Un final perfecto (25 page)

Read Un final perfecto Online

Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

A esto le siguió algo claro y susurrado.

—No lo entiendo.

Las fotografías parecían ambiguas y vagas. No lograba encontrar su razón de ser. Sin decirla en voz alta, pero rebotando a su alrededor, resonaba una frase poco coherente: «Tiene que haber una explicación simple y segura.»

Se devanó los sesos. Puede que fuese una visión clara de escritor sobre la forma de narrar una historia. Una parte esencial del procedimiento del suspense que ella no entendía, pero perfectamente razonable para cualquier escritor. Tenía que utilizar personas reales como modelos de los personajes. «Tiene que ser eso —insistió la señora de Lobo Feroz—. Es que no lo entiendes. No eres el tipo de persona creativa que comprende estas cosas tan complejas. Tal vez todas esas fotografías y las notas que hay al lado tendrían todo el sentido del mundo si fueses escritora.»

Pero parecían demasiado explícitas y demasiado provocativas. Y al observarlas, se dio cuenta de que todas estaban hechas desde diferentes lugares claramente ocultos. Desde detrás de un árbol. Desde el interior de un coche con la ventanilla bajada. Desde detrás de una pared de ladrillo. Desde la ventana superior de un edificio de oficinas. No había ni una sola fotografía que vagamente insinuase que el sujeto sabía que le estaban fotografiando.

Las podía haber hecho un acosador. Semejante muestra de fascinación en la pared podía ser obra de un admirador obsesionado o un amante perturbado. Sin embargo, a ella le costaba encontrar estas palabras en su interior. Parecía como si la lógica y la observación hubiesen sido reemplazadas por una especie de luz blanca abrasadora y un chirriante ruido discordante.

«No, no, no», pensó la señora de Lobo Feroz. La palabra, repetida como si se tratase de un mantra oriental, la tranquilizó un poco.

Retrocedió tambaleándose, todavía con paso inseguro, pero intentando tranquilizarse con cada centímetro, y se dirigió hacia el ordenador. En un extremo del escritorio, al lado de la impresora, había una caja con un montón de hojas tamaño folio cara abajo.

Sin duda era una novela.

La señora de Lobo Feroz se limitó a coger el primer folio y a darle la vuelta en la mano.

Leyó solo una línea al principio de la hoja: «Solo un tonto piensa únicamente en el final. Es el proceso de asesinar lo que genera verdadera pasión. Apenas puedo esperar a que llegue ese momento.»

La mano le tembló al devolver el folio al montón.

Por primera vez desde que se casó, no quiso leer más.

Por dentro, su mente parecía haberse quedado sumida en un vacío negro que rehusaba procesar cualquier información, especialmente la que tenía delante, y se negaba en redondo a sacar conclusiones. Se le ocurrían ideas, pensamientos, suposiciones que le exigían atención, pero ella ignoró todos los chillidos y los gritos que daban.

—No lo entiendo —dijo en voz alta. Entonces sintió miedo, como si la frase pudiese dejar una huella en la habitación—. Esto no puede estar bien —susurró.

Pero no estaba segura de si estaba o no estaba bien.

Miró el ordenador. Le temblaron los dedos al mover el ratón. El ordenador cobró vida con un mensaje que ocupó la pantalla negra:
contraseña.

La señora de Lobo Feroz retrocedió. Una parte de ella insistía en que podía adivinar la contraseña —«puede que sea mi nombre»—, pero otra parte más ruidosa le gritaba que no quería abrir el portal del ordenador porque no quería saber lo que podría encontrar allí.

Con cuidado, apagó el ordenador. Le pareció algo ilícito.

Las ideas se agolpaban en su mente, pero se iban por las ramas y no llegaban a ninguna parte. Era similar a encontrarse con un montón secreto de imágenes pornográficas realmente cuestionables. Fotografías de niños. Solo que estas fotografías no eran sucias ni ilegales.

Significaban otra cosa.

Dirigió la mirada a la pared llena de fotografías, pero antes de que se concentrase de nuevo en su significado real, cerró los ojos. Si había algo que ver, ya no quería verlo.

Lo único que lograba decirse era que debía retirarse poco a poco, con cuidado, asegurándose de no alterar nada para que no quedase ninguna señal de su intrusión. «Retrocede y todo será como hace tan solo unos minutos», se dijo a sí misma. Pero la mirada se le iba a un álbum grande encuadernado en cuero rojo que sobresalía en un estante de libros y destacaba entre las ediciones de bolsillo de las novelas de su marido y las crónicas de no ficción que explicaban con gran detalle famosos crímenes modernos.

El álbum era idéntico a uno que tenía en su escritorio. El suyo contenía las fotografías de la boda y una copia de la invitación y del menú en el pequeño club de campo donde celebraron el modesto banquete. De pronto recordó cuando su marido compró los dos álbumes en una tienda de artículos de piel durante la breve luna de miel. Uno se lo dio a ella y el otro se lo quedó él.

«Fotografías de nuestra boda.»

