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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Un fuego en el sol (19 page)

Bajamos la escalera a duras penas. Llamé un taxi para que me llevara al trabajo y Kmuzu me acompañó a fin de recuperar el sedán. En el taxi, recliné la cabeza contra el asiento, cerré los ojos y oí ruidos peculiares en mi cabeza. Mis oídos repicaban como la sala de máquinas de un antiguo remolcador.

—Que tengas un buen día —dijo Kmuzu, cuando llegamos a la comisaría.

—Que viva hasta la hora de comer, quieres decir.

Salí del taxi y me abrí paso entre mi grupo de jóvenes partidarios, arrojándoles un poco de dinero.

El sargento Catavina me miró con displicencia entrar en mi cubículo.

—No tienes buen aspecto.

—No me encuentro bien.

Catavina chasqueó la lengua.

—Te he contado lo que hago cuando estoy un poco resacoso.

—No apareces por el trabajo —le dije, desplomándome en la silla de plástico; no tenía ganas de charlar con él.

—Eso siempre funciona —dijo, saliendo de mi cubículo.

Yo no le gustaba, y a mí parecía no importarme.

Shaknahyi llegó quince minutos tarde. Yo seguía contemplando mi ordenador, incapaz de escarbar en la montaña de papeles que esperaban en mi escritorio.

—¿Qué tal? —dijo. No esperó mi respuesta—. Hajjar quiere vernos ahora mismo.

—No estoy presentable —dije abatido.

—Ya se lo he dicho. Vamos, mueve el culo.

Le seguí, renuente, por el pasillo hasta la pequeña oficina de Hajjar entre paredes de cristal. Aguardamos de pie ante su escritorio mientras él jugueteaba con una pequeña montaña de clips. Tras unos segundos levantó la vista y nos dirigió una mirada escrutadora. Era un acto meditado. Tenía algo difícil que decirnos y quería que supiéramos que le—dolía—más—a—él—que—a—nosotros.

—No me gusta tener que hacer esto —dijo, y parecía realmente apenado.

—Entonces olvídalo, teniente —le dije—. Vamos, Jirji, dejémoslo solo.

—Cállate, Audran —dijo Hajjar—. Reda Abu Adil ha presentado una queja oficial. Creo que os dije que le dejarais en paz.

No habíamos vuelto a ver a Abu Adil, pero hablamos con todos sus macarras a sueldo que pudimos arrinconar.

—Muy bien —dijo Shaknahyi—, lo suspenderemos.

—La investigación ha terminado. Hemos reunido toda la información que necesitábamos.

—Vale —dijo Shaknahyi.

—¿Comprendéis? A partir de ahora dejad tranquilo a Abu Adil. No tenemos nada contra él. No está bajo ningún tipo de sospecha.

—Correcto —dijo Shaknahyi.

Hajjar me miró.

—Perfecto —dije.

Hajjar asintió.

—Muy bien. Ahora, hay algo que quiero que comprobéis.

Le ofreció a Shaknahyi una hoja de papel azul claro.

Shaknahyi la observó.

—Esta dirección está por aquí cerca.

—Aja —respondió Hajjar—. Hemos recibido ciertas quejas del vecindario. Parece otro traficante de bebés, pero ese tipo tiene un horrible método. Si encontráis a On Cheung, detenedlo y traedlo a la comisaría. No os molestéis por las pruebas, ya las fabricaremos más tarde. Si no está allí, mirad a ver qué encontráis y traedlo.

—¿De qué le acusamos? —pregunté.

Hajjar se encogió de hombros.

—No es necesario acusarle de nada. Ya oirá bastantes cargos en el juicio.

Miré a Shaknahyi, que se encogió de hombros. Así era como antaño solía actuar el departamento de policía. El teniente Hajjar debía de sentir nostalgia de los viejos tiempos.

Salimos de la oficina de Hajjar y nos dirigimos al ascensor. Shaknahyi se metió el papel azul en el bolsillo de la camisa.

