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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Un fuego en el sol (24 page)

—Te prometo, Jirji —susurré—, que Jawarski no se librará de ésta.

No me hacía ilusiones pensando que si conseguía que Jawarski pagara por su crimen, Shaknahyi descansaría en paz o la pena de Indihar sería menor o eso facilitaría las cosas al pequeño Jirji, a Hakim o a Zahra. No sabía qué más decir. Cuando acabé, me alejé de la tumba maldiciéndome a mí mismo por mi vacilación y rezando por que eso no acarreara sufrimientos a nadie más.

Mientas conducía desde el escondrijo de Catavina hasta la comisaría pensé en el funeral. Oí el retumbar del trueno y me sorprendí, porque no se presenciaban muchas tormentas con truenos en la ciudad. Miré al cielo a través del parabrisas, pero no se divisaba ninguna nube. Sentí un extraño escalofrío, al pensar que el trueno había sido un modesto signo divino que recalcaba mis recuerdos del entierro de Shaknahyi. Por primera vez desde su muerte, sentí una gran pérdida emocional.

También empezaba a pensar que mi idea de venganza no sería suficiente. Encontrar a Paul Jawarski y llevarlo ante la justicia no me devolvería a Shaknahyi, ni me libraría de la intriga en la que Jawarski, Reda Abu Adil, Friedlander Bey y el teniente Hajjar estaban de algún modo implicados. En una repentina intuición, me percaté de que había llegado el momento de dejar de pensar en el enigma como un gran problema con una solución sencilla. Ninguno de los jugadores sabía la historia completa, estaba seguro. Tenía que investigarlos por separado y reunir todas las pistas que pudiera, con la esperanza de que al final conducirían a algo encausable. Si las sospechas de Shaknahyi eran infundadas y me perdía en una absurda misión, acabaría peor que mal. Con toda probabilidad acabaría muerto.

Aparqué el coche patrulla en el garaje y subí hasta mi cubículo del tercer piso de la comisaría. Hajjar rara vez salía de su cuarto de cristal, de modo que no era probable que me pescase. ¡Que me pescase! Demonios, todo lo que quería era hacer cierto trabajo.

Hacía dos semanas que no realizaba ningún trabajo serio en el ordenador. Me senté en el despacho y coloqué una célula de memoria de aleación de cobalto nueva en uno de los puertos de entrada del ordenador.

—Crear archivo —le dije.

—Nombre del archivo —precisó la voz apática del ordenador.

—Archivo Fénix —dije.

En realidad no tenía demasiada información para entrar. Primero leí los nombres de la libreta de Shaknahyi. Luego miré la pantalla del monitor. Quizá era el momento de proseguir la investigación de Shaknahyi.

Todos los ordenadores de la red de la comisaría estaban conectados a la base de datos de la central de policía. El problema era que el teniente Hajjar nunca confió del todo en mí y me había concedido la autorización mínima. Con mi contraseña sólo podía obtener información a la que tenía acceso cualquier civil que entrase por la puerta de la comisaría y preguntase algo en la oficina de información. Sin embargo, en los meses que llevaba trabajando para la policía, accidentalmente había averiguado todos los códigos de otros plumíferos con graduaciones más altas. Existía una extensa y activa circulación clandestina de material confidencial entre el personal no uniformado. Técnicamente era del todo ilegal, pero en realidad era el único modo de poder hacer nuestros trabajos.

—Busca —le dije.

—Entra la secuencia a buscar —dijo el aparato Annamese en su peculiar acento americano.

—Bouhatta.

Ishaq Abdul—Hadi Bouhatta era la primera anotación de la libreta de Shaknahyi, víctima de asesinato, cuyo asesino no había sido capturado aún.

—Entra contraseña —dijo el ordenador.

Tenía la lista de códigos de seguridad escrita en un pedazo de papel que escondía en un manual técnico. Sin embargo hacía tiempo que había memorizado la contraseña de máximo nivel. Era una mezcla de veintidós caracteres alfanuméricos y de los símbolos del Código Ordinario Árabe para Intercambio de Información. Debía teclearlos manualmente.

