Alcé la vista. Allí estaba Indihar. Esbozando una sonrisa, aunque parecía absolutamente enojada.
Me levanté azorado.
—Indihar, ¿cómo estás? —dije, sintiéndome un idiota—. No sabía que estuvieras casada.
—Se supone que nadie lo sabe —dijo ella, mirando a su marido y luego mirándome a mí.
—Está bien, cariño —dijo Shaknahyi—. Marîd no se lo dirá a nadie, ¿verdad?
—Marîd es un... —empezó Indihar, pero entonces se acordó de que yo era un huésped en su hogar. Humilló los ojos con pudor—. Tu visita es un honor para nuestra familia, Marîd.
Yo no sabía qué decir. Vaya sorpresa: Indihar, durante el día hermosa bailarina del Budayén, púdica esposa musulmana por la noche.
—Por favor —dije, un poco incómodo—, no os molestéis por mí.
Indihar me miró fijamente antes de echar a Zahra de la habitación. No pude leer lo que estaba pensando.
—Toma un poco de té —dijo Shaknahyi—. Y un poco más de hummus.
Por fin Hakim encontró el valor para acercarse. Se cogió de mi pierna y me tiró del pantalón.
Iba a ser peor de lo que me temía.
Tenía ante mí la pequeña libreta marrón de Shaknahyi, la que llevaba en el bolsillo. La primera vez que la vi fue cuando investigamos el asesinato de Blanca. Ahora contemplaba sus tapas de vinilo, manchadas con huellas de sangre, y meditaba sobre las entradas codificadas de Shaknahyi. Se suponía que debía descubrir su significado.
Esto ocurría una semana después de mi visita a la casa de Jirji e Indihar. El día había comenzado con mal pie y no mejoró. Levanté la vista para ver a Kmuzu junto a mi cama sosteniendo una bandeja de zumo de naranja, tostadas y café. Supuse que había esperado a mi daddy despertador para aparecer. Tenía tan mal aspecto que casi sentí lástima por el pobre mamón.
—Buenos días, yaa Sidi —dijo bajito.
Yo también me encontraba fatal.
—¿Dónde está mi ropa?
Kmuzu se encogió de hombros.
—No lo sé, yaa Sidi. No recuerdo lo que hiciste con ella anoche.
Yo tampoco me acordaba de nada. Sólo una molesta oscuridad desde que anoche crucé la puerta principal, ya tarde, hasta hace un momento. Salté de la cama desnudo, con la cabeza martilleándome y el estómago amenazando con una inmediata revolución.
—Ayúdame a encontrar los téjanos —dije—. Mi caja de píldoras está en los téjanos.
—Por esto es que el Señor prohibe beber —dijo Kmuzu.
Le eché una mirada, tenía los ojos cerrados y aún sostenía la bandeja, que oscilaba peligrosamente. En pocos segundos el café y el zumo de naranja se verterían sobre mi cama. Pero en aquel momento para mí no tenía ninguna importancia.
Mi ropa no estaba debajo de la cama, que era el lugar lógico donde buscar. No estaba en el armario, ni en el ropero, ni en el baño. Miré sobre la mesa de la zona del comedor y en mi pequeña cocina. Sin suerte. Por fin encontré los zapatos y la camisa hecha una pelota en la estantería, encajada entre unas novelas de Lutfy Gad, un escritor detective palestino de mediados del siglo xx. Mis téjanos estaban primorosamente doblados y escondidos en mi escritorio entre varios pliegues de papel de impresora.
Ni siquiera me puse los pantalones. Cogí la caja de píldoras y volví a entrar en el dormitorio. Mi plan era tragarme varios opiáceos, tal vez una docena de soneínas, con el zumo de naranja.
Demasiado tarde. Kmuzu contemplaba horrorizado el pegajoso charco de mis sábanas apestosas a sudor. Se quedó mirándome.
—Limpiaré eso ahora mismo —dijo, reprimiendo una náusea.
Su expresión decía que esperaba perder su cómodo empleo en la Casa Grande y ser enviado a los polvorientos campos con los otros brutos no cualificados.
