido en la mano. De hecho, ni siquiera recordaba haberla visto, excepto en esos breves instantes en que su marido estaba de pie delante de su despacho. No había ninguna otra puerta con llave en toda la casa. Que ella supiera, era la única llave que abría esa puerta en concreto. Quizá tuviese una llave extra escondida en algún cajón o pegada con cinta adhesiva detrás de un espejo, pero nunca la había visto y no tenía ni idea de dónde la podría haber escondido y jamás se había propuesto buscar el escondrijo, pese a su constante curiosidad por saber qué sucedía exactamente en el despacho cuando él trabajaba. Levantó la vista de la llave, mirando a uno y otro lado como siguiendo la trayectoria de la pelota durante un partido de tenis. La llave no tenía nada de especial. Era una pieza de metal plateado que encajaba en la cerradura que su marido había instalado una semana después de la boda.

«El lugar donde escribo tiene que ser privado», le había dicho.

Se lo había manifestado quince años antes de una forma desenfadada y pragmática que parecía totalmente razonable. Que necesitase completo aislamiento para inventar argumentos, escenas y personajes no le había parecido nada fuera de lo común, sobre todo durante las primeras semanas de matrimonio, rebosantes de felicidad.

Lo recordaba arrodillado al lado de la puerta, con la taladradora y el material de ferretería a su lado en el suelo, un manitas de los secretos. No le había preocupado lo más mínimo. «Todos necesitamos tener secretos», pensó, recordando aquellos emocionantes primeros días.

Salvo que en ese preciso momento, mientras miraba la llave del despacho, no recordaba ningún secreto que ella le hubiese ocultado a él. Entonces se dijo que debía dejar de ser tan tonta. «Claro que tienes secretos —insistió para sí—. Como cuando te pusiste tan enferma que creíste que ibas a morir y no le dijiste lo asustada que estabas y el dolor que sufrías. Eso eran secretos.»

Pero ella sabía que él siempre había y conocía la verdad.

Sin embargo, la duda la embargó. «¿Comprendía realmente la verdad?

»Por supuesto que sí —repuso muy seriamente a la parte que dudaba—. ¿Recuerdas lo atento que era? ¿Recuerdas cómo se preocupaba? ¿Recuerdas las flores que te llevaba al hospital y cómo te cogía la mano y el tono de voz dulce y tranquilizador con el que siempre te hablaba? Era un hombre dulce.»

En el salón resonaban más risas enlatadas. Divertidísimas. Desbocadas. Entusiastas. Irrefrenables. E indudablemente la risa falsa fabricada por una máquina diseñada para ese propósito.

Sin ni tan siquiera plantearse en su interior la pregunta clave, contestó en voz alta.

—No puedes. Sencillamente no puedes.

En su fuero interno se produjo una discusión rápida.

«Es su lugar privado.»

«Nunca se enterará.»

«No puedes violar su confianza.»

«¿Qué tiene de malo? Lo compartís todo.»

«Lo único que vas a hacer es leer un pequeño fragmento de la novela que sabes que escribe solo para ti. Unas pocas palabras, simplemente para saber de qué va. Algo para poder soñar mientras él trabaja tanto para terminarla.»

La señora de Lobo Feroz repasó los pros y los contras de la discusión. El razonamiento final no tenía nada que ver con la privacidad y la curiosidad. Le parecía que se relacionaba con el amor y la necesidad, pero su curiosidad obsesiva enturbiaba estos dos sentimientos.

«Sé que querría que leyese unas cuantas páginas. Sé que le gustaría. De hecho, me sorprende que no me las haya leído todavía.»

Que esto fuese categóricamente falso y que en cierta manera lo supiese aunque no quisiese darse cuenta, no repercutió en la señora de Lobo Feroz. No iba a considerarse una mentirosa. Se sentía temeraria y aventurera, como una niña que espía por el ojo de la cerradura del cuarto de baño para ver el cuerpo desnudo de un adulto que nada sospecha, atraída por la incontrolable fascinación, excitada por la naturaleza ilícita de lo que estaba haciendo, pero incapaz de aprovechar su deseo, pues se mezclaba con la culpa de ver algo extrañamente prohibido.

Cogió la llave y, algo temblorosa porque en su fuero interno sabía que hacía algo que estaba muy mal, pero a la vez se sentía incapaz de detenerse, subió hasta la puerta del despacho.

La llave se deslizó fácilmente en el ojo de la cerradura.

La cerradura se abrió con un pequeño clic.

Empujó la puerta y se quedó de pie en ese espacio de transición entre dos estancias. La luz de la cocina y del salón que le llegaba por detrás se colaba en la negra oscuridad del despacho. Se dijo que no debía dudar y, al entrar en la habitación, alargó la mano para encender la lámpara de techo.

Durante unos instantes, cuando la luz inundó el despacho, cerró los ojos. La voz de la conciencia le dijo que se detuviese, que apagase la luz, que retrocediese, que mantuviese los ojos cerrados, que cerrase la puerta de golpe, que echase la llave y que se fuese a ver la tele, exactamente lo que había prometido hacer.

La asaltó una intensa sensación de peligro. Un peligro benigno matizado por la curiosidad. «Solo una ojeada —se dijo—. Será tu secreto.» Sonrió y abrió los ojos.

Lo primero que vio fue la pared cubierta con fotografías de diferentes tamaños. Debajo de las fotografías había fichas de rayas de 15 por 22 con fechas y observaciones breves y concretas sobre lugares y horas escritas con colores vivos: verde lima, lila, amarillo. Parecía muy organizado y a la vez extrañamente incoherente.

Se acercó a la pared. Se fijó en una sola fotografía. Vio el cabello pelirrojo.

—Pero si es la doctora Jayson —susurró en voz alta.

Se acercó más y miró otra fotografía. Más cabellos pelirrojos.

—¿Jordan? —preguntó aunque sabía la respuesta.

Alargó la mano como una ciega para tocar las fotografías.

—¿Quién eres? —preguntó a la tercera fotografía. Se trataba de una mujer pelirroja, de pie en un aparcamiento anónimo y vacío una tarde de verano. El rostro de la mujer no se distinguía muy bien, puesto que el sujeto retratado lo había enterrado en sus manos ahuecadas.

Vio hojas de papel con las palabras Pelirroja Uno, Pelirroja Dos, Pelirroja Tres y resúmenes de horarios: clase de Historia, edificio 2, 10.30 h LMMIJV. Se volvió y vio: Pacientes 8.30 a 12.30 h pausa de una hora. Lugares donde suele comer: Ace Diner. Subway. Fresh Side Salad Store. Regreso a las 13.30 h. Más pacientes.

Otra hoja de papel estaba dividida en tres secciones. Debajo de
Pelirroja Uno
había una lista de lugares preferidos con direcciones de empresas y de clubes nocturnos.
Pelirroja Dos
tenía una lista parecida, aunque más corta. Debajo de una fotografía de Jordan y de la identificación
Pelirroja Tres
estaba el horario del baloncesto.

La señora de Lobo Feroz retrocedió.

No estaba segura de si hablaba en voz alta o no, pero las palabras «¿por qué?» parecían reverberar con fuerza en la habitación.

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