—¿En qué pruebas basas tus pretensiones?
Sus ojos se agrandaron.
—¿Pruebas? —gritó—. ¿Necesito pruebas para abrazar a mi propio padre? ¿Qué prueba tienes tú de la identidad de tu padre?
No sabía lo delicado que era ese tema. Eludí el comentario.
—Papa... —Me contuve—. El dueño de la casa te ha demostrado su cortesía y amabilidad. Ahora te pide educadamente que des por finalizada tu visita. Como ha dicho, te ayudarán los criados que precises.
Me volví hacia la Roca Parlante y él asintió con la cabeza. Él se aseguraría de que Umm Saad y su hijo estuvieran en la puerta de la calle cuando el muecín pronunciara la última sílaba de llamada a la oración matinal.
—Entonces debemos hacer preparativos —dijo poniéndose en pie—. Vamos, Saad.
Y los dos abandonaron el comedor pequeño con tanta dignidad como si estuvieran en su propio palacio y fueran la parte agraviada.
Las manos de Friedlander Bey presionaban sobre la mesa ante él. Sus nudillos estaban blancos. Dio dos o tres profundas bocanadas de aire.
—¿Qué propones para acabar con esta molestia? —dijo.
Alcé la vista desde Kmuzu a la Roca Parlante. Ningún esclavo parecía demostrar el más mínimo interés por el asunto.
—Si lo he entendido bien, oh caíd, quieres desembarazarte de ella y de su hijo. ¿Es necesario que ella muera? ¿Y si empleo otro medio menos violento para disuadirla?
—La has visto y has oído sus palabras. La violencia no pondrá fin a sus planes. Y además, sólo su muerte disuadirá a otras sanguijuelas de practicar la misma estrategia. ¿Por qué dudas, hijo mío? La respuesta es simple y eficaz. Ya has matado antes. Volver a matar no te resultará tan difícil. Ni siquiera necesitas simular un accidente. El sargento Hajjar lo comprenderá. No iniciará ninguna investigación.
—Hajjar es teniente ahora —le dije.
Papa movió las manos con impaciencia.
—Sí, claro.
—¿Crees que Hajjar pasará por alto un homicidio? —le pregunté.
Hajjar estaba comprado, pero eso no significaba que se quedase cruzado de brazos mientras le hacía quedar como estúpido. Ahora yo podía actuar con impunidad, pero sólo si preservaba con mucho cuidado la imagen pública de Hajjar.
El viejo arrugó el ceño.
—Hijo mío —dijo despacio para que no le malinterpretara—. Si el teniente Hajjar se niega, también él puede ser reemplazado. Quizás tengas mejor suerte con su sucesor. Y así hasta que encontremos a un supervisor de policía con la suficiente imaginación e ingenio para el puesto.
—Que Alá nos guíe —murmuré.
Esos días Friedlander Bey parecía muy inclinado a despachar a la gente como solución a los pequeños reveses de la vida. Me sorprendió que el propio Papa no tuviera prisa por apretar el gatillo personalmente. A tan avanzada edad había aprendido a delegar responsabilidades. Y yo me había convertido en su delegado favorito.
—¿Comemos? —preguntó.
Había perdido el apetito.
—Te pido que me excuses. Tengo un montón de cosas que hacer. Quizás después de comer puedas responderme a algunas preguntas. Me gustaría oír lo que sabes sobre Reda Abu Adil.
Friedlander Bey separó las manos.
—No creo que sepa mucho más que tú.
¿Acaso no había Papa dirigido el brazo de Hajjar para que iniciase una investigación oficial? ¿Por qué se hacía el tonto ahora? ¿O se trataba de otra prueba? ¿Cuántas malditas pruebas tendría que superar?
O quizá —y esto hacía el asunto realmente interesante—, quizá, después de todo, la curiosidad de Hajjar sobre Abu Adil no la había despertado Papa. Quizás Hajjar se había vendido más de una vez: a Friedlander Bey y también a un segundo, tercer o cuarto postor...
