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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Un fuego en el sol (31 page)

»Eso es lo que hacía cuando pasé yo, llevando el asno a cuestas. Debía de tener un aspecto un tanto extraño, boca abajo moviendo las pezuñas en el aire. Más tarde me dijeron que la hermosa hija del caíd nos miró a mí y al asno unos segundos y rompió a reír en un estallido irrefrenable. También recuperó el habla, porque llamó en voz alta a su padre para que nos fuera a ver. El caíd estaba tan agradecido que corrió a buscarme al camino.

—¿Te dio a su hija? —preguntó Indihar.

—Qué te apuestas —dijo Fuad.

—Qué romántico —le respondió Indihar.

—Y cuando me casé con ella me convertí en el hombre más rico de la ciudad, después del propio caíd. Y mi madre estaba tan satisfecha que no le importó que no nos quedaran más gallinas. Vino a vivir conmigo y mi esposa al palacio del caíd.

Suspiré.

—¿Qué hay de cierto en todo eso, Fuad?

—Oh —dijo—. Olvidé una parte. Resulta que el caíd era en realidad el pollero que vendía en el zoco cada mañana. No recuerdo por qué. Y la chica del velo era tan hermosa como yo había imaginado.

Indihar se inclinó y cogió la jarra de cerveza medio vacía de Fuad. Se la llevó a los labios y acabó la cerveza.

—Creí que el pollero se estaba muriendo —dijo ella.

Fuad puso una cara pensativa y seria.

—Sí, bueno, lo estaba, pero cuando oyó a su hija reír y pronunciar su nombre, se curó milagrosamente.

—Aja —dijo Indihar—. Y tu mamá ¿de verdad cría gallinas?

—Oh, claro que sí —dijo, nervioso—, pero en este momento no tiene ninguna.

—¿Porque tú las vendiste?

—Le dije a mamá que debíamos empezar con gallinas más jóvenes que aún tuvieran dientes.

—Gracias a Dios tengo que ir a limpiar la cerveza derramada —dijo Indihar, regresando a la barra.

Apuré el último sorbo de mi Muerte Blanca. Después de la historia de Fuad me apetecían tres o cuatro copas.

—¿Otra cerveza? —le pregunté.

Se levantó.

—Gracias, Marîd, pero tengo que ganar algún dinero. Quiero comprarle una cadena de oro a esa muchacha.

—¿Por qué no le das una de esas que intentas vender a los turistas?

Se quedó horrorizado.

—¡Me sacaría los ojos! —Me daba la impresión de que había encontrado otro amorcito ardiente—. Por cierto, Medio Hajj me dijo que te enseñara esto.

Se sacó algo del bolsillo y me lo tiró.

Yo lo recogí. Era pesado, reluciente y de acero, tendría unos quince centímetros. Nunca había sostenido uno en la mano, pero sabía lo que era: un cargador vacío de pistola automática.

La gente ya no utilizaba las viejas armas de proyectiles, pero Paul Jawarski empleaba una pistola del calibre 45. Y de ahí era de donde procedía éste.

—¿Dónde lo encontraste, Fuad? —pregunté con indiferencia, girando el cargador en mis manos.

—Oh, en el callejón trasero de Gay Che. A veces encuentras dinero allí, se les cae de los bolsillos cuando salen al callejón. Primero se lo enseñé a Saied y me dijo que te gustaría verlo.

—Aja. Nunca he oído hablar de Gay Che.

—No te gustaría, es un lugar violento. Nunca he entrado, sólo merodeo por el callejón.

—Parece divertido, ¿dónde está?

Fuad cerró un ojo y lo pensó un poco.

—Hámidiyya. En la calle Aknouli.

Hámidiyya. El pequeño reino de Reda Abu Adil.

—¿Por qué creyó Saied que me gustaría verlo?

Fuad se encogió de hombros.

—No me lo dijo. ¿Te gusta? Verlo, me refiero.

—Sí, gracias, Fuad. Te debo una.