—No tardaremos mucho —dijo—. Luego iremos a comer algo.

La mera idea de la comida me produjo náuseas. Me di cuenta de que todavía estaba medio borracho. Pedí a Alá que mi estado no acarreara complicaciones en la calle.

Circulamos seis manzanas hacia una zona de desmedrados edificios de ladrillo rojo. Los niños jugaban en la calle, chutando un balón de fútbol de aquí para allá y lanzando fuertes gritos.

—Yaa Sidi! Yaa Sidi! —gritaron cuando divisaron el coche policía.

Observé que algunos de ellos eran los niños a quienes daba dinero cada mañana.

—Te estás convirtiendo en una celebridad en este barrio —dijo Shaknahyi divertido.

Grupos de hombres se sentaban frente a los edificios en viejas sillas de cocina, bebiendo té, conversando y mirando pasar el tráfico. Dejaron de hablar en cuanto aparecimos. Nos miraron caminar con los ojos entornados, llenos de odio. Al pasar alcancé a oír sus comentarios sobre nosotros.

Shaknahyi consultó la hoja azul y comprobó la dirección de uno de los edificios.

—Éste es —dijo.

Se trataba de una turbia tienda, cuyo escaparate estaba tapado por trozos de cajas de cartón pegados por dentro.

—Parece abandonado —dije.

Shaknahyi asintió y nos acercamos a algunos de los hombres que nos vigilaban de cerca.

—¿Alguien sabe algo sobre un tal On Cheung? —preguntó.

Los hombres se miraron entre sí, pero ninguno de ellos dijo nada.

—Un bastardo que compra niños. ¿Lo habéis visto?

No creí que ninguno de esos hombres desaliñados y muertos de hambre nos tendiera una mano, pero al fin uno de ellos se levantó.

—Yo os lo explicaré —dijo.

Los demás se burlaron de él y escupieron a sus pies mientras nos seguía a Shaknahyi y a mí hasta la acera.

—¿Qué es lo que sabes? —preguntó Shaknahyi.

—Ese tal On Cheung apareció hace unos meses —dijo el hombre. Miraba por encima del hombro con nerviosismo—. Cada día acudían mujeres a su tienda. Al entrar llevaban niños. Poco después salían, pero no con los niños.

—¿Qué hacía con los niños? —pregunté.

—Les rompía las piernas —dijo el hombre—. Les cortaba las manos o les arrancaba la lengua para que la gente se compadeciera de ellos y le diesen dinero. Luego los vendía a los propietarios de esclavos, quienes los lanzaban a la calle a mendigar. A veces vendía a las niñas más mayores a los chulos.

—On Cheung morirá al atardecer si Friedlander Bey se entera de esto —dije.

Shaknahyi me miró como si me hubiera vuelto loco. Se dirigió a nuestro informador.

—¿Cuánto pagaba por un niño?

—No lo sé. Quizá quinientos kiams. Los niños valen más que las niñas. A veces acudían a él mujeres embarazadas de otros barrios de la ciudad. Se quedaban una semana, un mes. Luego se iban a casa y decían a su familia que el niño había muerto —dijo encogiéndose de hombros.

Shaknahyi fue a la tienda y trató de abrir la puerta. Se movió, pero no se abrió. Sacó su pistola de agujas y disparó al panel de cristal por encima de la cerradura, luego alargó el brazo y abrió la puerta. Nos internamos en la tienda oscura y maloliente.

Había basura por todas partes, botellas rotas y envases de poliestireno, papeles de periódico rasgados y material de embalar. Un fuerte olor a desinfectante con aroma de pino flotaba en el aire. Tan sólo una vieja mesa contra la pared, una bombilla colgando del techo y en un rincón un asqueroso lavabo de porcelana con un grifo que goteaba. No había más muebles. Era evidente que a On Cheung le habían advertido del interés de la policía por su negocio. Caminamos por la habitación, aplastando cristales y plásticos. Allí ya no podíamos hacer nada más.