—Aceptado —dijo el ordenador—. Buscando.

En treinta segundos apareció en mi monitor el archivo completo de Bouhatta. Me salté la biografía personal y los detalles de su muerte, de los que sólo me fijé en que había sido asesinado por una descarga de una pistola estática a corta distancia, al igual que Blanca. Quería saber dónde habían llevado el cadáver. Encontré la información en el informe del forense, que figuraba en la última página del archivo. No le habían practicado autopsia, sino que el cuerpo de Bouhatta había sido entregado al Hospital Abu Emir de la plaza Al—Islam.

—¿Busco algo más? —preguntó el ordenador.

—No —dije—. Captura datos.

—¿Base de datos?

—Hospital Abu Emir —dije.

El ordenador pensó un instante.

—El actual código de seguridad es suficiente —decidió.

Hubo una larga pausa mientras accedía a los archivos del ordenador del hospital.

Cuando apareció el menú principal del hospital en mi pantalla, ordené que buscara los ficheros de Bouhatta. No le costó mucho y yo encontré lo que necesitaba. Tal como sugerían las notas de Shaknahyi, a Bouhatta le habían extirpado el corazón y los pulmones casi inmediatamente después de su muerte y los habían trasplantado al cuerpo de Elwau Chami. Supuse que el resto de la información de Shaknahyi sobre las víctimas de otros asesinatos sin resolver también era cierta.

Ahora quería llevar la investigación un importante paso más allá.

—¿Busco algo más? —preguntó la base de datos del hospital.

—Sí.

—Entra la secuencia a buscar.

—Chami.

Pocos segundos más tarde apareció una lista de cinco nombres, desde Chami, Ali Masoud, hasta Chami, Zayd.

—Selecciona entrada —dijo el ordenador.

—Chami, Elwau.

Cuando el archivo apareció en la pantalla, lo leí con calma. Chami era un individuo anónimo, ni tan pobre como algunos ni tan rico como otros. Estaba casado y tenía siete hijos, cinco niños y dos niñas. Vivía en un vecindario de clase media al noreste del Budayén. Claro que los historiales médicos no decían nada de tropiezos con la ley, pero había un hecho importante oculto en el estilo redundante de los informes: Elwau Chami dirigía una pequeña tienda del Budayén, en la calle Once al norte de la Calle. Era una tienda que conocía muy bien. Chami vendía alfombras orientales baratas en la parte delantera y alquilaba la trastienda a una pareja de ancianos paquistaníes que vendían objetos de bronce a los turistas. Lo interesante era que Friedlander Bey era el propietario del edificio. Era probable que Chami también trabajara como portero del salón de juego del piso superior, donde se cruzaban elevadas apuestas.

Seguidamente investigué sobre Blanca Mataro, el transexual cuyo cadáver había descubierto con Jirji Shaknahyi. Su cuerpo había sido trasladado a otro hospital y había proporcionado los riñones y el hígado que necesitaba con urgencia una joven enferma a la que nunca conoció. En sí no era nada extraño, mucha gente donaba sus órganos en caso de muerte repentina o accidental. Me pareció demasiada coincidencia que el receptor resultara ser el sobrino de Umar Abdul—Qawy.

Me pasé hora y media repasando los archivos de todos los nombres de la agenda de Shaknahyi. Junto con Chami dos de las víctimas de asesinato —Blanca y Andreja Svobic— estaban relacionadas con Papa. Podía demostrar que de los otros cuatro nombres, dos guardaban clara relación con Reda Abu Adil. Estaba dispuesto a apostar una gran suma de dinero a que el resto también, pero no era necesario proseguir con el asunto. Nada de esto se sometería jamás a ningún tribunal. Ni Abu Adil ni Friedlander Bey se verían nunca ante un juez.

