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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Un fuego en el sol (15 page)

—Hemos tenido dos o tres avisos como éste en los últimos dos meses, por eso.

Catavina me miró.

—Es uno de esos tipos intrigantes. Los hay por todas partes.

El sargento se fue, moviendo la cabeza.

Shaknahyi volvió a mirar la dirección y se metió el papel en un bolsillo de su camisa.

—La trastienda del Budayén, a un escupitajo del cementerio.

—Si no se trata de la llamada de un chiflado —dije—, si es que hay un cadáver.

—Lo habrá.

Le seguí hasta el garaje. Subimos al coche patrulla y atravesamos el bulevar il—Jameel y la gran puerta. Esa mañana la Calle estaba llena de peatones, de modo que Shaknahyi giró hacia el sur por la calle Uno y luego hacia el oeste por uno de los callejones estrechos, llenos de basura, que serpenteaban entre las casas de tejado plano, fachadas estucadas y los antiguos inmuebles de ladrillo.

Shaknahyi subió el coche a la acera. Salimos y echamos una detallada mirada al edificio. Era una casa de dos plantas, pintada de verde pálido, en un estado deplorable. La entrada principal y el vestíbulo apestaban a orina y vómitos. Las celosías de madera que cubrían las ventanas se habían roto hacía tiempo, a juzgar por el aspecto de las cosas. Por dondequiera que pisáramos, aplastábamos ladrillos rotos y fragmentos de cristales. El lugar llevaba meses, o quizás años, abandonado.

Estaba muy silencioso, la calma mortal de una casa en la que han cortado la luz y se echa de menos incluso el débil zumbido de los motores. Mientras nos dirigíamos desde la planta a las habitaciones de la familia en el piso superior, creí oír algo pequeño y rápido escabullirse a través de la basura ante nosotros. Noté el latido de mi corazón y añoré la sensación de serena eficacia que me producía el Guardián Completo.

Shaknahyi y yo registramos un gran dormitorio que una vez perteneció al propietario y a su mujer, y otra habitación que había sido la de los niños. No encontramos nada, excepto más destrucción patética. Un rincón de la casa se había derrumbado por completo, abriéndose al exterior; el clima, los gusanos y los vagabundos habían completado la ruina del cuarto de los niños. Al menos el aire fresco limpiaba el olor agrio y rancio que sofocaba el resto de la casa.

Encontramos el cadáver en la siguiente habitación. Era el cuerpo de una mujer joven, un transexual llamado Blanca que solía bailar en el club de Frenchy Benoit. La conocía lo suficiente para saludarla, pero no mucho más. Yacía en el suelo con las piernas dobladas hacia un lado y los brazos levantados por encima de la cabeza. Sus ojos azules estaban abiertos, mirando de soslayo al techo descolorido por el agua, por encima de mi hombro. Su rostro dibujaba una mueca, como si en la habitación algo horrible la hubiera aterrorizado primero y matado después.

—Te encuentras bien, ¿no? —me preguntó Shaknahyi.

—¿De qué hablas?

Golpeó levemente la mano de Blanca con la punta de su bota.

—¿No irás a vomitar o algo así?

—Las he visto peores.

—Simplemente, no quiero que vomites ni nada de eso. —Se inclinó junto a Blanca—. Sangre en su nariz y oídos. Labios retraídos, dedos engarfiados. Apuesto a que le dispararon a quemarropa con un arma estática de gran calibre. Mírala. No lleva muerta ni media hora.

—¿Sí?

Levantó su brazo y lo dejó caer.

—Todavía no hay rigidez. Y su carne aún está rosada. Cuando te mueres, la gravedad hace que la sangre se estanque. El forense lo explicará mejor.

Algo me resultó extraño.

—Así que el aviso que dieron en la comisaría...

—Apuéstate tus kiams contra el pozo a que llamó el propio asesino.

Sacó su radio y su diario electrónico.