—No te preocupes por eso ahora, Kmuzu. Acércame esa taza de...
Oí el chasquido de la taza de café y el platillo deslizándose hacia el sur y cayéndose por el borde de la bandeja. Miré las sábanas hechas un asco. Al menos ya no se distinguía la mancha del jugo de naranja derramado.
—Yaa Sidi...
—Quiero un vaso de agua, Kmuzu, inmediatamente.
Había sido una noche infernal. Tuve la brillante idea de ir al Budayén después de trabajar.
—Hace mucho tiempo que no salgo de noche —le dije a Kmuzu cuando vino a buscarme a la comisaría.
—Al amo de la casa le complace que te concentres en tu trabajo.
—Sí, tienes razón, pero eso no significa que no pueda ver a mis amigos de vez en cuando.
Le di la dirección del club griego de Jo—Mama.
—Si lo haces, volverás a casa tarde, yaa Sidi.
—Ya sé que será tarde. ¿Prefieres que salga a tomar unas copas por la mañana?
—Por la mañana debes estar en la comisaría.
—Falta mucho para entonces —puntualicé.
—El amo de la casa...
—¡Gira a la derecha, Kmuzu, vamos!
No iba a tolerar ni una queja más. Le guié hacia el norte por las intrincadas calles de la ciudad. Dejamos el coche en el bulevar y cruzamos la puerta del Budayén.
El club de Jo—Mama estaba en la calle Tres, descansando contra la alta muralla norte del barrio. Rocky, la camarera auxiliar, frunció el ceño cuando acerqué un taburete a la barra. Era bajita y corpulenta, con un hirsuto cabello negro, y no se alegró de verme.
—¿Quieres ver mi licencia de encargada, policía? —dijo en tono mordaz.
—Déjame en paz, Rocky. Sólo quiero ginebra y bingara. —Me volví hacia Kmuzu, que estaba de pie a mi espalda—. Siéntate.
—¿Y éste quién es? —dijo Rocky—, ¿tu esclavo o algo así?
Asentí.
—Sírvele lo mismo.
Kmuzu levantó una mano.
—Simplemente un soda club, por favor —dijo.
Rocky me miró y yo le hice un discreto gesto con la cabeza.
Jo—Mama salió de su despacho y me sonrió.
—Marîd, ¿cómo estás? Ya no se te ve el pelo.
—He estado muy ocupado.
Rocky dejó una bebida ante mí y otra idéntica ante Kmuzu.
Jo—Mama le dio una palmada en el hombro a Kmuzu.
—Sabes, tu jefe tiene cojones —dijo con admiración.
—Algo he oído —respondió Kmuzu.
—Sí. Todos hemos oído algo —dijo Rocky, torciendo un poco la boca.
Kmuzu dio un sorbo a su ginebra con bingara e hizo un aspaviento.
—Este soda club sabe raro.
—Es el zumo de lima —dije sin pensar.
—Sí, te he puesto un poco de lima —dijo Rocky.
—Oh —dijo Kmuzu, dando otro sorbo.
Jo—Mama se rió. Era la mujer más grande que he visto en mi vida, grande, corpulenta y siempre cordial. Tenía una voz fuerte y ronca y una memoria prodigiosa para acordarse de quién le debe dinero y quién le ha hecho alguna mala pasada. Cuando se ríe, ves la cerveza espumear en los vasos por todo el bar, y cuando se enfada, no te da tiempo a ver nada.
—Tus amigos están en la mesa del fondo —me dijo.
—¿Quién?
—Mahmoud, Medio Hajj y ese cristiano altanero.
—Mis antiguos amigos.
Jo—Mama se encogió de hombros. Yo cogí mi bebida y me interné en la oscura caverna del club. Kmuzu me siguió.
Mahmoud, Jacques, Saied y ese adolescente americano, Abdul—Hassan, amante de Saied, estaban sentados a una mesa cerca del escenario. Al principio no me vieron porque estaban calibrando a la bailarina, a quien yo no conocía, pero era una mujer auténtica. Acerqué un par de sillas a su mesa y Kmuzu y yo nos sentamos.