Recordé que cuando era un ardiente muchacho de quince años prometí a mi novia, Nafissa, que ni siquiera miraría a otra chica. Hice la misma promesa a Fayza, que tenía las tetas más grandes. Y a Hanuna, cuyo padre trabajaba en la cervecería. Todo iba bien hasta que Nafissa se enteró de lo de Hanuna y el padre de Fayza descubrió lo de las otras dos. Las chicas me habrían cortado las pelotas y sacado los ojos. Pero me largué de Argel mientras el enemigo dormía y así empezó la odisea que me condujo hasta esta ciudad.
Es una historia aburrida y pesada, de poca relevancia aquí. Simplemente aludo a los problemas que iba a tener Hajjar si Friedlander Bey y Abu Adil se enteraban de su pluriempleo.
—¿No es Abu Adil tu principal competidor? —le pregunté.
—El caballero tal vez crea que competimos. No creo que estemos enfrentados. Alá concede a Abu Adil el derecho a vender su bronce martilleado donde yo vendo el mío. Si alguien prefiere comprarle a Abu Adil en lugar de a mí, el cliente y el vendedor tienen mi bendición. Es Alá quien me proporciona el sustento y nada de lo que haga Abu Adil puede ayudarme o hundirme.
Pensé en las inmensas sumas de dinero que pasaban por la casa de Friedlander Bey, una parte de las cuales terminaban en gruesos sobres sobre mi escritorio. Estaba seguro de que ninguno de ellos derivaba de la venta de bronce martilleado. Pero constituía un afortunado eufemismo.
—Según el teniente Hajjar, tú crees que Abu Adil está planeando echarte del negocio.
—Sólo el unificador de las naciones puede hacer eso, hijo mío. —Papa me dirigió una afable mirada—. Pero me halaga tu interés. No tienes por qué preocuparte por Abu Adil.
—Puedo emplear mi cargo en la comisaría para averiguar qué trama.
Se levantó y se pasó la mano por el cabello blanco.
—Si lo deseas, si eso te tranquiliza.
Kmuzu retiró mi silla de la mesa y yo también me puse en pie.
—Te ruego que me disculpes. Que tu mesa te complazca. Te deseo una buena comida.
Friedlander Bey se acercó a mí y me besó en ambas mejillas.
—Ten cuidado, querido —dijo—. Estoy orgulloso de ti.
Mientras salía del comedor, me volví para ver a Papa sentado otra vez en su silla. El viejo tenía un semblante sombrío y la Roca Parlante se inclinó para oír algo que Papa decía. Me pregunté qué era lo que Friedlander Bey compartía con su esclavo, pero no conmigo.
—¿Ya te has mudado? —pregunté a Kmuzu mientras regresábamos a mi habitación.
—He de llevar un colchón, yaa Sidi. Me bastará para esta noche.
—Muy bien. Tengo trabajo en el ordenador.
—¿El informe de Reda Abu Adil?
Le miré incisivamente.
—Sí, exacto.
—Tal vez pueda ayudarte a hacerte una idea clara del hombre y sus circunstancias.
—¿Por qué sabes tanto de él, Kmuzu?
—Cuando llegué por primera vez a la ciudad, me empleé como guardaespaldas de una de las esposas de Abu Adil.
Esa información era excepcional. Pensadlo: empiezo una investigación sobre un completo desconocido y resulta que mi recién estrenado esclavo ha trabajado para ese hombre. Me olí que no era una coincidencia. Tenía fe en que con el tiempo todo encajaría. Tan sólo esperaba estar sano y salvo para entonces.
Me detuve en la puerta de mi habitación.
—Ve a traer tu cama y tus pertenencias —le dije a Kmuzu—. Estaré con el fichero de Abu Adil. No temas molestarme. Cuando trabajo se necesita la explosión de una bomba para distraerme.
—Gracias, yaa Sidi. Haré el menor ruido que pueda.
