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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Un fuego en el sol (27 page)

Levanté la cabeza de la almohada.

—¿Qué es? —pregunté con la voz ronca, inclinándome a coger la fiambrera de plástico.

—Leche de camello cuajada —dijo mi madre—. De pequeño te encantaba cuando estabas enfermo.

Me pareció detectar una ternura poco frecuente en su voz.

La leche cuajada de camello no parece algo como para saltar de la cama de gozo. No lo es y no lo fue. Sin embargo, agarré la cuchara e hice el número de que me gustaba sólo para complacerla. Tal vez si comía algo se quedaría satisfecha y se largaría. Entonces podría pedir otra soneína y echar un maravilloso sueñecito.

Eso era lo peor de estar en el hospital: consolar a las visitas y escuchar las historias de sus propias enfermedades y accidentes, que siempre eran de proporciones mucho más traumáticas que los tuyos.

—¿Estabas verdaderamente preocupado por mí, Marîd? —me preguntó.

—Claro que sí —dije dejando caer la cabeza sobre la almohada—. Por eso envié a Kmuzu para asegurarme de que estabas a salvo.

Sonrió con melancolía y sacudió la cabeza.

—Quizá hubieras sido más feliz si me hubiera abrasado en el incendio. Entonces no tendrías que molestarte más por mí.

—No te preocupes por eso, mamá.

—Muy bien, cariño —dijo. Me miró en silencio durante un buen rato—. ¿Cómo tienes las quemaduras?

Me encogí de hombros y eso me provocó una mueca de dolor.

—Todavía me duelen. Las enfermeras me untan con esa mugre blanca un par de veces al día.

—Debe de ser bueno para ti. Déjales que te hagan lo que quieran.

—De acuerdo, mamá.

Se produjo otro incómodo silencio.

—Supongo que debo contarte ciertas cosas —dijo ella por fin—. No he sido del todo sincera contigo.

—¿Oh?

No era ninguna sorpresa, imagino que me tragué los sarcásticos comentarios que afloraron a mi mente y dejé que me contara la historia a su manera.

Se miraba las manos, que retorcían en su regazo un pañuelo de lino deshilachado.

—Sé más de Friedlander Bey y Reda Abu Adil de lo que te he explicado.

—Ah.

Me miró.

—Los conozco a ambos de antes. Antes incluso de que tú nacieras, cuando era joven. Yo era mucho más guapa que ahora. Quería salir de Sidi—bel—Abbés, ir a algún lugar como El Cairo o Jerusalén y ser una estrella del espectáculo holo. Operarme el cerebro y hacer algunos moddies, no moddies de sexo como Dulce Pilar, sino algo con clase y respetable.

—Así que ¿Papa o Abu Adil te prometieron convertirte en una estrella?

Volvió a mirarse las manos.

—Vine aquí, a la ciudad. Cuando llegué no tenía dinero y estaba hambrienta. Entonces encontré a alguien que se ocupó de mí una temporada y me presentó a Abu Adil.

—¿Y qué hizo Abu Adil por ti?

Alzó de nuevo la vista, pero ahora las lágrimas le rodaban por las mejillas.

—¿Tú qué crees? —dijo con amargura.

—¿Te prometió casarse contigo?

Movió la cabeza.

—¿Te dejó embarazada?

—No. Al final, se rió de mí y me dio un billete de vuelta para Sidi—bel—Abbés. —Su expresión adquirió cierta ferocidad—. Lo odio, Marîd.

Asentí. Ahora que había iniciado su confesión, me daba pena.

—¿No irás a decirme que Abu Adil es mi padre? ¿Qué pasó con Friedlander Bey?

—Cuando llegué por primera vez a la ciudad Papa siempre fue bueno conmigo. Por eso, incluso cuando estaba tan furiosa en Argel, me alegré de oír que Papa cuidaba de ti.

—Mucha gente lo odia, ¿sabes?

Me miró y se encogió de hombros.