—¿De verdad? Entonces, quizá...

—En otra ocasión, Fuad.

Hice un movimiento distraído de desprecio con la mano. Supongo que captó la indirecta, porque un instante más tarde noté que se había largado. Tenía un montón de cosas en las que pensar.

¿Se trataba de una pista? ¿Se escondía Paul Jawarski en una de las empresas más miserables de Abu Adil? ¿O era una especie de trampa tendida por Saied Medio Hajj, en quien ya no podía confiar?

No tenía más remedio. Trampa o no, iba a seguirla. Pero todavía no.

15

Esperé hasta la mañana siguiente para comprobar la información de Fuad. Tenía la desconcertante sensación de que me estaban tendiendo una trampa, pero al mismo tiempo me sentía capaz de vivir peligrosamente. No iba a encontrar a Jawarski utilizando métodos más convencionales. Quizá asomando la cabeza por la manzana tentaría al ejecutor a dejarse ver.

Después de todo el cargador podía no pertenecer a Jawarski y en Gay Che no encontraría más que a un montón de chicos vestidos con caftanes de un corte exquisito.

Caminaba por la Calle pensando en ello, dejando atrás el club de Frenchy Benoit, camino del cementerio. Tenía la impresión de que los acontecimientos se precipitaban hacia su fin, aunque aún no podía decir si para mí sería un final trágico o feliz. Me hubiera gustado que Shaknahyi estuviera allí para aconsejarme y haber hecho mejor uso de su experiencia mientras aún estaba vivo. Antes que nada quería visitar su tumba.

Había mucha gente a la entrada del cementerio, sentada o acuclillada sobre las irregulares y quebradas losas de cemento. Al verme, todos se pusieron en pie, los viejos que vendían Coca—Cola y sharáb en ruinosos carricoches y triciclos, las viejas desdentadas que sonreían, robaban los ramos a los muertos y me arrojaban flores a la cara, mientras los niños gritaban: «¡Oh generoso! ¡Oh compasivo!» y me bloqueaban el paso. A veces no reacciono ante la mendicidad organizada y clamorosa. Perdí muchas simpatías. Me abrí paso a empellones a través de la multitud, sólo me detuve para cambiar un par de kiams por un mustio ramo. Luego entré en el cementerio, por debajo del arco de ladrillo.

La tumba de Shaknahyi estaba enfrente, cerca de la pared del lado occidental. La sepultura estaba aún desnuda, aunque empezaba a brotar un poco de hierba. Me agaché para colocar el pequeño ramo en la cabecera de la tumba, que, de acuerdo con la tradición musulmana, apuntaba hacia la Meca.

Luego me incorporé y miré hacia la calle Dieciséis, por encima de las diversas tumbas dispersas al azar. Las tumbas musulmanas estaban señaladas por un creciente lunar y una estrella, pero también había unas pocas cruces cristianas, unas pocas estrellas de David y muchas sin ninguna señal. La morada de Shaknahyi tenía sólo una piedra plana sin fijar, con su nombre y la fecha de su muerte. Algún día no muy lejano la piedra desaparecería, robada sin duda por alguien demasiado pobre para comprar una. Borrarían el nombre de Shaknahyi con papel de lija o un estropajo metálico y la roca serviría como piedra sepulcral de otro, hasta que la volvieran a robar. Pensé en pagar por una piedra sepulcral permanente. Era lo mínimo que merecía.

Un joven con túnica y turbante me tiró de la manga.

—Oh padre de tristeza —dijo con voz aguda—. Puedo recitar.

Era uno de los jóvenes caíds que se sabían el Corán entero de memoria. Seguramente mantenía a su familia recitando versos en el cementerio.

—Te daré diez kiams si rezas por mi amigo —dije.

Me pescó en un momento de debilidad.

—¡Diez kiams, effendi! ¿Quieres que recite todo el Libro?

Le puse la mano en su hombro huesudo.

—No. Sólo algo consolador sobre Dios y el cielo.

El chico frunció el ceño.

