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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Un fuego en el sol (23 page)

Alzó la vista para comprobar quién aparecía por su despacho.

—¿Qué ocurre ahora, Audran? —dijo bruscamente.

Hacía tres días que no me veía, pero por su pregunta parecía como si lo estuviera incordiando constantemente.

—Sólo quería saber qué planes tienes ahora para mí.

Hajjar me miraba por encima de su ordenador. Me contempló un rato, torciendo la boca como si masticara un dátil podrido.

—Estás muy equivocado —dijo en voz queda—. No entras en absoluto en mis planes.

—Me presento voluntario para colaborar en la investigación por la muerte de Jirji Shaknahyi.

Hajjar enarcó las cejas. Se reclinó contra su silla.

—¿De qué investigación me hablas? —preguntó con incredulidad—. Paul Jawarski le disparó. Eso es todo lo que necesitamos saber.

Esperé hasta poder hablarle sin gritar.

—¿Hemos cogido a Jawarski?

—¿Hemos? —preguntó Hajjar—. ¿Quiénes hemos? ¿Quieres decir si el departamento de policía tiene a Jawarski? Aún no. Pero no te preocupes, Audran, no se escapará. Le seguimos la pista.

—¿Cómo esperáis encontrarle? Esta ciudad es grande. ¿Crees que está sentado en una habitación esperando a que aparezcáis con una orden de detención? Probablemente en estos momentos ya esté en América.

—Lo encontraremos gracias al buen trabajo de la policía, Audran. Tú nunca has confiado demasiado en el buen trabajo de la policía. Sé que no ha abandonado la ciudad. Está en algún lugar y estamos estrechando el cerco a su alrededor. Es sólo cuestión de tiempo.

Sus palabras no me gustaron.

—Eso díselo a su viuda —dije—. Le enternecerá tu confianza.

Hajjar se levantó. Le había puesto furioso.

—¿Me estás acusando de algo, Audran? —preguntó, empujándome en el pecho con su índice extendido—. ¿Insinúas que quizá no llevo esta investigación lo bastante lejos?

—No he dicho nada de eso, Hajjar. Sólo deseo saber cuáles son tus planes.

Me sonrió con malicia.

—¿Qué? ¿Crees que no tengo otra cosa que hacer que sentarme a pensar cómo utilizar tus talentos especiales? Mierda, Audran, nos las hemos arreglado muy bien sin ti estos últimos días. Pero supongo que, ahora que estás aquí, debes hacer algo. —Volvió a sentarse tras su escritorio y hojeó una pila de papeles—. Ah sí, aquí están. Quiero que continúes la investigación que tú y Shaknahyi iniciasteis.

Eso no me hacía feliz. Quería participar directamente en la persecución de Jawarski.

—Creía que habías dicho que dejáramos en paz a Abu Adil.

Hajjar entornó los ojos.

—No he dicho nada de Abu Adil. Es mejor que te mantengas alejado de él. Hablo de ese asqueroso vietnamita de On Cheung. El vendedor de bebés. No podemos permitir que su rastro se enfríe.

Noté un escalofrío.

—¿Es que no puede seguir la pista de On Cheung otro? —dije—. Tengo especial interés en encontrar a Paul Jawarski.

—Marîd Audran. Un hombre y un destino. Olvídalo. No queremos que aúlles por toda la ciudad manifestando tu rencor. Además todavía no me has demostrado saber lo que estás haciendo. De modo que te asigno a un nuevo compañero, alguien con mucha experiencia. Esto no es un club de damas del voluntariado, Audran. Haz lo que te diga. ¿O es que consideras que quitar a On Cheung de la circulación es perder tu valioso tiempo?

Apreté los dientes. No me gustaba el trabajo, pero Hajjar tenía razón en el sentido de que era tan importante como cazar a Jawarski.

—Lo que tú digas, teniente.