—¿Cómo estás, Marîd? —dijo Medio Hajj.
—Mirad quién está aquí —dijo Mahmoud—. ¿Has venido a inspeccionar los permisos?
—Es un chiste malo que ya me ha contado Rocky.
Mahmoud ni se inmutó. Aunque como mujer había sido lo bastante ágil y hermosa como para bailar aquí en el club de Jo—Mama, después del cambio de sexo había ganado unos cuantos kilos y unos cuantos músculos. No tenía ganas de luchar con él para ver cuál de los dos era más duro.
—¿Por qué estamos mirando a esta titi? —preguntó Saied.
Abdul—Hassan contemplaba con rencor a la chica del escenario. Medio Hajj era un buen maestro.
—No es tan mala —dijo Jacques, haciéndonos partícipes de su punto de vista de heterosexual militante—. Es muy bonita, ¿no creéis?
Saied dio una patada en el suelo.
—Los travestis de la Calle lo son más.
—Los travestis de la Calle son productos —dijo Jacques—. Esta chica es natural.
—La toxina de los moluscos es natural, si es eso lo que te preocupa —dijo Mahmoud—. Prefiero mirar a alguien que ha perdido algo de tiempo y esfuerzo en mejorar su aspecto.
—Alguien que ha gastado una fortuna en moddies corporales, querrás decir —dijo Jacques.
—¿Cómo se llama? —pregunté.
Hicieron caso omiso de mi pregunta.
—¿Has oído lo de la muerte de Blanca? —le dijo Jacques a Mahmoud.
—Es probable que la mataran a palos en una batida policial —respondió Mahmoud, mirándome.
No iba a soportar nada más. Dejé mi silla.
—Acaba tu... soda club —le dije a Kmuzu.
Saied se levantó y se me acercó.
—Vamos, Marîd —susurró—, no les hagas caso. Intentan provocar tu cólera.
—Pues lo han logrado.
—Se cansarán pronto. Todo volverá a ser como antes.
Engullí el resto de mi bebida.
—Seguro —dije, sorprendido por la ingenuidad de Saied.
Abdul—Hassan me dirigió una mirada seductora, batiendo sus largas pestañas. Me pregunté de qué sexo sería cuando fuera mayor.
Jo—Mama había vuelto a desaparecer en el despacho y Rocky no se molestó en decirme adiós. Kmuzu me siguió fuera del bar.
—Bien —le dije—, ¿te diviertes?
Me ofreció una mirada vacua. No parecía divertirse demasiado.
—Pasaremos por el local de Chiri —le dije—. Allí si alguien me mira mal lo puedo echar. Es mi club.
Me gustaba como sonaba.
Guié a Kmuzu hacia el sur y luego giramos Calle arriba. Conducía con una mirada solemne de desaprobación en el rostro. No era el perfecto compañero para ir de copas, pero era leal. Sabía que no me abandonaría si encontraba alguna chica ardiente en cualquier parte.
—¿Por qué no te relajas? —le pregunté.
—Mi trabajo no consiste en relajarme —dijo.
—Eres un esclavo. Tu trabajo consiste en lo que yo te diga. Aminora un poco.
Al entrar en el club me brindaron una agradable bienvenida.
—Aquí llega, señoras —gritó Chiri—, el jefe.
Esta vez no parecía amargada cuando me llamó eso. Había tres transexuales y dos travestís trabajando con ella. Las chicas de verdad estaban todas en el turno de día con Indihar.
Es bueno sentirse como en casa en algún sitio.
—¿Qué tal, Chiri? —le pregunté.
Parecía disgustada.
—Una noche floja, no se ha hecho dinero.
—Siempre dices lo mismo.
Entré y busqué mi asiento de siempre en el extremo más alejado de la barra, donde ésta se curva hacia el escenario. Allí sentado divisaba toda la barra y podía ver quién entraba en el club. Kmuzu se sentó a mi lado.
Chiri me lanzó un posavasos de corcho. Yo di unos golpecitos en la barra delante de Kmuzu y Chiri asintió.