—Hay mucho más sobre el infierno y las llamas eternas.

—Lo sé, no quiero oír eso.

—Muy bien, effendi.

Y empezó a murmurar las antiguas frases canturreando. Le dejé junto a la tumba de Shaknahyi y me fui hacia la entrada.

Nikki, mi amiga y amante en ocasiones, descansaba en una humilde tumba encalada que ya se estaba desmoronando. Sin duda la familia de Nikki podía permitirse el lujo de repatriar su cadáver para enterrarlo en casa, pero habían preferido dejarla aquí. Nikki se había sometido a una operación de cambio de sexo y su familia no quería sufrir esa vergüenza. En cualquier caso, esa solitaria tumba parecía estar en consonancia con la vida dura y desamparada de Nikki. En mi despacho de la comisaría aún guardaba un pequeño escarabajo de bronce de Nikki. No pasaba una semana en la que no pensara en ella.

Paseé entre las tumbas de Tamiko, Devi y Selima, las Viudas Negras, y de Hassan el chiíta, el hijo de puta que casi me mata. Me lamentaba sombrío a lo largo de los angostos caminos de ladrillo y decidí que no era así como deseaba pasar el resto de la tarde. Me deshice de la incipiente depresión y me dirigí de nuevo hacia la Calle. Cuando miré por encima del hombro, el joven caíd aún estaba junto a la tumba de Shaknahyi, recitando las sagradas palabras. Sabía a ciencia cierta que se quedaría allí por el valor de los diez kiams, incluso después de que me hubiera ido.

Tuve que abrirme paso entre la muchedumbre de pordioseros, pero esta vez les arrojé un puñado de monedas. Al pelearse por mi dinero me facilitaron la escapada. Descolgué el teléfono del cinturón y pronuncié el código de Saied Medio Hajj. Dejé que sonara unas veces y cuando ya estaba a punto de colgar, Saied respondió.

—Marhaba —dijo.

—Soy Marîd, ¿Cómo estás?

—Muy bien. ¿Qué pasa?

—Oh, nada del otro mundo. Ya he salido del hospital.

—¡Ah! Me alegro de oírlo.

—Sí, ya estaba harto de ese sitio. ¿Estás con Jacques y Mahmoud?

—Sí. Estamos tomando unas copas en Courane. ¿Por qué no te pasas?

—Creo que sí. Necesito que me hagas un favor.

—¿Sí?

—Ya te lo diré más tarde. Hasta dentro de media hora. Ma'assalaama.

—Allah yisallimak.

Volví a guardar el teléfono en mi cinturón. Caminaba en dirección al local de Chiriga y de repente me abordó la terrible necesidad de entrar a ver si Indihar o alguna de las chicas tenían sunnies o trifets para venderme. No era que me retractase, era un deseo que había ido alimentando durante muchos días. Se necesita gran fuerza de voluntad para vencer el mono. Habría sido más fácil admitir mi verdadera naturaleza y ceder. Estuve a punto, pero sabía que más tarde necesitaría tener el cerebro despejado.

Seguí andando hasta llegar a la calle Cinco, donde me detuve sorprendido por una de las imágenes más raras que he visto en mi vida. Laila, la vieja negra propietaria de la tienda de moddies, estaba en medio de la Calle, maldiciendo a gritos a Saffiya, la dama del cordero, que se encontraba a una manzana de distancia profiriendo alaridos. Parecían dos pistoleros de una película holo americana, chillándose, gruñéndose y amenazándose mutuamente. Vi a algunos turistas que pasaban por la calle pararse y observar nerviosos a las viejas y luego volver hacia la puerta este. Yo también me detuve. No quería entrometerme entre esas dos brujas. Casi se veían los rayos verdes saliendo por sus ojos.

No podía oír lo que se decían. Sus voces eran forzadas y roncas, y quizá no se gritasen en árabe. No sabía si la dama del cordero tenía el cráneo operado, pero Laila nunca iba a ninguna parte sin un moddy y un puñado de daddies. Por lo que yo sabía podía estar desgañitándose en etrusco.