Así que, después de todo, ¿qué sabía? Uno: En las últimas semanas, en la ciudad se habían producido al menos cuatro asesinatos sin resolver. Dos: Las cuatro víctimas habían sido asesinadas del mismo modo, de un disparo a quemarropa con una pistola estática. Tres: Después de muertas a las cuatro víctimas se les había extraído los órganos sanos, porque las cuatro estaban en la lista de donantes voluntarios de la ciudad. Cuatro: Las cuatro víctimas y los cuatro receptores tenían vínculos directos o con Abu Adil o con Papa.

Había demostrado que la sospecha de Shaknahyi iba más allá de la casualidad o la coincidencia, pero sabía que Hajjar negaría que los asesinatos estuvieran relacionados. Podía decir que los asesinos habían empleado una pistola estática para que ninguno de los órganos internos sufriese ningún daño, pero a Hajjar le importaría un comino. Tenía la endiablada certeza de que Hajjar ya estaba al corriente de todo y por eso me había asignado la investigación de On Cheung en lugar de la muerte de Shaknahyi. Un montón de hombres poderosos se aliaban contra mí. Era bueno tener a Dios de mi parte.

—¿Busco algo más? —preguntó mi ordenador.

Titubeé. Tenía un nombre más para comprobar, pero en realidad no quería saber los detalles. Después de que le disparasen, Shaknahyi me dijo que descubriera adonde iban a parar sus restos. A esas alturas ya creía saberlo, aunque no sabía el nombre exacto. Estaba seguro de que una parte de Jirji Shaknahyi vivía aún en algún empleado de baja categoría de Abu Adil o Friedlander Bey, o en uno de sus amigos o parientes. Estaba totalmente asqueado, de modo que dije:

—Salir.

Miré oscurecerse la pantalla del ordenador y pensé en lo que iba a hacer.

Estaba luchando contra la tentación de buscar a alguien en la comisaría que me vendiese unos cuantos sunnies, cuando sonó el teléfono de mi cinturón. Lo descolgué y me recliné en la silla.

—Hola —dije.

—Marhaba —dijo Morgan con voz tosca.

Eso era todo el árabe que sabía. Cogí mi daddy de inglés de la ristra y me lo conecté.

—¿Cómo estás, tío? —me dijo.

—Muy bien, gracias a Dios. ¿Qué ocurre?

—¿Recuerdas que te prometí revelarte el miércoles dónde se esconde Jawarski?

—Sí, me preguntaba cuándo me informarías.

—Bueno, quizá fui demasiado optimista.

Parecía dolido.

—Me daba la impresión de que Jawarski se cubriría las espaldas muy bien.

—Pues yo tengo la impresión de que alguien le ayuda, tío.

Me enderecé en la silla.

—¿Qué quieres decir?

Hubo una pausa y Morgan siguió hablando.

—El asesinato de Shaknahyi ha dado que hablar. A la mayoría de la gente no le importa que se carguen a un policía, pero no he encontrado a nadie que odiara a Shaknahyi. Y Jawarski es un loco y una escoria, así que nadie de cuantos conozco movería un dedo por ayudarle a escapar.

Cerré los ojos y me di masajes en la frente.

—Entonces, ¿por qué no lo has localizado aún?

—Ahora te lo explico. Parece como si la policía estuviera ocultando a ese hijo de puta.

—¿Dónde? ¿Por qué?

Chiri aseguraba que Morgan era de fiar, pero esa historia parecía increíble.

—Pregúntale a tu teniente Hajjar. Hace un par de semanas él y Jawarski se tomaron unas copas juntos en el Silver Palm.

En palabras del gran humorista cristiano Mark Twain, eso era demasiado variopinto para mí.

—¿Por qué Hajjar, un oficial de policía de alto rango, vendería a uno de sus propios agentes a un lunático y buscado asesino?

Casi pude oír como Morgan se encogía de hombros.