—¿Quién es este guapo demonio? —me preguntó.
—Se llama Kmuzu, es poco comunicativo.
Chiri sonrió.
—Yo puedo remediarlo. ¿De dónde eres, cielo?
Se dirigió a Chiri en algún idioma africano del que no comprendí ni una palabra, al igual que ella.
—Soy el esclavo de Sidi Marîd —dijo.
Chiri alucinó. Se quedó casi sin habla.
—¿Esclavo? Perdóname por decirlo, cariño, pero ser esclavo no es algo de lo que enorgullecerse. No puedes decirlo como si fuera una hazaña,¿sabes?
Kmuzu sacudió la cabeza.
—Es una larga historia.
—Ya me imagino —dijo Chiri, mirándome como si esperara una explicación.
—Si es una historia, nadie me la ha contado —dije.
—Te lo dio Papa, ¿no? Como te dio el club. —Yo asentí. Chiri puso ginebra y bingara sobre mi posavasos y lo mismo ante Kmuzu—. Si estuviera en tu lugar, a partir de ahora me cuidaría mucho de lo que desenvolviera bajo el árbol de navidad.
Yasmin me miró durante media hora antes de acercarse a decir «hola» y sólo porque los otros dos transexuales me estaban besando y restregándose contra mí, intentando quedar bien con el dueño. También funcionaba.
—Has llegado lejos, Marîd —dijo Yasmin.
Me encogí de hombros.
—Me siento como si aún fuera el sencillo norafde, siempre.
—Sabes que no es cierto.
—Bueno, todo te lo debo a ti. Fuiste tú quien me incitó a operarme el cráneo y hacer lo que Papa deseaba.
Yasmin cambió de tema.
—Sí, supongo que sí. —Se volvió hacia mí—. Oye, Marîd, lo siento si...
Le cogí la mano.
—No digas que lo sientes, Yasmin. Hace mucho de eso.
Parecía agradecida.
—Gracias, Marîd.
Se inclinó y me besó en la mejilla. Luego se apresuró hacia la barra a la que se habían sentado dos marinos mercantes de tez oscura.
El resto de la noche transcurrió rápido. Torné una copa detrás de otra y me aseguré de que Kmuzu hiciera lo mismo. Seguía creyendo que bebía soda club con un extraño zumo de lima.
En algún momento empecé a estar borracho y Kmuzu casi desvalido. Recuerdo a Chiri cerrando el bar a las tres de la madrugada. Contó la caja registradora y me ofreció el dinero. Le di la mitad de los billetes, como correspondía a nuestro acuerdo, luego pagué los salarios de Yasmin y de las otras cuatro. Todavía me quedó un grueso fajo de billetes.
Me gané un ardiente beso de buenas noches de un transexual llamado Lily y un pedazo de papel con el teléfono de alguien llamado Rani. Creo que Rani también le dio el papel a Kmuzu, para cubrir sus apuestas.
Ahí es cuando sobrevino el apagón. No sé cómo logramos volver a casa, pero no trajimos el coche con nosotros. Lo siguiente que recuerdo es despertarme en la cama y a Kmuzu a punto de derramar zumo de naranja y café caliente sobre mí.
—¿Dónde está el agua? —dije, vagando por la habitación, con los sunnies en una mano y los zapatos en la otra.
—Aquí, yaa Sidi.
Le quité el vaso y me tragué las tabletas.
—Te dejo un par para ti —le dije.
Parecía consternado.
—No puedo.
—No es recreativa. Es medicinal.
Kmuzu superó su aversión a las drogas lo suficiente como para tomar una soneína.
Yo distaba mucho de estar sobrio y los sunnies no me iban a resultar de mucha ayuda. Ya no me dolía, pero sólo estaba vagamente consciente. Me vestí rápido sin reparar en lo que me ponía. Kmuzu se ofreció a hacerme el desayuno, pero la mera idea me revolvía el estómago. Por una vez Kmuzu no insistió en que comiera. Creo que se alegraba de no tener que cocinar.