—¿Por qué haría eso un asesino?

Shaknahyi me miró, absorto en sus cavilaciones.

—¿Y qué demonios sé yo? —dijo por fin.

Llamó a Hajjar pidiéndole un equipo de detectives. Luego entró un breve informe en su diario.

—No toques nada —me ordenó sin levantar la vista.

No hacía falta que me lo dijera.

—¿Hemos acabado? —le pregunté.

—En cuanto aparezcan los placas doradas. ¿Tienes prisa por largarte?

No respondí. Le observé guardarse su diario electrónico. Luego sacó una libreta de tapas de vinilo marrón y un lápiz e hizo algunas anotaciones.

—¿Para qué es eso?

—Tomo algunas notas por mi cuenta. Digamos que me gusta, últimamente han ocurrido un par de casos como éste. Han aparecido algunos muertos y parece como si el propio asesino nos lo notificase.

«Por mis ojos —pensé—, si esto resulta ser una serie de asesinatos, hago las maletas y me largo de la ciudad.» Miré a Shaknahyi, que aún estaba en cuclillas junto al cuerpo de Blanca.

—No crees que se trate de asesinatos en serie, ¿verdad?

Se quedó mirándome, pensativo, durante unos segundos.

—No —dijo por fin—. Creo que es algo mucho peor.

8

Me acordaba de lo mucho que al teniente Okking, el predecesor de Hajjar, le gustaba atormentarme. Sin embargo, al margen de esto, Okking siempre acababa su trabajo. Fue un policía astuto, si no brillante, y le preocupaban de verdad las víctimas que veía en un día de trabajo. Hajjar era diferente. Para él todo era el trabajo de un día, pero nada más.

No me sorprendió saber que Hajjar era casi un inepto. Shaknahyi y yo le observamos proceder con la investigación. Frunció el ceño y miró a Blanca.

—Muerta, ¿no? —dijo.

Observé a Shaknahyi hacer una mueca.

—Todo parece indicar que así es, teniente —dijo con voz monótona.

—¿Alguna idea sobre quién quería matarla?

Shaknahyi me miró en busca de ayuda.

—Pudo ser cualquiera —dije—. Probablemente se puso el moddy equivocado con el cliente equivocado.

Hajjar parecía interesado.

—¿De verdad crees eso?

—Mira —dije—. Su enchufe está vacío.

El teniente Hajjar entornó los ojos.

—¿Y qué?

—Una moddy como Blanca nunca iba a ningún sitio sin algo conectado. Resulta sospechoso, eso es todo.

Hajjar se frotó el bigote ralo.

 —Me gustaría que os enterarais de todo. Aunque no hay mucho por donde empezar.

—Los chicos de paisano a veces hacen milagros —dijo Shaknahyi.

Parecía muy sincero, pero me guiñó un ojo para indicarme el mal concepto que tenía de ellos.

—Sí, tienes razón —dijo Hajjar.

—Por cierto, teniente —dijo Shaknahyi—, me preguntaba si deseas que sigamos con Abu Adil. No hemos avanzado mucho con él esta última semana.

—¿Queréis volver allí? ¿A su casa?

—A su mayestático palacio, querrás decir —le respondí.

Hajjar me ignoró.

—No os dije que lo hostigarais. Tiene mucho peso en esta ciudad.

—Aja —dijo Shaknahyi—. De cualquier modo, no le estamos hostigando.

—¿Por qué queréis volver a molestarle?

Hajjar me miró, pero no obtuvo ninguna respuesta.

—Tengo la intuición de que Abu Adil tiene algo que ver con estos homicidios sin resolver —dijo Shaknahyi.

—¿Qué homicidios sin resolver? —exigió saber Hajjar.

Noté que Shaknahyi apretaba los dientes.