Me miró con la misma sonrisa. Me habría gustado partirle la cara.

—A partir de ahora patrullarás con el sargento Catavina. Aprenderás mucho con él.

Se me puso el corazón en los pies. De todos los policías de la comisaría, Catavina era con el que menos deseaba pasar el rato. Era un pendenciero y un perezoso hijo de puta. Sabía que si llegamos a atrapar a On Cheung no sería por la contribución de Catavina.

El teniente debió de intuir mi reacción por la expresión de mi rostro.

—¿Algún problema, Audran? —preguntó.

—Si lo tuviera ¿existe alguna posibilidad de que cambies de opinión?

—Ni la más mínima —dijo Hajjar.

—Ya lo sabía.

Hajjar volvió a dirigir la mirada hacia su ordenador.

—Preséntate a Catavina. Quiero oír buenas noticias muy pronto. Pararle los pies a esa mierda, habrá recompensas para ambos.

—Me pondré manos a la obra ahora mismo, teniente.

Me impresionó la astucia de Hajjar. Arteramente me había alejado de Abu Adil y Jawarski encomendándome una investigación que llevaría un montón de tiempo pero perfectamente válida. Debía encontrar el modo de cumplir mis misiones oficiales y mis propósitos particulares.

Hajjar ya no me prestó más atención, así que salí de su despacho. Busqué al sargento Catavina. Prefería pasar de él, pero eso no sería posible.

Tampoco a Catavina le emocionaba ser mi compañero.

—Ya he hablado con Hajjar —me dijo, mientras bajábamos al garaje a buscar el coche patrulla de Catavina.

Catavina intentaba brindarme la ayuda de su experiencia de todos esos años en un discurso inconexo.

—No eres un buen policía —dijo con voz sombría—. Nunca lo serás. No quiero que me jodas como jodiste a Shaknahyi.

—¿Qué significa eso, Catavina? —le pregunté.

Se volvió hacia mí y me miró con los ojos muy abiertos.

—Imagínatelo. Si hubieras sabido lo que hacías, Shaknahyi aún estaría vivo y yo no tendría que llevarte de la mano. Aléjate de mi camino y haz lo que yo te diga.

Era una maldita locura, pero no dije nada. Planeaba apartarme de su camino. Pensé que tenía que deshacerme de Catavina si quería hacer algún progreso.

Subimos al coche patrulla y no me dijo nada en un buen rato. Por mi encantado. Pensé que se dirigía al barrio donde On Cheung fue visto por última vez. Quizás pudiéramos averiguar algo útil entrevistando a esa gente otra vez, aunque hubieran sido tan reacios a cooperar.

Sin embargo, ése no era su plan. Nos dirigimos hacia el oeste, en dirección contraria. Circulamos casi dos kilómetros y medio por una zona de angostas y serpenteantes calles y callejas. Por fin, Catavina aparcó frente a un edificio de aspecto ruinoso, el edificio más alto de la manzana. Las ventanas de la planta baja habían sido tapadas con madera contrachapada y la puerta principal del zaguán había sido arrancada de las bisagras. Por dentro y por fuera las paredes estaban llenas de nombres y divisas pintadas con spray. El vestíbulo apestaba, llevaba mucho tiempo sirviendo de water. Mientras caminábamos hacia el ascensor, los cristales crujían bajo nuestras botas. Una gruesa capa de polvo y arena cubría todo.

—¿Qué estamos haciendo aquí? —pregunté.

—Ya lo verás —respondió Catavina.

Apretó el botón del ascensor. Cuando llegó, yo dudaba en subir. Las condiciones del edificio no me inspiraban ninguna confianza de que los cables sostuvieran nuestro peso. Cuando el ascensor preguntó a qué piso deseábamos ir, Catavina murmuró: «Octavo».

Nos miramos mientras la puerta se cerraba. Subimos en silencio, el único ruido procedía del roce del ascensor abriéndose paso hacia lo alto.

