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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Un fuego en el sol (20 page)

Su piel empezaba a adquirir un horrible color gris.

Se apoyó contra el acribillado coche y respiró con dificultad.

—Duele como un demonio —dijo serenamente.

—Tranquilo, Jirji. Te llevaremos al hospital.

—No fue un accidente, la llamada sobre On Cheung, luego el aviso de Jawarski.

—¿De qué estás hablando? —le pregunté.

El dolor le mortificaba, pero no entraba en el coche.

—El archivo Fénix —dijo. Me miró intensamente a los ojos, como si intentara inculcar esa información directamente a mi cerebro—. Hajjar cometió un error con el archivo Fénix. Desde entonces he estado tomando notas. No les gustaba. Pon atención en quién se queda mis pertenencias, Audran. Pero juega con astucia o también se llevarán tus huesos.

—¿Qué demonios es el archivo Fénix, Jirji?

La ansiedad me embargaba.

—Toma —dijo, ofreciéndome la libreta de tapas de vinilo de su bolsillo.

Cerró los ojos y se desplomó sobre el capó del coche. Miré al conductor.

—¿Quiere llevarnos al hospital?

El renacuajo calvo me miró. Luego miró a Jirji.

—¿Cree que podré limpiar toda esa sangre de mi tapicería? —preguntó.

Cogí al cabrón de las solapas y lo arrojé fuera de su propio coche. Metí con mucho cuidado a Shaknahyi en el asiento del copiloto y me dirigí hasta el hospital más rápido de lo que he conducido en mi vida.

No sirvió de nada. Era demasiado tarde.

10

En mi mente se repetía uno de los Rubáiyyat de Khayyam. Algo sobre la enmienda:

Una y otra vez prometí enmendarme,

¿estaría sobrio al hacer la promesa?

Una y otra vez fracasé, llevado de mi necedad juvenil;

mi frágil enmienda quedó en vaniloquio.

—Chiri, por favor —dije, levantando el vaso vacío.

El club estaba casi desierto. Era tarde y estaba muy cansado. Cerré los ojos y escuché la música, la misma música hispana, machacona y estridente, que Kandy ponía cada vez que subía a bailar. Empezaba a hartarme de oír las mismas canciones una y otra vez.

—¿Por qué no te vas a casa? —me preguntó Chiri—. Puedo llevar este local yo sola. ¿Cuál es el problema, no te fías de que haga bien las cuentas?

Abrí los ojos. Me puso un gimlet de vodka. Sentía una melancolía insondable, de esas que no alivia ningún licor. Puedes beber toda la noche y nunca te emborrachas. Acabas con el estómago destrozado y un agudo dolor de cabeza, pero el consuelo que esperabas nunca llega.

—Está bien —dije—, me quedo. Tú sigue con lo tuyo y cállate. Nadie recibirá su parte hasta dentro de una hora al menos.

—Lo que tú digas, jefe —dijo Chiri, dirigiéndome una mirada de preocupación.

No le había contado lo de Shaknahyi. No había hablado a nadie de él.

—Chiri, ¿conoces a alguien en quien pueda confiar para hacer un trabajito sucio?

No parecía muy impresionada. Ésa era una de las razones por las que me gustaba tanto.

—¿Con tus relaciones no puedes encontrar a nadie? ¿No tienes bastantes matones trabajando para ti en casa de Papa?

Negué con la cabeza.

—Alguien que sepa lo que hace, alguien con el que pueda contar y no llame la atención.

Chiri sonrió.

—Alguien como eras tú antes de que tu número saliese premiado. ¿Qué te parece Morgan? Es de confianza y seguro que no te traiciona.

—No sé.

Morgan era un enorme tipo rubio, un americano de la Nueva Inglaterra Federada. No nos movemos en los mismos círculos, pero si Chiri me lo recomendaba, seguro que era de fiar.

—¿Qué necesitas que haga?