Empecé a girar el pomo de la puerta. Kmuzu me hizo una ligera reverencia y se dirigió a las dependencias de los criados. Cuando dobló la esquina, eché a correr en dirección opuesta. Fui al garaje a buscar el coche. Me sentía raro, escondiéndome de mi propio criado, pero no deseaba tenerlo tras mis talones toda la noche.
Crucé el barrio cristiano y luego un distrito comercial de lujo al este del Budayén. Aparqué el coche en el bulevar il—Jameel, no lejos de donde Bill solía dejar el taxi. Antes de bajar del coche cogí mi caja de píldoras. Hacía mucho tiempo que no me medicaba con afables drogas. Estaba bien servido, gracias a mi elevado sueldo y los nuevos contactos que hice a través de Papa. Elegí un par de trifets azules. Tenía tanta prisa que me los tragué allí mismo, sin agua. En un momento me sentí indómito y rebosante de energía. Iba a necesitar ayuda, porque me esperaba una horrible escena.
Pensé en conectarme un moddy, pero en el último momento me eché atrás. Debía hablar con Chiri y la respetaba lo suficiente como para presentarle mi propia cabeza. Aunque poco después las cosas podían cambiar. Sentía que volvía a casa como alguien totalmente diferente.
El club de Chiri estaba abarrotado esa noche. El aire era plácido y cálido dentro, endulzado por una docena de perfumes distintos, agrios, a sudor y cerveza derramada. Los transexuales y los travestis preoperados parloteaban con los clientes con falsa ternura y su risa rompía la música estridente mientras pedían más cócteles de champaña. Brillantes destellos de neón rojo y azul producían rayas oblicuas detrás de la barra, y centelleantes puntos de luz, reflejo de unas bolas de espejuelos giratorias, titilaban en las paredes y en el techo. En un rincón, en un holograma, Dulce Pilar se retorcía sola sobre un abrigo de visón dorado extendido sobre la blanca arena de una romántica playa. Era un potenciador de su nuevo moddy sexual, Arde despacio. La miré un instante casi hipnotizado.
—Audran —dijo la ronca voz de Chiriga. No parecía contenta de verme—. Jefe.
—Escucha, Chiri. Deja que...
—Lily —llamó a uno de los transexuales—, sirve una copa al nuevo propietario. Ginebra y bingara con una pizca de lima. —Me miró con fiereza—. El tende es mío, Audran. Reserva privada. No va con el club, me lo llevo conmigo.
Me lo estaba poniendo difícil. Podía imaginar cómo se sentía.
—Espera un minuto, Chiri. No tengo nada que ver con...
—Éstas son las llaves. Ésta es la de la caja. El dinero es todo tuyo. Las chicas son tuyas, los dolores de cabeza también son tuyos a partir de ahora. Si tienes algún problema ve a Papa. —Cogió la botella de tende de debajo de la barra—. Kwa herí, cabrón —me soltó, y luego abandonó el club como un ciclón.
Todo quedó en silencio. Fuera cual fuese la canción que estaba sonando, se acabó y nadie puso otra. Un travesti llamado Kandy estaba en el escenario y se quedó allí mirándome como si fuera a empezar a babear y a desgañitarme en cualquier momento. La gente se levantó de los taburetes de mi alrededor y me dieron de lado. Miré sus rostros y distinguí en ellos hostilidad y repulsión.
Friedlander Bey deseaba que me divorciara de todos mis contactos en el Budayén. Convertirme en policía había sido un buen comienzo, pero a pesar de ello tenía unos pocos amigos fieles. Obligar a Chiri a vender su club había sido otro golpe genial. Pronto estaría tan solo y sin amigos como el propio Papa, con la diferencia de que yo no dispondría del consuelo de su riqueza y su poder.
—Mirad —dije—, todo esto es un error. Tengo que hablar con Chiri. Indihar, ocúpate tú, ¿quieres? Vuelvo en seguida.