—¿No crees que Hajjar podría estar implicado en algo sucio, tío?

Me reí con amargura y Morgan se rió también.

—No es divertido. Todo el tiempo he creído que Hajjar estaba mezclado en algo, pero no lo imaginaba dando órdenes a Jawarski. No obstante, eso responde a algunas de mis preguntas.

—¿De qué va todo esto?

—Va de algo llamado archivo Fénix. No sé qué cojones significa. Limítate a pescar a Jawarski, ¿vale? ¿Sabes ya algo útil de él?

—Algo —dijo Morgan—, Estaba en una celda de la cárcel de Khartoum esperando ser ejecutado. Alguien le pasó un arma. Una tarde Jawarski caminaba por un pasillo y se encontró con dos guardias desarmados. Mató a los tipos, luego entró en la oficina de la cárcel y empezó a disparar por todas partes como un loco hasta que alguien le dio las llaves. Abrió las grandes puertas de la entrada y salió tranquilamente a la calle. Había un montón de gente fuera a causa de los disparos y se abrió paso gracias a ellos hasta la mitad de la manzana, donde le esperaba un coche. Jawarski se largó y no dio señales de vida hasta que apareció aquí en la ciudad.

—¿Cuándo fue eso? —pregunté.

—Hará un mes o seis semanas. Realizó un par de atracos y mató a otras dos personas. El otro día alguien reconoció a Jawarski en el restaurante de Meloul y llamó a la policía. Hajjar os envió a Shaknahyi y a ti, ya conoces el resto.

—Me pregunto..., me pregunto si de verdad lo reconoció alguien en el restaurante. Shaknahyi pensó que Hajjar nos la había jugado, metió a Jawarski en el restaurante de Meloul y nos envió a Jirji y a mí para que nos sorprendiesen.

—Es posible, tío. Se lo preguntaremos a Jawarski cuando lo cojamos.

—Sí, tienes razón —dije sombríamente—. Gracias, Morgan, sigue husmeando.

—Lo tendrás, tío. Quiero ganarme el resto del dinero. Ten cuidado.

—Apuesta a que sí —dije colgando otra vez el teléfono en mi cinturón.

Era una suerte saber más que mis enemigos. Disponía de la ventaja de tener los ojos bien abiertos. No sabía adonde me conduciría todo eso, pero al menos adivinaba la magnitud de la conspiración que intentaba descubrir. No sería tan idiota como para confiar en alguien por completo. En nadie en absoluto.

Cuando acabé el turno, llevé el coche patrulla hasta «la salita de recreo para oficiales de policía» y recogí al sargento Catavina, que para entonces ya estaba muy borracho. Lo tiré en la comisaría, devolví el coche a los del turno de noche y esperé a que llegara Kmuzu. La jornada laboral había acabado, pero aún tenía mucho que investigar antes de irme a dormir.

12

Fuad il—Manhous no era la persona más brillante que conocía. Una mirada a Fuad y te decías «este tipo es un idiota». Era como el personaje de un cuento de hadas al que un djinn le concedía tres deseos y se gastaba el primero en un plato de judías, el segundo en una cuchara y el tercero en limpiar el plato y la cuchara después de comer.

Era alto, pero tan delgado y enclenque que podía pasar por un refugiado de los campos de exterminio de Benghazi. Una vez vi a mi amigo Jacques retorcerle el brazo a Fuad por encima del codo con el pulgar y el índice. Las articulaciones de Fuad eran largas y distendidas como si fueran la secuela de alguna horrible enfermedad ósea o una insuficiencia vitamínica. Peinaba su pelo largo y sucio en un alto copete y llevaba gruesas gafas de pesada montura de plástico. Supongo que nunca tenía el dinero suficiente para pagarse unos ojos nuevos, ni siquiera de esos baratos guatemaltecos con lentes de imitación Nikon. Su expresión era de permanente asombro e indefensión, porque Fuad siempre llevaba un compás y medio de retraso con respecto a la banda.

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