Con esperanza y temor al mismo tiempo, se sintió atraída por el álbum.

Vio que la mano se le iba hacia él, durante unos instantes no supo si era la suya porque parecía pertenecer a otra persona.

El álbum cayó delante de ella y se abrió.

Lo primero que vio la tranquilizó. No su boda, que hubiese sido un descanso, sino un montón de críticas. «Claro —insistió para sí—, ¿por qué no?» Tenía todo el sentido y sintió cómo exhalaba lentamente.

Entonces miró un poco más de cerca. Mezcladas entre las críticas había extraños recortes de periódico sobre asesinatos famosos.

Quería encogerse de hombros. Otro «por supuesto».

«Tiene que ser parte del proceso de documentación», insistió.

Sin embargo, los artículos de periódico parecían estar fuera de lugar. No encontraba la relación entre las críticas de libros y los homicidios aparentemente inconexos. «Tiene que haber una conexión. Solo que tú no eres capaz de verla», se dijo. Se veían unos titulares horripilantes de letras grandes y unas fotografías con mucho grano de coches de policía. Nombres y fechas atrajeron su atención. Durante otro instante cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, temió que le llorasen.

Era parecido a contemplar una imagen oculta dentro de los cuadros con dibujos geométricos multicolores tan de moda en los ochenta. Un trampantojo. La imagen estaba pero no lograba reconocerla, aunque sabía que estaba escondida allí.

Hacía muchos años que la señora de Lobo Feroz no había conducido de forma imprudente, a más velocidad de la permitida. Pero así es como se sentía: fuera de control, como si se desplazase de forma descontrolada con las ruedas patinando desagradablemente sobre la calzada mojada. Cogió una ficha en blanco y un lápiz del escritorio de su marido y anotó con rapidez las fechas y los lugares mencionados en los recortes de periódico y los nombres de las víctimas de asesinato que gritaban desde los titulares. Cogió la ficha y se la deslizó en el interior de la camisa y quedó contra su piel. Daba la sensación de estar húmeda, como el tacto de algo muerto.

Sintió náuseas.

La cabeza le daba vueltas y las manos le temblaban, pero volvió a colocar con cuidado el álbum en el estante. Devolvió el lápiz al lugar exacto del escritorio. Miró a su alrededor, de repente con miedo de haber tocado algo, haber movido algo y haber dejado una marca reveladora. Durante un instante le invadió el pánico al pensar que el olor de su perfume podría permanecer en el ambiente cerrado del despacho. Retrocedió hacia la puerta, moviendo los brazos de un lado a otro para intentar que el olor saliese con ella.

Dio un último vistazo al despacho, grabando el espacio como una fotografía en su memoria. Apagó la lámpara de techo y cerró la puerta poco a poco. Las manos buscaron a tientas la cerradura y a punto estuvo de desmayarse cuando oyó un ruido fuerte y estridente que venía de algún lugar cercano, pero de un mundo distinto.

Lanzó un grito ahogado. Una descarga eléctrica le recorrió el cuerpo. Se le cayeron las llaves al suelo. Retrocedió tambaleándose como si le hubiese alcanzado un tiro o como si le hubiesen dado una fuerte bofetada en la cara, a punto de caer. Tuvo que sujetarse a la encimera para no perder el equilibrio. Notaba el sudor en la frente y lanzó un pequeño grito ahogado, un gorjeo aterrorizado.

El ruido se oyó de nuevo.

«El claxon de un vehículo.»

Como habían prometido, la grúa llegaba puntual.

22

Jordan maniobró a lo largo de hileras de libros desgastados de la modesta biblioteca del colegio. Encontró muchas obras sobre el ascenso del Imperio otomano o sobre las causas de la Primera Guerra Mundial. Había estantes enteros dedicados a la Reforma e innumerables volúmenes sobre los Padres Fundadores o sobre la Gran Depresión.

Apenas había libros sobre cómo evitar ser víctima de un asesinato.

Se sentía como una loca deambulando arriba y abajo entre los estantes buscando algún título alegre y desenfadado, algo así como: «¿Seguro que no quieres ser víctima de un homicidio? Doce pasos básicos para realizar en casa y evitar pasar a engrosar las estadísticas.»

—El asesinato como un plan de adelgazamiento —imaginó.