Me froté la mejilla. Reflejada en el espejo de atrás, mi barba roja empezaba a volverse gris.

—Quiero que liquide a alguien por mí. A otro americano.

—Mira, Morgan es un buen tipo.

—Aja —dije con amargura—. Si se matan entre sí nadie los echará de menos. ¿Puedes llamarlo ahora mismo?

Parecía dudar.

—Son las dos de la madrugada.

—Dile que aquí hay cien kiams esperándole. Sólo por venir y hablar conmigo.

—Vendrá —dijo Chiri.

Sacó una agenda del bolso y cogió el teléfono del bar.

Tragué la mitad del gimlet de vodka y miré la puerta. Ahora esperaba a dos personas.

—¿Quieres pagarnos? —dijo Chiri un poco más tarde.

Había estado contemplando la puerta, sin percatarme de que la música había cesado y que las cinco bailarinas se habían vestido. Sacudí la cabeza para desenturbiar la niebla que había en ella, pero no dio resultado.

—¿Cómo ha ido hoy? —pregunté.

—Lo mismo que siempre —dijo Chiri—. Asqueroso.

Partí las ganancias con ella y empecé a contar el dinero de las bailarinas. Chiri tenía una lista de las bebidas que cada chica había sacado a sus clientes. Calculé las comisiones y añadí los salarios.

—Será mejor que nadie llegue tarde mañana —dije.

—Sí, de acuerdo —dijo Kandy, cogiendo el dinero y precipitándose hacia la salida.

Lily, Rani y Jámila la siguieron.

—¿Estás bien, Marîd? —preguntó Yasmin.

Levanté la vista hacia ella, agradecido por el interés.

—Muy bien. Ya te contaré más tarde.

—¿Quieres que vayamos a desayunar?

Habría sido maravilloso. Hacía meses que no salía con Yasmin. Entonces me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no salía con nadie. Pero esa noche tenía cosas que hacer.

—Es mejor que lo dejemos para otro rato —dije—. Mañana tal vez.

—Claro, Marîd —dijo.

Se dio la vuelta y se fue.

—Algo va mal, ¿no? —dijo Chiri.

Me limité a asentir con la cabeza y me guardé el resto del dinero de la noche. No importaba lo rápido que lo gastase, siempre se acumulaba.

—Y no quieres hablar de ello.

Negué con la cabeza.

—Vete a casa, Chiri.

—¿Vas a quedarte aquí solo en la oscuridad?

Hice el ademán de disparar con la mano. Chiri se encogió de hombros y me dejó solo. Terminé el gimlet de vodka, luego fui detrás de la barra y me preparé otro. Al cabo de unos veinte minutos el americano rubio entró en el club. Me hizo un gesto y me dijo algo en inglés.

Sacudí la cabeza. Abrí el maletín sobre la barra, saqué un daddy de inglés y me lo conecté. En sólo un instante mi mente dejó de esforzarse por traducir lo que había dicho: el daddy empezó a trabajar y fue como si siempre hubiera hablado inglés.

—Siento hacerte venir tan tarde, Morgan.

Se pasó una gran manaza por su largo pelo rubio.

—Oye, tío, ¿qué es lo que pasa?

—¿Quieres una copa?

—Si me invitas, dame una cerveza.

—Sírvete tú mismo.

Se agachó hacia la barra y colocó un vaso limpio bajo uno de los grifos.

—Chiri me habló de cien kiams, tío.

Saqué el dinero. El tamaño del fajo me sorprendió. Tendría que ir al banco con más frecuencia o tener a Kmuzu como guardaespaldas a jornada completa. Saqué cinco billetes de veinte kiams y se los largué a Morgan.

Se secó la boca con el dorso de la mano y agarró el dinero. Miró los billetes y luego me miró a mí.

—Ahora me puedo ir, ¿no?

—Seguro. A no ser que desees oír cómo puedes ganar mil kiams más.

