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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Un fuego en el sol (22 page)

¿Qué podían significar? ¿Se trataba de unas siglas? Podía encontrar cientos de organizaciones cuyas iniciales eran A.L.M. La A y la L podían formar el artículo definido y la M podía ser la primera letra de un nombre, alguien llamado al—Mansour o al—Magre—bi. O eran letras de la taquigrafía de Shaknahyi, una abreviación referente a un alemán (almání) o un diamante (almas) o a cualquier otra cosa. Me pregunté si alguna vez descubriría el significado de esas tres letras sin que Shaknahyi me explicara su código.

Coloqué un audiochip en el sistema holo del coche, luego guardé la agenda y el sobre de Tema Akwete en el maletín y lo cerré. Mientras Umm Khalthoum, la dama del siglo xx, cantaba sus lamentos, imaginé que era una canción fúnebre por Shaknahyi, que lloraba por Indihar y sus hijos. Akwete seguía mirando por la ventana, sin prestarme atención. Mientras tanto Kmuzu conducía el coche por las angostas, serpenteantes calles de Hámidiyya, los suburbios que encerraban los alrededores de la mansión de Reda Abu Adil.

Después de conducir durante casi media hora entramos en la finca. Kmuzu se quedó en el coche simulando dormitar. Akwete y yo salimos y subimos por el camino de baldosas hacia la casa. En la visita que hicimos Shaknahyi y yo, me impresionaron los lujosos jardines y la hermosa casa. Aquel día no noté nada de eso. Llamé a la puerta de madera tallada y un sirviente respondió de inmediato, mirándome con insolencia pero sin decir nada.

—Tenemos negocios con el caíd Reda —dije, empujándolo—. Vengo de parte de Friedlander Bey.

Gracias al moddy de Saied mis modales eran rudos y bruscos, pero al criado no pareció preocuparle demasiado. Cerró la puerta tras de mí, se alejó por un pasillo de alto techo esperando a que lo siguiéramos. Lo seguimos. Se detuvo ante una puerta cerrada al final de un corredor largo y fresco. En el aire flotaba una fragancia de rosas, olor que yo identificaba con la mansión de Abu Adil. El criado no dijo ni una palabra más. Se detuvo para mirarme con insolencia, luego se fue.

—Espere aquí —le dije a Akwete.

Empezó a discutir, pero lo pensó mejor.

—Esto no me gusta nada —dijo.

—Peor para usted.

No sabía lo que me aguardaba al otro lado de la puerta, pero no iba a llegar a ninguna parte esperando en medio del pasillo con Akwete, así que giré el picaporte y entré.

Ni Reda Abu Adil ni Umar Abdul—Qawy me oyeron entrar en el despacho. Abu Adil estaba en su cama de hospital, como la otra vez. Umar se inclinaba sobre él. No podría decir qué estaba haciendo.

—Que Alá te dé salud —dije tajante.

Umar se irguió y me miró.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —me preguntó.

—Tu criado me condujo hasta la puerta.

Umar asintió.

—Kamal. Tendré que hablar con él. —Me examinó con más detenimiento—. Lo siento. No recuerdo tu nombre.

—Marîd Audran. Trabajo para Friedlander Bey.

—Ah sí —dijo Umar. Su expresión se ablandó un poco—. La última vez que viniste eras policía.

—No soy un verdadero agente. Me ocupo de los intereses de Friedlander Bey con la policía.

Una ligera sonrisa deformó los labios de Umar.

—Como sea. ¿Y hoy te estás ocupando de ellos?

—De los suyos y también de los vuestros.

Abu Adil levantó una débil mano y tocó la manga de Umar. Umar se inclinó para oír las palabras que le susurraba el viejo, luego volvió a erguirse.

—El caíd Reda te invita a que te pongas cómodo —dijo Umar—. Te habríamos preparado un refrigerio apropiado si nos hubieras avisado de tu visita con antelación.

Busqué una silla y me senté.