—Regresé a Sidi—bel—Abbés y después de diez años conocí a tu padre. Mi vida transcurrió tan rápido... Naciste tú, luego creciste y te marchaste de Argel. Pasaron veinte años. Y poco antes de que vinieras a verme recibo un mensaje de Abu Adil. Me decía que había estado pensando en mí y quería volverme a ver.

Se estaba poniendo cada vez más nerviosa y se detuvo hasta que se calmó un poco.

—Le creí —dijo—. No sé por qué. Quizá pensé que podía tener una segunda oportunidad para vivir mi vida, recuperar todos los años que perdí, enmendar todos los errores. De cualquier modo, maldita sea, ojalá no la hubiera vuelto a joder.

Cerré los ojos y me los froté. Luego observé la cara angustiada de mi madre.

—¿Qué hiciste?

—Volví a mudarme con Abu Adil. A esa gran casa que tiene en los suburbios. Por eso sé todo sobre él y sobre Umm Saad. Tendrás que vigilarla, querido. Trabaja para Abu Adil y planea arruinar a Papa.

—Lo sé.

Mi madre se sorprendió.

—¿Ya lo sabes? ¿Cómo?

Sonreí.

—Ese jodido capullo del ayudante de Abu Adil me lo dijo. Se quieren deshacer de Umm Saad, ya no se adapta a sus planes.

—Sin embargo —dijo mi madre levantando un dedo admonitorio—, debes vigilarla. Tiene su propio programa.

—Sí, eso creo.

—¿Sabes lo del moddy de Abu Adil? ¿El que se ha hecho de sí mismo?

—Aja. Ese hijo de puta de Umar me lo contó todo. Me gustaría ponerle la mano encima unos minutos.

Se mordió el labio pensativa.

—Quizá yo sepa el modo.

Epa, eso era lo que necesitaba.

—No es tan importante, mamá.

Empezó a llorar de nuevo.

—Lo siento mucho, Marîd. Siento todo lo que he hecho, siento no ser la clase de madre que tú necesitabas.

Jo, no me sentía bien del todo como para afrontar su repentino ataque de conciencia.

—Yo también lo siento, mamá —dije, sorprendido al darme cuenta de que lo sentía de veras—. Nunca te he demostrado respeto...

—Nunca me he ganado tu respeto...

Levanté las manos.

—¿Por qué no dejamos de pelearnos para ver quién hace más daño a quién? Llamémosle tregua.

—¿Tal vez pudiéramos volver a empezar? —dijo con una peculiar timidez.

Lo dudaba mucho. No sabía si era posible empezar de nuevo, sobre todo después de lo que había ocurrido entre nosotros, pero pensé que podía darle otra oportunidad.

—Por mí está bien —dije—. No tengo ningún aprecio por el pasado.

Sonrió torcidamente.

—Me gusta vivir en casa de Papa contigo, querido. Me hace creer que no tendré que regresar a Argel y... ya sabes.

Respiré hondo.

—Te lo prometo, mamá, no tendrás que volver a esa vida nunca. Deja que a partir de ahora sea yo quien se ocupe de ti.

Se levantó y se acercó a mi cama, con los brazos abiertos, pero yo no estaba preparado para un intercambio de afecto maternofilial. Creo que tenía ciertos problemas para expresar mis sentimientos, nunca he sido una persona muy afectiva. Dejé que se inclinara, me besara la mejilla y me diera un abrazo, mientras murmuraba algo que no pude entender. Yo le di unas palmaditas en la espalda. Era todo lo más que pude hacer. Luego volvió a sentarse y suspiró.

—Me has hecho muy feliz, Marîd. Más de lo que merezco. Lo único que he deseado siempre ha sido una oportunidad para llevar una vida normal.

Bueno, qué cono, ¿qué me costaba?

—¿Qué quieres hacer, mamá? —le pregunté.

Frunció el ceño.

—En realidad no lo sé. Algo útil. Algo auténtico.