Hasta ese momento su investigación se había centrado sobre todo en intentar entender los asesinatos famosos con objeto de conseguir algún tipo de antiinformación de alguno de los casos. Su razonamiento era sencillo: si entendía lo que hacían los asesinos, quizá podría evitar cometer los mismos errores que sus víctimas. Había leído sobre la inocencia de Sacco y Vanzetti y el atraco, sobre los asesinatos de John Dillinger. Había fijado su atención en Billy
el Niño
y las veintiuna muescas de su revólver Colt, así como en Charles Manson, quien en realidad puede que no hubiese asesinado a nadie, aunque estaba considerado un asesino infame. Había inspeccionado los estantes dedicados a las obras de ficción y había encontrado algunas novelas de Agatha Christie que parecían anticuadas y pasadas de moda, y algunas de John Le Carré, aunque la verdad es que no se sentía como una espía que opera en mundos oscuros y no creía que sus libros pudiesen serle de ayuda. Elmore Leonard podría haberle sido más útil y quizá también George Higgings, pero vio que sus obras parecían tratar principalmente sobre mafiosos en Florida y Boston y eso no era en realidad lo que a ella le interesaba, pues el Lobo Feroz no era un tipo mafioso o un pandillero de una banda de los arrabales. Incluso había una estantería con un implacable montón de libros con la palabra «presa» salpicando de forma sensacionalista y llamativa cada página de títulos, pero aunque sintiese que intentaba evitar convertirse en eso, no le parecía que estos libros pudiesen enseñarle muchas cosas.

Llevó el portátil a un extremo de la biblioteca donde había unos cubículos pequeños y privados para que los alumnos preparasen exámenes o buscasen información para un trabajo de inglés. Buscó en Google «acechar» y aparecieron en menos de un segundo más de cuarenta millones de entradas. Echó una ojeada a algunas que parecía que pertenecían a organizaciones gubernamentales o de la policía.

Tampoco le ayudaron.

Todas empezaban con la advertencia sumamente sabia de «limitar el contacto con personas de personalidad obsesiva».

«Fantástico —pensó—. Eso sí que es una gran ayuda.»

Su problema derivaba del hecho de que toda conexión entre el Lobo Feroz y ella la había iniciado él. Sencillamente no era lo mismo que un ex novio o un compañero perturbado de clase o de trabajo. Por un lado pensaba que el Lobo Feroz era completamente anónimo. Por el otro, se encontraba tan cerca que podía sentir en el cuello su aliento caliente.

Y ninguna de las páginas web, igual que los libros sobre asesinatos, le ayudaron lo más mínimo a discernir qué hacer a continuación.

Así que Jordan pensó: «Estás sola y al mismo tiempo no estás sola, porque también están Pelirroja Uno y Pelirroja Dos. Pero lo que ya no puedes permitirte es hacer lo que el Lobo Feroz espera que hagas.»

Alzó la vista y miró alrededor de la biblioteca. En un escritorio de la esquina estaba la ayudante de bibliotecaria y media docena de alumnos deambulaban arriba y abajo entre los estantes, como había hecho ella, o se agachaban sobre un montón de libros en uno de los otros cubículos. La ayudante de bibliotecaria era una mujer de mediana edad inclinada con fascinación sobre un ejemplar de
Cosmopolitan
, mientras mataba los últimos minutos antes de ahuyentar a los alumnos de sus consultas para poder cerrar. Los otros alumnos eran del tipo empollón que se hubiese sentido avergonzado de utilizar información anónima de
Wikipedia
en el trabajo que estuviese escribiendo, algo mal visto por los profesores de todo el mundo, pero utilizado por casi todo el alumnado. La mujer se echó hacia atrás y se balanceó en la silla. Jordan dio un vistazo a la sala calibrando a todo el que veía. Sabía que el Lobo no estaba ahí en ese momento. Eso no cambiaba nada. Había logrado crear la sensación de que siempre estaba cerca, como si estuviese en el siguiente cubículo, sonriendo con satisfacción tras un montón de material de consulta, pero vigilándola. Esa sensación era la que paralizaba a las tres pelirrojas.

«¿Cómo sé cuándo estoy a salvo y cuándo no? —se preguntó para sus adentros—. Miras a tu alrededor y no ves a nadie, pero eso no significa nada, ¿verdad?»

Estas preguntas resonaban en su interior. Se levantó de repente, apartó todos los libros, cogió el ordenador, lo guardó en la mochila y salió de la biblioteca caminando con rapidez. En los escalones, rodeada de la noche temprana, se dio cuenta de que el Lobo podía estar allí, o no.

Si se decía a sí misma que no estaba, seguía ese pensamiento con la idea de que estaba. La incertidumbre la perseguía a cada paso.

Encorvó los hombros para protegerse del frío y regresó a su habitación. Esperaba pasar otra noche sin hacer los deberes y dando vueltas en la cama intermitentemente cuando el sueño la torturase.

Pero Jordan sabía que por mucha humedad y por mucho frío que hiciese fuera, el verdadero helor se encontraba en lo que cada vez era más obvio. «No puedo huir. Todo lo contrario. Tengo que acercarme lo suficiente para verle con claridad.»

Sin embargo, el reto consistía en pensar cómo lograrlo.

Y comprendió que era algo más que un reto. Era sumamente peligroso.

Estaba tan concentrada en encontrar la respuesta que casi no oyó el teléfono móvil que sonaba en la mochila.

Other books

Death Rides the Surf by Nora charles
Homeplace by Anne Rivers Siddons
The Wild Heart by Menon, David
Never to Love by Anne Weale
The Silver Dragon by Tianna Xander
Undead and Unwed by MaryJanice Davidson