Indihar me dirigió otra mirada desdeñosa. No dijo nada. No podía seguir allí ni un minuto más. Cogí las llaves que Chiri había tirado sobre la barra y salí fuera. No estaba en la Calle. Podía haberse ido directamente a casa, aunque probablemente habría ido a otro club.
Fui a la Fée Blanche, el café del viejo Gargotier en la calle Nueve. Saied, Mahmoud, Jacques y yo pasábamos mucho tiempo allí. Nos gustaba sentarnos en el patio y jugar a cartas a primera hora de la noche. Era un buen lugar para empezar la marcha.
Todos estaban allí. Jacques era la mascota cristiana de nuestro grupo. Le gustaba decir a la gente que tenía tres cuartos de europeo. Jacques era estrictamente heterosexual y se enorgullecía de ello. Nadie le quería demasiado. Mahmoud era una transexual, antes era una bailarina de finas caderas y ojos de cervatillo en los clubes de la Calle. Ahora era pequeño, ancho y violento, como uno de esos malvados djinn a quienes debes burlar para rescatar a la princesa encantada. Oí que en aquel momento dirigía la prostitución organizada del Budayén para Friedlander Bey. Saied Medio Hajj me observó desde el borde de su vaso de Johnny Walker, su bebida favorita. Llevaba el moddy de tipo duro y precisamente buscaba que le diera una excusa para partirme la cara.
—¿Qué tal? —dije.
—Eres una basura, Audran —dijo Jacques tranquilamente —. ¡Qué asco!
—Gracias, pero no puedo quedarme mucho rato.
Me senté en la silla vacía. Monsieur Gargotier se acercó a ver si esa noche iba a gastar algún dinero. Su expresión era tan estudiadamente neutral que podía decir que él también odiaba mis entrañas.
—¿Habéis visto pasar a Chiri hace un instante? —pregunté.
Monsieur Gargotier se aclaró la garganta. No le hice caso y se largó.
—¿Quieres hundirla aún más? —preguntó Mahmoud—. ¿Se ha llevado algunos pisapapeles de tu pertenencia? Déjala tranquila, Audran.
Ya era suficiente. Me levanté y Saied hizo lo mismo. Dio dos rápidos pasos hacia mí, cogió mi manto con una mano y lanzó su puño hacia atrás. Antes de que pudiera sacudirme, le golpeé en la nariz, y ésta empezó a sangrar. Estaba perplejo, pero su boca empezó a torcerse de rabia. Agarré el moddy de su implante corímbico y lo desconecté. Podía ver sus ojos desenfocados. Durante un momento debió de estar completamente desorientado.
—Déjame en paz —le dije sentándolo en su silla de un empujón—. Todos vosotros.
Lancé el moddy al regazo de Medio Hajj.
Enfilé la Calle hacia abajo hirviendo de ira. No sabía qué hacer. El club de Chiri —ahora mi club— estaba abarrotado de gente y no podía contar con Indihar para mantener el orden. Decidí volver y capear el temporal. Antes de que me diera tiempo a alejarme, Saied salió tras de mí y me puso la mano en el hombro.
—Te estás volviendo bastante impopular, magrebí.
—No toda la culpa es mía.
Sacudió la cabeza.
—Tú permites que suceda. Tú eres el responsable.
—Gracias —le dije, y seguí caminando.
Me cogió la mano derecha y me entregó el moddy de malas pulgas.
—Toma esto, creo que lo necesitarás.
Fruncí el ceño.
—Los problemas que tengo exigen la cabeza clara, Saied. Tengo que meditar sobre todas esas cuestiones morales. No sólo sobre Chiri y su club. Otras cosas.
Medio Hajj gruñó.
—No te entiendo, Marîd. Pareces una vieja gloria cansada. Eres tan malo como Jacques. Si eliges cuidadosamente tus moddies no tendrás que preocuparte por cuestiones morales. Dios sabe que yo nunca lo hago.
Eso era lo que necesitaba oír.