—Cuando eres policía —dijo Shaknahyi—, pasas por un montón de frustraciones.

Salimos al exterior. Los hombres en las sillas de cocina estaban vociferando a nuestro informador. Ninguno de ellos sentía ninguna estima por On Cheung, pero su amigo había quebrantado cierto código no escrito al hablar con nosotros. Le costaría caro.

Los dejamos en ello. El asunto me asqueó y me alegré de no ver ninguna prueba de las ocupaciones de On Cheung.

—¿Y ahora qué pasa? —pregunté.

—¿Sobre On Cheung? Redactaremos un informe. Quizá se haya trasladado a otra parte, quizá haya salido de la ciudad. Quizá algún día alguien le atrape y le corte los brazos y las piernas. Entonces podrá sentarse en un rincón de la calle y mendigar, me gustaría verlo.

Una mujer con un largo abrigo negro y un pañuelo gris cruzó la calle. Llevaba un niño pequeño envuelto en una keffiya a cuadros rojos y blancos.

—Yaa Sidil —me dijo.

Shaknahyi levantó las cejas y echó a andar.

—¿Puedo ayudarte, hermana? —le dije.

Era bastante raro que una mujer abordase a un hombre extraño en la calle. Claro que para ella yo era sólo un policía.

—Los niños me han dicho que eres un hombre bueno —dijo—. El propietario nos pide más dinero porque ahora he tenido otro niño. Dice...

Suspiré.

—¿Cuánto necesitas?

—Doscientos cincuenta kiams, yaa Sidi.

Le di quinientos. Los saqué de los beneficios del club de la noche anterior. Aún me quedaba mucho.

—Lo que decían es cierto, ¡oh elegido! —me dijo, con lágrimas en los ojos.

—Haces que me sienta incómodo —dije—. Paga el alquiler al propietario y compra comida para ti y para tus hijos.

—Que Alá aumente tu fuerza, yaa Sidi.

—Que él te bendiga, hermana.

Atravesó la calle corriendo y se metió en su casa.

—Te hace sentir bien, ¿no? —dijo Shaknahyi.

No sabría decir si se estaba burlando de mí.

—Me alegra poder ayudar un poco.

—El Robín Hood de los suburbios.

—Se me pueden llamar cosas peores.

—Si Indihar viera esta faceta tuya, tal vez no te odiase tanto.

Me quedé mirándole, pero él se limitó a reírse.

De nuevo en el coche patrulla, el ordenador de a bordo dijo:

—Coche número tres siete cuatro, responda inmediatamente. Se ha identificado al asesino Paul Jawarski en el restaurante Meloul de la calle Nür ad—Din. Está desesperado, bien armado, y disparará a matar. Otras unidades van en camino.

—Nosotros nos ocuparemos de él —dijo Shaknahyi.

La voz del ordenador se extinguió.

—El restaurante de Meloul es donde comimos en aquella ocasión, ¿no? —dije.

Shaknahyi asintió.

—Intentaremos reducir a ese bastardo de Jawarski antes de que agujeree la olla de cuscús de Meloul.

—¿La agujeree?

Shaknahyi se volvió hacia mí y me dedicó una amplia sonrisa.

—Le gustan las pistolas antiguas. Lleva una cuarenta y cinco automática. Te hace un socavón tan grande que cabe una pierna de cordero.

—¿Qué sabes de ese Jawarski?

Shaknahyi viró por la calle Nür ad—Din.

—Los patrulleros como nosotros llevamos una semana viendo su foto. Dice que ha matado a veintiséis hombres. Es el jefe de la banda de los cabezas planas. Ofrecen diez mil kiams de recompensa por él.

Se suponía que yo sabía de qué estaba hablando.

—No parece interesarte demasiado —dije.

Shaknahyi gesticuló con la mano.