Al cabo de un rato ambas se cansaron. Saffiya se fue la primera, haciendo un gesto obsceno en dirección a Laila y encaminándose calle abajo hacia el bulevar il—Jameel. Laila la miró, soltando unas últimas inconveniencias. Luego se calló y se marchó hacia la calle Cuatro. La seguí. Pensé que podía encontrar un moddy útil en su tienda.

Cuando entré, Laila estaba detrás de su caja registradora, murmurando para sí y clasificando una colección de facturas. Al acercarme, levantó la cabeza y sonrió.

—Marîd —dijo con tristeza—, ¿sabes lo aburrido que es ser la esposa de un médico rural?

—Para ser sincero, Laila, no.

Era evidente que se había enchufado otro moddy nada más regresar a la tienda y era como si ni siquiera hubiera visto a la dama del cordero.

—Bien —dijo tímidamente, sonriéndome con malicia—, si lo supieras no me culparías por pensar en tener un amante.

—¿Madame Bovary? —le pregunté.

Se limitó a hacer una mueca. El efecto era moderadamente repugnante.

Empecé a inspeccionar sus polvorientos cubos. No sabía con exactitud lo que buscaba.

—Laila —dije por encima de mi hombro—, ¿significan algo para ti las letras A.L.M.?

—L'Association des Larves Maboules. Eso quería decir la Asociación de las Larvas Turulatas.

—¿Quiénes son? —le pregunté.

—Ya sabes, personas como Fuad.

—Nunca había oído hablar de ellos.

—Me lo acabo de inventar, chéri.

—Aja.

Cogí un paquete de moddies que me llamó la atención. Era una antología de personajes de ficción, la mayoría defensores euro—americanos de la ley, aunque también estaba un rey poeta chino, un semidiós bantú y un tramposo nórdico. El único nombre que reconocí fue Mike Hammer. Aún conservaba el moddy de Nero Wolfe, aunque el hardware del compañero, Archie Goodwin, había muerto horriblemente bajo las suelas de Saied Medio Hajj.

Decidí quedarme la antología. Imaginé que me daría una amplia variedad de habilidades y personalidades. Se lo llevé a Laila.

—Hoy sólo éste —le dije.

—Tengo un especial de ...

—Envuélvelo, Laila.

Le solté un billete de diez kiams. Cogió el dinero, parecía dolida. Pensé en lo que me conectaría para visitar Gay Che. Tenía a Rex, el moddy de malaspulgas de Saied. Decidí llevarlo y también ese nuevo, por si acaso.

—Tu cambio, Marîd.

Cogí el paquete pero le dejé el cambio a la vieja.

—Cómprate algo bonito, Laila —le dije.

Volvió a sonreír.

—Sabes, espero que León me traiga una romántica sorpresa esta noche.

—Sí.

Al salir de la tienda sentí el mismo hormigueo de siempre.

Di tres pasos hacia la Calle y justo en ese momento oí ¡blaam!, ¡blaam!, ¡blaam! Una esquirla de cemento me cruzó la cara por debajo del ojo derecho. Me arrojé dentro de la portería de un local de juego vecino a Laila. ¡Blaam!, ¡blaam!, ¡blaam! Oí como los ladrillos se hacían pedazos y vi nubes de polvillo rojo procedentes de una esquina del portal. Me agaché todo lo que pude. ¡Blaam!, ¡blaam! Dos más, alguien me había disparado ocho tiros con una pistola de gran calibre.

Nadie se acercó corriendo. Nadie sintió la curiosidad de ver si me encontraba bien o necesitaba atención médica. Esperé, preguntándome cuánto tiempo sería prudencial aguardar antes de asomar la cabeza. ¿Estaría aún Jawarski escondido al otro lado de la calle con un cargador nuevo en su 45? ¿O era sólo una advertencia? Si hubiera querido matarme podía haber hecho un trabajo mejor.

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