Bajamos en el octavo y Catavina me guió por el oscuro pasillo hasta la habitación 814. Sacó una llave de su bolsillo y abrió la puerta.

—¿Qué es esto? —pregunté, siguiéndole al interior.

—Una salita de recreo para oficiales de policía —repuso.

Había una gran sala de estar, una pequeña cocina y un baño. No tenía muchos muebles, una mesa barata y seis sillas en la sala de estar junto a un sofá roñoso de vinilo negro, un pequeño aparato holo y cuatro catres plegables. En dos de los catres dormían policías uniformados. Reconocí a dos de ellos pero no conocía sus nombres. Catavina se dejó caer pesadamente sobre el sofá y me miró.

—¿Quieres una copa? —me preguntó.

—No.

—Entonces tráeme un whiskey. El hielo está en la cocina.

Fui a la cocina y encontré una colección de botellas de licor.

Metí unos cuantos cubitos de hielo en un vaso y serví tres dedos del fuerte licor japonés.

—¿Qué estamos haciendo aquí? —pregunté, pensando en el lema del departamento—, ¿proteger o servir?

Llevé la bebida a la sala de estar y se la ofrecí a Catavina.

—Tú estás sirviendo —dijo con un gruñido—. Yo estoy protegiendo.

Me senté en una de las sillas plegables y le miré; vi como se tragaba la mitad del whiskey japonés de un trago.

—¿Protegiendo qué?

Catavina me sonrió con desdén.

—Protegiéndome el culo, eso es. Mientras estoy aquí seguro que no me disparan.

Eché una ojeada a los dos policías dormidos.

—¿Se van a quedar aquí mucho rato?

—Hasta que acabe el turno —me dijo.

—¿Te importa si me llevo el coche y hago algún trabajo mientras tanto?

El sargento me miró por encima del borde de su vaso.

—¿Por qué demonios quieres hacerlo?

Me encogí de hombros.

—Shaknahyi nunca me dejaba conducir.

Catavina me miró como si estuviera loco.

—Claro que sí, pero no lo estrelles. —Hurgó en su bolsillo, pilló las llaves del coche y me las arrojó—. Será mejor que vuelvas a buscarme a las cinco en punto.

—De acuerdo, sargento.

Le dejé mirando el aparato de holo que ni siquiera estaba encendido. Bajé en ascensor hasta el cochambroso zaguán, preguntándome qué iba a hacer a continuación. Me sentía en la obligación de encontrar algo que me condujera hasta On Cheung, pero en cambio era Jirji Shaknahyi quien ocupaba mi mente.

Su funeral había sido el día antes y por un momento pensé en quedarme en casa. Por un lado no sabía si estaba emocionalmente preparado para afrontarlo, por otro aún me sentía algo responsable de su muerte y no me creía con derecho a asistir. No quería encontrarme cara a cara con Indihar y los niños en esas circunstancias. Sin embargo, el miércoles por la mañana acudí a la pequeña mezquita cercana a la comisaría donde tenía lugar el funeral.

En el servicio fúnebre sólo se permite participar a los hombres. Me quité los zapatos y realicé las abluciones rituales, luego entré en la mezquita y me senté cerca de la salida. Me dio la impresión de que un montón de policías entre la multitud me miraban con semblantes vengativos. Aún era un extraño para ellos y a sus ojos bien podía haber apretado el gatillo del arma que mató a Shaknahyi.

Rezamos y luego un anciano imán de barba gris pronunció un sermón y un panegírico, incluyendo algunas vacuas trivialidades sobre el esfuerzo y el valor. Nada de eso hizo que me sintiera mejor. Me arrepentí de haber asistido al servicio religioso.