—Hoy una mujer muy preocupada vino a casa de Friedlander Bey —dije—. Representa al gobierno revolucionario que acaba de socializar el Glorioso Reino Segu.

Abrí el maletín, saqué el sobre de la República de Songhay y se lo ofrecí a Umar.

Umar parecía interesado.

—¿Ya? De veras que pensé que Olujimi duraría más tiempo. Supongo que una vez has transferido la riqueza del país a un banco extranjero, no tiene ningún sentido seguir siendo rey.

—No he venido aquí para hablar de eso. —El moddy de Medio Hajj me ponía difícil ser educado con Umar—. Según los términos de vuestro acuerdo con Friedlander Bey, ese país está bajo vuestra jurisdicción. Encontraréis la información pertinente en ese paquete. He dejado a la mujer rabiando en el pasillo. Parece una puta despiadada. Me alegro de que seáis vosotros y no yo quienes tengáis que tratar con ella.

Umar sacudió la cabeza.

—Siempre intentan ordenarnos y reorganizarnos la vida. Olvidan lo mucho que nosotros podemos hacer por su causa si nos apetece.

Lo observé juguetear con el sobre, dándole vueltas sobre el escritorio. Abu Adil profirió un débil gruñido, pero había visto demasiado dolor en el mundo real como para compadecerme del sufrimiento de un caprichoso Infierno Sintético. Me dirigí a Umar.

—Si puedes hacer algo para que tu amo esté más consciente, la señora Akwete necesita hablar con él. Se cree que el destino del mundo islámico descansa únicamente sobre sus hombros.

Umar rió con ironía.

—La República de Songhay —dijo moviendo la cabeza con incredulidad—. Mañana volverá a ser un reino o una provincia conquistada o una dictadura fascista. Y a nadie le importará.

—A la señora Akwete sí.

Eso pareció divertirle.

—La señora Akwete será una de las primeras en entrar en la nueva oleada de purgas. Pero ya hemos hablado bastante de ella. Ahora debemos examinar el asunto de tu retribución.

Le miré fijamente.

—No había pensado en ninguna retribución.

—Por supuesto que no. No haces sino cumplir el acuerdo, el trato entre tu jefe y el mío. Sin embargo, es de sabios expresar gratitud hacia los amigos. Después de todo, alguien que te ha ayudado en el pasado es más probable que te ayude en el futuro. Tal vez pueda hacerte algún pequeño favor en la policía a cambio.

Ése era el único propósito de mi pequeña excursión a casa de Abu Adil. Separé las manos e intenté parecer indiferente.

—No, no se me ocurre nada —dije—. A no ser...

—¿A no ser qué, amigo mío?

Simulé examinar el talón gastado de mi bota.

—A no ser que estés dispuesto a explicarme por qué has instalado a Umm Saad en nuestra casa.

Umar simuló la misma indiferencia.

—Ya debes de saber que Umm Saad es una mujer muy inteligente, pero ni mucho menos todo lo inteligente que ella se cree. Sólo deseábamos que nos tuviera al corriente de los planes de Friedlander Bey. No hablamos de que se enfrentara con él personalmente ni que abusara de su hospitalidad. Ha provocado la hostilidad de tu amo y eso hace que carezca de valor para nosotros. Puedes hacer con ella lo que te plazca.

—Es lo que yo sospechaba —dije—. Friedlander Bey no os considera ni a ti ni al caíd Reda responsables de sus actos.

Umar levantó una mano en un gesto de arrepentimiento.

—Alá nos da herramientas para que las empleemos lo mejor que sepamos —dijo—. A veces una herramienta se rompe y debemos tirarla.

—Que Alá sea loado —murmuré.

—Alabado sea Alá —dijo Umar.

Parecía que empezábamos a progresar.

—Una última cosa —dije—. Ayer dispararon y mataron al policía que me acompañaba la otra vez, el agente Shaknahyi.

Umar no dejó de sonreír, pero frunció el ceño.

—Oímos las noticias. Nuestros corazones están con su viuda y sus hijos. Que Alá les conceda la paz.