Se acomodó las gafas de acero y volvió a sonreír. No sabía si necesitaba las gafas o era simple afectación. Si tenía los ojos mal, podía reconstruírselos por un precio bastante módico.

—De cualquier modo, esto es más interesante que lo que estaba haciendo.

—Muy bien. Quiero que encuentres a alguien.

Le hablé de Paul Jawarski.

Cuando mencioné la banda de los cabezas planas, Morgan asintió.

—¿Es el tipo que mató a un policía hoy? —preguntó.

—Se escapó.

—Bien, oye, tío, la ley lo atrapará tarde o temprano, apuesta a que sí.

No permití que mi expresión se alterara.

—No quiero oír hablar de tarde ni temprano, ¿vale? Quiero saber dónde se encuentra y hacerle un par de preguntas antes de que la policía lo atrape. Está escondido en algún agujero, probablemente herido por una pistola de agujas.

—¿Vas a pagar mil kiams por ponerle la mano encima a ese tipo?

Vertí un chorlito de lima en mi gimlet y bebí un trago.

—Aja.

—¿No quieres que le sacuda un poco de tu parte?

—Limítate a encontrarlo antes que Hajjar.

—Muy bien —dijo Morgan—. Ya te entiendo. Cuando el teniente ponga sus garras en él, Jawarski no volverá a estar en condiciones de hablar con nadie.

—Exacto. Y no queremos que eso suceda.

—Supongo que no, tío. ¿Cuánto vas a pagarme por adelantado?

—La mitad ahora y la mitad después. —Le solté otros quinientos kiams—. Quiero resultados mañana, ¿entendido?

Su manaza agarró el dinero mientras me dirigía una sonrisa de depredador.

—Vete a la cama, tío. Mañana te despertaré con la dirección y el teléfono de Jawarski.

Me levanté.

—Acaba tu cerveza y vámonos de aquí. Este lugar está empezando a romperme el corazón.

Morgan echó un vistazo al bar a oscuras.

—No es lo mismo sin las chicas y las bolas de espejos moviéndose.

Engulló de un trago el resto de su cerveza y dejó cuidadosamente el vaso sobre la barra.

Le seguí hasta la puerta de la entrada.

—Encuentra a Jawarski —le dije.

—Ya es tuyo, tío.

Saludó con la mano y se alejó Calle arriba. Volví dentro y me senté en mi sitio. La noche aún no había acabado.

Bebí un par de gimlets más antes de que apareciera Indihar. Sabía que iba a venir. La estaba esperando.

Se había puesto un abultado abrigo azul y un pañuelo marrón y dorado ceñido a la cabeza. Estaba pálida y ojerosa, y apretaba firmemente los labios. Vino hacia mí y se quedó mirándome. Sin embargo, sus ojos no estaban enrojecidos, no había llorado. No podía imaginarme a Indihar llorando.

—Quiero hablar contigo —dijo con voz fría y serena.

—Por eso estoy aquí.

Se dio la vuelta y se contempló en la pared de espejos de detrás del escenario.

—El sargento Catavina me dijo que no estabas en muy buena forma esta mañana, ¿es cierto?

Volvió a mirarme con la expresión totalmente ausente.

—¿Es cierto qué? ¿Que no me encontraba bien?

—Que estabas colgado o resacoso cuando saliste con mi marido.

—Me presenté a la comisaría con resaca. Pero eso no me incapacitaba.

Sus manos empezaron a crisparse. Podía ver la tensión de los músculos de su mandíbula.

—¿Crees que eso te hacía más lento?

—No, Indihar. No puedes culparme por lo que pasó.

Sentía un vacío asqueroso en el vientre porque llevaba todo el día pensando lo mismo. Me había ido sintiendo cada vez más culpable desde que dejé a Shaknahyi sobre una camilla del hospital con una maldita sábana cubriéndole el rostro.