Tuve una visión lúdica de Ángel Monroe como un pirulí de caramelo en el hospital. Inmediatamente rechacé la impresión.

—Abu Adil te trajo a la ciudad para espiar a Papa, ¿no?

—Sí, fui una imbécil pensando que me quería de veras.

—¿Y en qué condiciones le dejaste? ¿Estarías dispuesta a espiarle para nosotros?

Dudó.

—Le hice saber que no me gustaba que me utilizaran. Si regreso no sé si creerá que me he arrepentido. Quizá sí. Tiene un gran ego, sabes. Los hombres como él siempre creen que las mujeres se mueren por ellos. Supongo que podría hacérselo tragar. —Me miró con una sonrisa irónica—. Siempre he sido una buena actriz. Khalid solía decirme que era la mejor.

Khalid..., ya recordaba, debía de ser su chulo.

—Deja que lo piense, mamá. No quiero meterte en nada peligroso, pero me gustaría tener un arma secreta sin que Abu Adil se enterara.

—Bueno, de cualquier modo, me siento como si le debiera algo a Papa. Por dejar que Abu Adil me tratase de ese modo y por todo lo que Papa ha hecho por mí desde que fui a vivir a su casa.

No me gustaba la idea de mezclar a mi madre en la intriga, pero sabía que podía ser una maravillosa fuente de información.

—Mamá —dije con indiferencia—, ¿qué significan las letras A.L.M. para ti?

—¿A.L.M.? No lo sé. Creo que nada. ¿La Alianza Licenciosa de Modelos? Es un sindicato de putas, pero ni siquiera sé si tienen local en esta ciudad.

—No importa. ¿Y el archivo Fénix? ¿Te suena?

Hizo una mueca.

—No —dijo despacio—, nunca he oído hablar de él.

Algo en su modo de decirlo me convenció de que estaba mintiendo. Me pregunté qué escondía esta vez. Reanudé el tono optimista de nuestra conversación, albergando mis dudas sobre la posibilidad de confiar en ella. No era el momento oportuno para resolver ese asunto, ya encontraría el momento cuando saliera del hospital.

—Mamá —dije, bostezando—, tengo un poco de sueño.

—Oh, querido, entonces me marcho. —Se levantó y me arregló las mantas—. Te dejo la leche de camello cuajada.

—Estupendo, mamá.

Se inclinó y me besó otra vez.

—Volveré mañana. Ahora voy a ver cómo está Papa.

—Dale recuerdos y dile que rezo a Alá por su bienestar.

Fue hacia la puerta y antes de salir me dijo adiós con la mano.

La puerta apenas se había cerrado, cuando recordé algo: la única persona que sabía que había visitado a mi madre en Argel era Saied Medio Hajj. Él debió de localizar a mamá para Reda Abu Adil. Debió de ser Saied quien la trajo a la ciudad para que nos espiara a Papa y a mí. Saied había estado trabajando para Abu Adil. Me había vendido.

Me prometí tener otro momento de lucidez, algo que Saied no olvidaría en la vida.

Fuera cual fuese el objetivo de la conspiración, o el significado del archivo Fénix, debía de ser algo terriblemente crucial para Abu Adil. En los últimos meses, había enviado a Saied, a Kmuzu y a Umm Saad para fisgar en nuestros asuntos. Me preguntaba cuántos otros faltaban por descubrir.

Por la tarde, justo antes de la hora de cenar, Kmuzu vino a visitarme. Vestía una camisa blanca, sin corbata, y un traje negro. Parecía un empleado de la funeraria. Tenía el semblante sombrío, como si una de las enfermeras le hubiera dicho que mi situación era desesperada. Quizá nunca volvería a crecerme el pelo quemado o tendría que vivir el resto de mi vida con ese asqueroso y frío ungüento blanco en la piel.

—¿Cómo te encuentras, yaa Sidil —Sufriendo el síndrome del estrés posincendio. Acabo de percatarme de lo cerca que estuve de palmarla. Si no me llegas a despertar...