—Sí. En cualquier caso, me gustaría mucho coger al hombre que lo mató. Se llama Paul Jawarski.

Miré a Abu Adil, que se retorcía sin descanso en su cama de hospital. El regordete viejo profirió unos sonidos muy bajitos e ininteligibles, pero Umar no le prestaba atención.

—Será un placer poner nuestros recursos a tu disposición. Si alguno de nuestros asociados sabe algo de ese tal Jawarski, te informaremos en seguida.

No me gustó el modo en que Umar dijo eso. Sonaba demasiado falso y parecía demasiado afectado. Le di las gracias y me levanté para marcharme.

—Un momento, caíd Marîd —dijo con voz serena. Se levantó y me cogió del brazo, guiándome hacia otra salida—. Me gustaría hablar contigo en privado. ¿Te importaría acompañarme a la biblioteca?

Sentí un escalofrío peculiar. Sabía que se trataba de una invitación particular de Umar Abdul—Qawy, que actuaba por su cuenta, no del Umar Abdul—Qawy secretario del caíd Reda Abu Adil.

—Muy bien —le respondí.

Se levantó y se desconectó el moddy que llevaba, sin quitarle ojo a Abu Adil.

Umar me abrió la puerta y entré en la biblioteca. Me senté a una gran mesa oval de brillante madera oscura. Sin embargo, Umar permaneció de pie. Paseaba ante una pared alta llena de estanterías, sosteniendo perezoso el moddy en una mano.

—Creo que comprendo tu postura —dijo por fin.

—¿Qué postura es ésa?

Gesticuló irritado.

—Ya sabes a qué me refiero. ¿Cuánto tardarás en hartarte de ser el perro de caza de Friedlander Bey, corriendo y cobrando presas para un loco que no tiene el entendimiento lo bastante lúcido como para percatarse de que es casi un cadáver?

—¿Te refieres a Papa o al caíd Reda?

Umar dejó de deambular y me miró.

—Hablo de ambos, y estoy seguro de que lo sabes muy bien.

Miré a Umar un instante mientras oía el trino de algún pájaro cantor, que estaban enjaulados por toda la casa y la propiedad de Abu Adil. Daba a la tarde una falsa sensación de paz y esperanza. El aire de la librería estaba viciado y estancado. Empecé a sentirme yo también en una jaula. Quizá había sido un error acudir allí ese día.

—¿Qué insinúas, Umar?

—Insinúo que empieces a pensar en el futuro. Algún día, no muy lejano, los imperios de los viejos estarán en nuestras manos. Mierda, yo ya dirijo los asuntos del caíd Reda ahora mismo. Él se pasa todo el día conectado a..., a...

—Ya sé qué se conecta.

Umar asintió.

—Muy bien, entonces. Este moddy que utilizo es una reciente grabación de su mente. Me lo dio porque su única diversión sexual es joderse a sí mismo, o a un duplicado exacto de sí mismo. ¿No te repugna?

—Bromeas. —Había oído cosas mucho peores.

—Pues olvídalo. No se da cuenta de que con este moddy soy su igual en lo que respecta al cuidado de los negocios. Yo soy Abu Adil, pero le añado las ventajas de mis habilidades innatas. Él es el caíd Reda, un gran hombre, pero con este moddy yo soy el caíd Reda y Umar Abdul—Qawy juntos. ¿Para qué lo necesito?

Lo encontré terriblemente cómico.

—¿Me propones la eliminación de Abu Adil y Friedlander Bey?

Umar miró a su alrededor con nerviosismo.

—No te propongo tal cosa —dijo en voz muy baja—. Muchas otras personas dependen de su juicio y su intuición. No obstante, llegará un día en que los viejos serán un obstáculo para sus propias empresas.

—Cuando llegue el momento de echarlos, la gente precisa lo sabrá. Y Friedlander Bey, al menos, no cederá su poder de mala gana.

—¿Y si hubiera llegado el momento? —preguntó Umar bruscamente.

—Quizás tú lo estés, pero yo no estoy preparado para encargarme de los asuntos de Papa.