—Ha habido tres homicidios sin resolver en los últimos dos meses. Cuatro con éste —dijo señalando el cuerpo de Blanca, que el ayudante del forense había cubierto con una sábana—. Pueden estar relacionados entre sí y con Reda Abu Adil.

—Por el amor de Dios, no se trata de homicidios sin resolver —dijo Hajjar irritado—. Son simples casos abiertos. Eso es todo.

—Casos abiertos —exclamó Shaknahyi. Estaba verdaderamente enojado—. ¿Nos necesitas para algo más, teniente?

—Supongo que no. Vosotros dos podéis volver al trabajo.

Dejamos a Hajjar y a los detectives merodeando entre los restos de Blanca, sus ropas y el polvo de las roñosas ruinas de la casa. Una vez en la acera, Shaknahyi me cogió del brazo y me detuvo antes de entrar en el coche patrulla.

—¿Qué rollo era ese de que la puta había perdido el moddy? —me preguntó.

Me eché a reír.

—Sólo una fanfarronada, pero Hajjar no nota la diferencia. Eso le dará qué pensar.

—Es bueno que el teniente piense de vez en cuando. Su cerebro necesita ejercicio —me sonrió Shaknahyi.

Estábamos a punto de concluir el día. El cielo se había nublado y un fuerte aire caliente nos lanzaba basura y humo a la cara. Un trueno furioso y gruñón amenazaba a lo lejos. Shaknahyi quería volver a la comisaría, pero antes debía ocuparme de algo. Descolgué el teléfono y pronuncié el código de Chiri. Oí como sonaba ocho o nueve veces antes de que ella descolgara.

—Dígame.

Parecía furiosa.

—¿Chiri? Soy Marîd.

—¿Qué quieres, cabrón?

—Mira, no me has dado oportunidad de explicarme. No es culpa mía.

—Ya lo has dicho antes —dijo con una risa arrogante—. Las famosas últimas palabras, querido: «No es culpa mía». Eso es lo que mi tío dijo cuando vendió a mi madre a un maldito comerciante de esclavos árabe.

—No sabía...

—Olvídalo, ni siquiera es cierto. Querías la oportunidad de explicarte, pues explícate.

Bueno, había llegado el momento, pero de repente no sabía qué decirle.

—Lo siento de veras, Chiri.

Volvió a reírse. No era un sonido cordial.

—Una mañana me desperté —proseguí— y Papa me dijo: «Toma, ahora eres el propietario del club de Chiriga, ¿no es maravilloso?». ¿Qué esperabas que le dijera?

—Te conozco, cielo. No espero que le digas nada a Papa. No hace falta que te corte las pelotas, tú se las vendes.

Debí mencionarle que Friedlander Bey había pagado por controlar el centro de castigo de mi cerebro y que podía estimularlo siempre que le diera la gana. Así era como me tenía en el bolsillo. Pero Chiri no lo habría entendido. Podía haberle descrito el tormento que Papa me infligía con sólo apretar un botón. Pero nada de eso le importaba. Lo único que sabía era que la había traicionado.

—Chiri, hace tiempo que somos amigos. Trata de comprenderlo. A Papa se le ocurrió comprar ese club y regalármelo. No tenía ni la menor idea. No quería que me lo regalase. Intenté decírselo, pero...

—Apuesto a que sí. Apuesto a que se lo dijiste.

Cerré los ojos y respiré hondo. Creo que disfrutaba con esto.

—Se lo dije en la medida en que a Papa se le pueden decir las cosas.

—¿Por qué mi local, Marîd? El Budayén está lleno de bares cutres. ¿Por qué eligió el mío?

Yo sabía la respuesta: Friedlander Bey intentaba obligarme a romper los escasos contactos que me ligaban a mi vida anterior. Hacerme policía me separó de la mayoría de mis amigos. Obligar a Chiriga a vender el club la pondría en mi contra. Lo siguiente sería conseguir que Saied Medio Hajj también me odiara.