—Sí te culpo. Si hubieras estado en forma para cubrirle, mi marido estaría vivo y mis hijos aún tendrían un padre. Ellos no lo saben. Todavía no se lo he dicho. No sé cómo decírselo. Para serte sincera, ni siquiera sé cómo decírmelo a mí misma. Quizás mañana caiga en la cuenta de que Jirji está muerto. Entonces tendré que buscar el modo de pasar el día sin él, de pasar la semana, el resto de mi vida.

De repente sentí náuseas y cerré los ojos. Era como si yo no estuviera realmente allí, como si aquello fuese una pesadilla. Pero cuando abrí los ojos Indihar aún me miraba. Todo era verdad y ambos teníamos que representar aquella terrible escena.

—Yo...

—No me digas que lo sientes, hijo de puta —dijo ella, sin siquiera levantar la voz—. No quiero escuchar a nadie diciendo que lo siente.

Me senté y dejé que ella dijera lo que necesitaba decir. No podía acusarme de nada que yo no hubiera confesado ya mentalmente. Si no me hubiera emborrachado tanto anoche, si no hubiera tomado todos esos sunnies esa mañana...

Me miraba con una expresión desesperada, me condenaba con su presencia y su silencio. Ella sabía y yo sabía, y eso era suficiente. Luego se dio la vuelta y se fue del club, con paso firme y postura perfecta.

Me sentí absolutamente destrozado. Encontré el teléfono donde Chiri lo había dejado y pronuncié el código de mi casa. Sonó tres veces y Kmuzu respondió.

—¿Quieres venir a recogerme? —dije, susurrando las palabras.

—¿Estás en el local de Chiriga? —preguntó.

—Sí. Ven antes de que me mate.

Arrojé el teléfono al suelo y me serví otra bebida mientras esperaba.

Cuando llegó, yo tenía un pequeño regalo para él.

—Extiende la mano.

—¿Qué es, yaa Sidil Vacié mi caja de píldoras en su palma, luego la cerré y me la guardé en el bolsillo.

—Deshazte de ellas.

Su expresión no se alteró mientras cerraba el puño.

—Es una sabia medida —me dijo.

—Un poco tarde.

Me levanté del taburete y le seguí en el fresco aire de la noche. Cerré la puerta del club de Chiri y dejé que Kmuzu me llevara a casa.

Me di una larga ducha y mantuve el chorro caliente aguijoneando mi piel hasta que empecé a relajarme. Me sequé y fui al dormitorio. Kmuzu me había preparado una taza de chocolate caliente. Lo tomé agradecido.

—¿Deseas algo más, yaa Sidil —me preguntó.

—Escucha, mañana no iré a la comisaría. Déjame dormir, ¿de acuerdo? No deseo que se me moleste. No quiero responder a ninguna llamada telefónica ni saber de los problemas de nadie.

—Excepto si el amo de la casa requiere tu presencia —dijo Kmuzu.

Suspiré.

—Eso no hace falta decirlo. Aparte de eso...

—Procuraré que nadie te moleste.

No me conecté el daddy despertador antes de irme a la cama y pasé una mala noche. Las pesadillas me despertaron una y otra vez hasta que al alba me sumí en un profundo sueño. Cerca del mediodía me levanté de la cama. Me puse mis viejos téjanos y una camisa, un atuendo que no solía llevar en la mansión de Friedlander Bey.

—¿Deseas algo de desayuno, yaa Sidil —me preguntó Kmuzu.

—No, hoy me tomaré todo el día libre.

Frunció el ceño.

Hay un problema que requiere tu atención, más tarde.

—Más tarde —asentí.

Fui al despacho donde había tirado mi maletín la noche anterior y cogí el Sabio Consejero de la ristra de moddies. Pensé que mi atormentada mente podía utilizar cierta terapia instantánea. Me senté en una cómoda butaca de cuero y me enchufé el moddy.

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