—Ese problema tiene solución —insistió Umar.

—Es posible.

No permití que mi rostro revelara ninguna emoción. No sabía si me estaban observando y grabando, pero no deseaba enemistarme con Umar. Ahora sabía que era un hombre muy peligroso.

—Te convencerás de que tengo razón —dijo, sosteniendo el moddy en la mano y frunciendo el ceño pensativo—. Vuelve con Friedlander Bey y piensa en lo que te he dicho. Volveremos a hablar pronto. Si no compartes mi entusiasmo, me veré obligado a deshacerme de ti junto con nuestros amos. —Empezaba a levantarme de la silla. Alzó una mano para detenerme—. No es una amenaza, amigo —dijo tranquilamente—. Es sólo mi visión del futuro.

—Sólo Alá conoce el futuro.

Se rió con cinismo.

—Si crees que esa charla piadosa tiene algún significado real, acabaré con más poder del que jamás soñó el caíd Reda. —Me indicó otra puerta en el lado sur de la biblioteca—. Puedes salir por ahí. Sigue el pasillo a la izquierda y te llevará hasta la entrada. Debo volver y discutir este asunto de la República de Songhay con la mujer. No te preocupes por ella. La enviaré a su hotel con mi chófer.

—Gracias por tu amabilidad.

—Ve en paz.

Salí de la biblioteca y seguí las indicaciones de Umar. Kamal, el criado, me encontró a mitad de camino y me mostró la salida. Caminaba en silencio. Bajé la escalera hasta el coche y luego miré hacia atrás. Kamal estaba aún en la entrada, vigilándome como si fuera a ocultar objetos de plata entre mis ropas.

Subí al sedán. Kmuzu encendió el motor y giró el coche hacia la puerta principal. Pensé en lo que Umar me había dicho, en lo que me proponía. Seguro que en todo ese tiempo habían existido muchos jóvenes que hicieron el papel que ahora representaba Umar. Abu Adil había ejercido su poder durante casi dos siglos. Sin duda muchos de ellos concibieron las mismas ideas ambiciosas. Abu Adil seguía vivo y ¿qué había pasado con aquellos jóvenes? Quizá Umar no había considerado esa cuestión. Quizá Umar no era tan listo como se creía.

11

Asesinaron a Jirji Shaknahyi el martes y hasta el viernes no tuve coraje para aparecer por la comisaría. Era día de culto y acariciaba la idea de pasar por una mezquita de camino, pero me pareció una hipocresía. Me creía una persona tan detestable que Alá no me vería con buenos ojos por mucho que rezase. Sé que no era más que huera especulación —después de todo, son los pecadores y no los santos quienes más necesitan de la oración—, pero me sentía demasiado inmundo y culpable como para entrar en la casa de Dios. Además, Shaknahyi era un ejemplo de fe verdadera y yo le había fallado. Debía redimirme primero ante mí mismo antes de hacer lo mismo ante Alá.

Mi vida había sido como un océano, agitado por olas de comodidad y placidez, y olas de adversidad. No importaba lo pacíficas que fueran las cosas, sabía que pronto me asediarían los problemas. Siempre me jactaba de mi independencia, de ser un detective solitario que sólo debía responder ante sí mismo. Sólo con que se hubieran cumplido la mitad de mis pretensiones me habría sentido satisfecho.

Necesitaba hasta mi último resquicio de aplomo y fuerza interior para enfrentarme con las fuerzas hostiles que me acechaban. Ni el teniente Hajjar, ni Friedlander Bey, ni ninguna otra persona me ayudaría. Nadie en la comisaría parecía particularmente interesado en hablar conmigo ese viernes por la mañana. El día de culto un montón de oficinistas de jornada partida, en su mayoría cristianos, suplían a los musulmanes religiosos. Por supuesto estaba el teniente Hajjar, pues en su lista de pasatiempos favoritos, la religión estaba a continuación de la cirugía oral y el pago de los impuestos. Inmediatamente fui a su oficina acristalada.

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