—El fuego te habría despertado si no usaras ese potenciador del sueño.

Ya tenía bastante.

—Supongo —dije—. Te debo la vida.

—Tú rescataste al amo de la casa, yaa Sidi. Él me protege de Reda Abu Adil. Estamos en paz.

—Aún me siento en deuda contigo. —¿En cuánto valoraba yo mi vida? ¿Tendría algo de valor equivalente que ofrecerle?—. ¿Te gustaría ser libre?

Kmuzu frunció el ceño.

—Sabes que mi mayor deseo es la libertad. También sabes que está en manos del amo de la casa. Le corresponde a él decidir.

Me encogí de hombros.

—Tengo cierta influencia con Papa. Veré lo que puedo hacer.

—Te estaré muy agradecido, yaa Sidi.

La expresión de Kmuzu era neutra, pero yo sabía que no era tan frío como pretendía.

Hablamos unos minutos y se levantó para marcharse. Me hizo saber que mi madre y los criados estaban sanos y salvos, inshallah. Teníamos dos docenas de guardias armados. Claro que no habían previsto que alguien prendiese fuego al ala oeste. Confabulación, espionaje, incendio premeditado, intento de asesinato..., hacía mucho que los enemigos de Papa no expresaban su descontento de manera tan ruidosa.

Cuando Kmuzu se marchó, me aburrí en seguida. Encendí el aparato holo que estaba fijo en el mobiliario frente a mi cama. No era un buen aparato y la proyección estaba bastante fuera de cuadro. La variable vertical necesitaba un ajuste y los actores de alguna obra contemporánea centroeuropea se perdían de rodilla para abajo en la cómoda. La compleja producción era subtitulada, pero por desgracia los letreros, junto con las piernas de los actores, estaban fuera de mi vista en el cajón de los calcetines. Cuando se trataba de un primer plano, sólo veía a la persona desde la cúspide de su cabeza hasta la base de la nariz.

No me importaba, porque en casa nunca veía mucho holo. Sin embargo, en el hospital, donde el aburrimiento estaba a la orden del día, me sorprendí a mí mismo encendiéndolo y apagándolo todo el rato. Supervisé cien canales del mundo y no encontré nada que valiera la pena. Eso podía deberse a mi estado semicatatónico y a mi falta de concentración, o podía ser culpa de los personajes amputados paseando en torno a la cómoda, hablando una docena de idiomas distintos.

Así que abandoné la tragedia turingia y le dije al aparato holo que se desconectase. Luego salí de la cama y me puse la bata. Era un poco incómoda a causa de mis quemaduras y el ungüento blanco. Odiaba encontrarme así, pegado a la bata de hospital. Metí los pies en las zapatillas verdes de papel que me habían dado en el hospital y me dirigí hacia la puerta.

En ese momento un enfermero traía mi comida. Tenía un poco de hambre y empecé a segregar jugos gástricos antes de descubrir el contenido de las bandejas. Decidí quedarme en la habitación hasta después de comer.

—¿Qué es?

El enfermero lo dejó en la bandeja.

—Un suculento hígado frito —dijo.

Su tono me indicó que no era nada apetecible.

—Lo comeré más tarde.

Salí de la habitación y caminé despacio por el pasillo. Dije mi nombre al ascensor y en pocos segundos llegó la cabina. No sabía de cuánta libertad de movimientos disponía.

Cuando el ascensor me preguntó a qué piso quería ir, le pregunté el número de habitación de Friedlander Bey.

—Habitación VIP número uno.

—¿En qué piso está?

—Veinte.

No podías subir más. Este hospital era uno de los tres de la ciudad que tenían habitaciones VIP. Era el mismo hospital en donde me operaron el cerebro, hacía menos de un año. Me gustaba tener una habitación privada, pero en realidad no necesitaba una suite. No la encontraría divertida.

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