—Por su sentido del humor, Chiri —dije desesperado—. Sólo para demostrar que Papa siempre está a nuestro alrededor, siempre vigilante, dispuesto a golpearnos con sus flechas ígneas cuando menos lo esperemos.

Hubo un largo silencio.

—Tú no tienes huevos.

Abrí la boca y la volví a cerrar. No sabía de qué estaba hablando.

—¿Qué?

—He dicho que no tienes huevos, panya.

A mí siempre me decía cosas en suahili.

—¿Qué es panya, Chiri? —le pregunté.

—Es una rata grande, sólo que más estúpida y más fea. No te atreves a hacer esto en persona, cabrón. Prefieres llorarme por teléfono. Bien, vas a tener que verme. Hasta aquí hemos llegado.

Cerré los ojos e hice una mueca.

—Muy bien, Chiri, donde quieras. ¿Puedes venir al club?

—El club, ¿dices? Querrás decir mi club, el club que me pertenecía.

—Sí —dije—. Tu club.

—Ni lo sueñes, imbécil de mierda —gruñó—. No voy a poner un pie allí hasta que cambien las cosas. Pero te veré en cualquier otro sitio. Estaré en el local de Courane en media hora. No está en el Budayén, cielo, pero estoy segura de que lo encontrarás. Déjate ver si crees que podrás soportarlo.

Colgó bruscamente y luego escuché la señal de comunicar.

—Te está arrastrando, ¿no? —dijo Shaknahyi.

Shaknahyi disfrutaba de cada momento de mi mortificación. Me caía bien ese tipo, pero a veces era un bastardo.

Colgué el teléfono de mi cinturón.

—¿Has oído hablar de un bar llamado Courane?

Dio un bufido.

—Ese tronco cristiano se dejó caer por la ciudad hace unos años —dijo Shaknahyi mientras conducía el coche patrulla por Rasmiyya, un barrio al este del Budayén en el que no había estado nunca—. Se llama Courane. Se considera un poeta, pero nadie ha visto nunca una prueba de ello. Sea como fuere goza de gran influencia en la comunidad europea. Un día abrió lo que el llama un salón. Un bar tranquilo y oscuro donde todo está hecho de mimbre, cristal y acero inoxidable, lleno de tiestos con plantas de plástico. Ahora ya no atrae a las multitudes, pero rezuma esa melancolía de expatriado.

—Como Weinraub, en el patio de Gargotier —dije.

—Sí —me respondió Shaknahyi—, la diferencia es que Courane dispone de su propio medio de vida. Se queda allí y no molesta a nadie. Al menos concédele eso. ¿Es ahí donde vas a entrevistarte con Chiri?

Le miré y me encogí de hombros.

—Ha sido idea suya.

Me sonrió.

—¿Quieres llamar la atención al entrar?

—No, por favor —murmuré.

Ese Jirji era un guasón.

Veinte minutos más tarde estábamos en un distrito de clase media con casas de dos y tres pisos. Las calles eran más amplias que las del Budayén y los edificios encalados tenían parcelas de tierra a su alrededor, donde habían plantado matorrales y arbustos en flor. Altas palmeras se inclinaban ebriamente a lo largo de los márgenes de la acera. El vecindario parecía desierto, a no ser por los gritos de los niños luchando en las aceras o persiguiéndose unos a otros por las esquinas de las casas. Era una parte de la ciudad muy tranquila y pacífica, tanto que me hacía sentir incómodo.

—Courane está justo allí —dijo Shaknahyi.

Entró en una calle de aspecto más pobre, era poco más que un callejón. Un lado estaba flanqueado por las paredes negras de las mismas casas de tejado plano. Del segundo piso colgaban pequeños balcones y ventanas veladas por gruesas celosías de madera. En el otro lado del callejón se levantaban edificios de madera y unos pocos comercios: una tienda de curtidos, una panadería, un restaurante especializado en platos de judías y un puesto de libros.

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