—No sé si el aviso es verdadero o es otra falsa alarma. En este barrio hemos recibido tantas llamadas falsas como auténticas.

Llegamos los primeros al local de Meloul. Shaknahyi abrió la portezuela y salió, yo hice lo mismo.

—¿Qué quieres que haga? —le pregunté.

—Limítate a quitar a los viandantes del medio —dijo—. En todo caso hay algo...

Una salva de disparos partió del interior del restaurante. Aquellas armas de fuego metían mucho ruido. Sin duda atraían la atención, no como el chisporroteo y el siseo de las pistolas estáticas. Me lancé al suelo e intenté sacar la pistola estática del bolsillo. Sonaron más disparos y oí el estallido de cristales cerca. El parabrisas, pensé.

Shaknahyi se había tirado al suelo junto al edificio, fuera de la línea de fuego. Empuñaba su arma.

—Jirji —le llamé.

Me hizo una seña para que cubriera la parte trasera del restaurante. Me levanté y corrí unos metros, entonces oí a Jawarski huir por la puerta principal. Me volví y vi a Shaknahyi salir tras él disparando su pistola de agujas por la calle Nür ad—Din. Shaknahyi abrió fuego cuatro veces y Jawarski se dio la vuelta. Yo los miraba fijamente e imaginaba el tamaño y la negrura del cañón de la pistola de Jawarski. Parecía como si me apuntase directo al corazón. Disparó unas cuantas veces y se me heló la sangre, hasta que me percaté de que no me había dado.

Jawarski corrió hacia un patio a unas pocas puertas más allá de Meloul, y Shaknahyi le persiguió. El fugitivo debió de caer en la cuenta de que no podía cortar por la siguiente calle, porque retrocedió hacia Shaknahyi. Llegué en el preciso instante en que los dos hombres se encontraban frente a frente, disparándose. A Jawarski se le descargó el arma y huyó hacia la parte trasera de una casa de dos plantas.

Lo seguimos por el patio. Shaknahyi subió un peldaño de la escalera, abrió una puerta y se metió en la casa. Yo no quería hacerlo, pero tenía que seguirle. En cuanto abrí la puerta trasera, vi a Shaknahyi apoyado contra la pared, recargando su pistola de agujas. No parecía consciente de la gran mancha oscura que se extendía por su pecho.

—Jirji, estás herido —dije, con la boca seca y el corazón como un martillo.

—Sí. —Respiró hondo—. Vamos.

Caminó despacio por la casa hacia la puerta principal. Salió a la calle y paró un pequeño coche eléctrico de un civil.

—Demasiado lejos para ir a buscar el coche patrulla —me dijo, jadeante. Miró al conductor—. Estoy herido —dijo, metiéndose en el coche.

Me senté a su lado.

—Llévenos al hospital —ordené al acobardado hombrecito que estaba tras el volante.

Shaknahyi renegó.

—Olvídelo. Sígale —dijo señalando a Jawarski, que corría por el espacio que separaba la casa en que se había escondido de la siguiente.

Jawarski nos vio y disparó mientras corría. La bala entró por la ventana del coche, pero el calvo conductor no se detuvo. Veíamos a Jawarski escabullirse de una casa a otra. Entre las casas, se volvió y nos disparó de nuevo. Cinco balas más se incrustaron en el coche.

Por fin Jawarski llegó a la última casa de la manzana y subió por el porche. Shaknahyi apuntó con su pistola de agujas y disparó. Jawarski se tambaleó.

—Vamos —dijo Shaknahyi respirando con dificultad—. Me parece que ya le tenemos. —Abrió la puerta del coche y cayó sobre el pavimento. Yo bajé de un salto y le ayudé a incorporarse—. ¿Dónde están? —dijo.

Miré por encima del hombro. Un puñado de policías uniformados subían la escalera hacia el escondite de Jawarski y tres coches patrulla más se acercaban por la calle a toda velocidad.

—Están aquí, Jirji —dije.

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