Entonces nos levantamos y salimos de la mezquita. A no ser por el canto de algunos pájaros y el ladrido de unos perros, todo estaba sobrenaturalmente silencioso. El sol ardía en lo alto de un cielo sin nubes. Una ligera y trémula brisa agitaba las polvorientas hojas de los árboles, pero el aire era demasiado cálido para respirar. El olor a leche agria fluía como una neblina ácida sobre los callejones empedrados. El día era demasiado opresivo como para prolongar mucho cualquier asunto. Estoy seguro de que Shaknahyi tenía muchos amigos, pero en aquel momento no deseaban más que acompañarlo a la tumba y darle sepultura cuanto antes.

Indihar presidía la procesión desde la mezquita hasta el cementerio. Llevaba un vestido negro con el rostro velado y el cabello cubierto por un pañuelo negro. Debía de contenerse. Los tres niños caminaban a su lado, con expresiones de perplejidad y desolación. Chiri me había contado que Indihar no tenía bastante dinero para pagar una tumba en el cementerio de Haffe al—Khala, donde los padres de Shaknahyi estaban enterrados, y no quiso aceptar un préstamo. Shaknahyi descansaría en una pobre sepultura en el cementerio del extremo oeste del Budayén. Seguí a Indihar, a mucha distancia, mientras cruzaba el bulevar il—Jameel y atravesaba la puerta este. La gente del barrio y los turistas extranjeros salieron a la Calle y miraban desde las aceras el paso del cortejo fúnebre. La gente lloraba y susurraba plegarias. No había modo de decir si esa gente conocía al difunto. Probablemente para ellos eso no cambiaba nada.

Todos los antiguos camaradas de Shaknahyi querían ayudar a transportar el ataúd por las calles, de modo que en lugar de seis portadores, una apretujada multitud de hombres uniformados se esforzaba por alcanzar la pobre caja. Los que no lograban acercarse lo suficiente para tocarla caminaban a los lados y detrás formando una gran procesión fúnebre, golpeándose el pecho y gritando el testamento de su fe. Se oían las oraciones y el manoseo de muchos rosarios musulmanes. Yo mismo me vi arrastrado por la muchedumbre y recitaba antiguas oraciones que se habían inscrito en mi memoria durante la infancia. Al cabo de un rato, también a mí me absorbió la peculiar mezcla de desesperación y ritual. Me encontraba rezando a Alá por infligir tanta injusticia y horror a nuestras almas desvalidas.

En el cementerio, guardé las distancias mientras el ataúd desnudo era depositado en la tierra. Varios de los amigos más íntimos de Shaknahyi en la policía se turnaron para echar una paletada de tierra. El cortejo fúnebre elevó más plegarias al unísono, aunque el imán había declinado acompañar al funeral hasta su fin. Indihar permanecía valientemente de pie, apretando las manos de Hakim y Zahra, y el pequeño Jirji de ocho años cogía la otra mano de Hakim. Algunos representantes de la ciudad se acercaron a Indihar, murmuraron algo y ella asintió con circunspección. Luego desfilaron todos los oficiales de policía uniformados y le ofrecieron sus condolencias personales. Ahí fue cuando los hombros de Indihar empezaron a flaquear, sabía que estaba llorando. Mientras tanto el pequeño Jirji miraba las destartaladas tumbas y las lápidas cubiertas de hierba con la expresión completamente en blanco.

Cuando el funeral concluyó, todo el mundo se fue, excepto yo. El departamento de policía había preparado un pequeño refrigerio en la comisaría, porque Indihar tampoco tenía dinero para eso. Vi lo humillante que la situación era para ella. Además de la pena por su marido, Indihar sufría también el dolor de revelar su pobreza a todos sus amigos y conocidos. Para muchos musulmanes, un funeral indigno es una calamidad tan grande para los supervivientes como la muerte del ser querido.

Preferí no asistir a la recepción en la comisaría. Me quedé atrás, contemplando la tumba sin nada escrito de Jirji, con la mente llena de confusión y dolor. Recé unas oraciones y recité algunos pasajes del Corán.

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