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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Un fuego en el sol (11 page)

—Está bien, de acuerdo. Si tienes cualquier otra idea, cuéntamela.

—Vas a tener que pagarme como a los demás encargados. Y sólo saldré a bailar si me da la gana.

Fruncí el ceño, pero me tenía contra las cuerdas.

—Está bien. ¿Quién sugieres que dirija esto por la noche?

Indihar se encogió de hombros.

—No confío en ninguna de esas putas. Habla con Chiri. Vuelve a contratarla.

—¿Contratar a Chiri? ¿Para que trabaje en su propio club?

—Ya no es su club —señaló Yasmin.

—Sí, tenéis razón —respondí—. ¿Creéis que estará dispuesta?

Indihar se echó a reír.

—Te costará tres veces lo que cualquier otro encargado de la Calle. Te atormentará y te robará a escondidas la caja registradora si le das media oportunidad, pero vale la pena. Nadie hace dinero como Chiri. Sin ella, en seis meses no tendrás más remedio que alquilar tu propiedad a cualquier vendedor de alfombras.

—Has herido sus sentimientos, Marîd —dijo Pualani.

—Lo sé, pero no fue culpa mía. Friedlander Bey lo organizó todo sin consultarme antes. Me soltó el club como una sorpresa.

—Eso Chiri no lo sabe —dijo Yasmin.

Oí cerrarse la portezuela del coche a mis espaldas. Me volví y vi que Shaknahyi caminaba hacia mí con una gran sonrisa en el rostro. Sólo me faltaba que ahora se nos uniera él. Shaknahyi disfrutaba de lo lindo.

Indihar y las demás me odiaban por haberme metido a policía y los policías hacían lo mismo porque sabían que yo seguía siendo un buscavidas. Los árabes dicen: «Si te quitas la ropa, cogerás frío». Es una advertencia para que no te separes de tu grupo. No ofrece ninguna ayuda cuando tus amigos aparecen en tromba y te desnudan contra tu voluntad.

Shaknahyi no me dijo ni una palabra. Se dirigió a Indihar, se inclinó y le susurró algo al oído. Bueno, muchas chicas de la Calle sienten fascinación por los policías. Nunca lo he entendido. Y a ciertos policías no les importa aprovecharse de la situación. Me sorprendió descubrir que Indihar era una de esas chicas y Shaknahyi uno de esos polis.

No se me ocurrió añadirlo a la reciente lista de casualidades anómalas: mi nuevo compañero acababa de enrollarse a la nueva encargada del club que Friedlander Bey me había regalado.

—¿Ya lo has arreglado todo, Audran? —preguntó Shaknahyi.

—Sí —dije—. Tengo que hablar con Chiriga en algún momento del día.

—Indihar tiene razón —dijo Yasmin—. Chiri te lo va a hacer pasar muy mal.

Asentí.

—Creo que está en su derecho, pero no lo espero con ilusión.

—Venga, vámonos ya —dijo Shaknahyi.

—Si más tarde tengo un rato me dejaré caer por aquí y veré qué tal estáis.

—Estaremos bien —dijo Pualani—. Sabemos hacer nuestro trabajo. Tú mueve el culo y ocúpate de buscar a Chiri.

—Protégete las partes vitales —dijo Indihar—. Ya sabes a lo que me refiero.

Les dije adiós y volví al coche patrulla. Shaknahyi le dio un beso en la mejilla a Indihar y me siguió. Se sentó al volante.

—¿Preparado para trabajar, ahora? —me preguntó; aún estábamos tensos.

—¿Cuánto hace que conoces a Indihar? Nunca te he visto en el club de Chiri.

Me brindó su mirada inocente.

—La conozco desde hace mucho tiempo.

—Muy bien —dije.

Lo dejé en ese punto. No parecía que deseara hablar de ella.

Sonó una escandalosa alarma y la voz sintetizada del ordenador del coche balbuceó:

—Agente número tres siete cuatro, ocúpese inmediatamente de una amenaza de bomba con rehenes. Café de la Fée Blanche, calle Nueve norte.

—El local de Gargotier —dijo Shaknahyi—. Nos ocuparemos de ello.

El ordenador del coche enmudeció.

Y Hajjar me había prometido que no tendría que ocuparme de cosas como ésta.

—Basmala —murmuré; en el nombre de Alá el clemente, el misericordioso.

Esta vez, mientras circulábamos por la Calle, Shaknahyi hizo sonar la sirena.

6

Una multitud se agolpaba al otro lado de la verja baja que delimitaba el patio del Café de la Fée Blanche. Un viejo, sentado a una de las mesas de hierro pintadas de blanco, bebía algo de un vaso de plástico. Parecía ajeno a lo que ocurría dentro del bar.

—Échalo de aquí —me gruñó Shaknahyi—. Echa también a toda esa gente. No sé lo que sucede, pero vamos a tratar a ese tipo como si tuviera una bomba de verdad. Y cuando hayas apartado a todos, ve a sentarte al coche.

—Pero...

—No quiero tener que preocuparme por ti.

Rodeó la esquina del café por el norte, dirigiéndose a la entrada trasera.

Dudé. Sabía que las unidades de refuerzo llegarían pronto y decidí dejar que ellos controlasen a la muchedumbre. En ese momento había cosas más importantes que hacer. Tenía el Guardián Completo. Abrí el precinto con los dientes y me lo conecté.

Audran estaba sentado ante una mesa del tenuemente iluminado salón San Saberlo de Florencia, escuchando a un grupo de músicos interpretar un tímido cuarteto de Schubert. Frente a él se sentaba una hermosa mujer rubia llamada Costanzia. Ella se llevó una taza a los labios y sus ojos azules le miraron por encima del borde. Su sutil y fascinante fragancia le hizo pensar a Audran en atardeceres románticos y promesas pronunciadas a media voz.

—Debe de ser el mejor café de la Toscana —murmuró.

Su voz era dulce y agradable. Le brindó una amable sonrisa.

—No hemos venido aquí para beber café, querida. Hemos venido a ver los nuevos modelos de la temporada.

Ella gesticuló con la mano.

—Ya tengo bastante. Ahora relajémonos.

Audran le sonrió con ternura y levantó su delicada taza. El café tenía el exquisito color de la caoba pulida y los haces de vapor que emanaba destilaban un aroma celestial, fascinante. El primer sorbo le pareció suculento. Mientras el café, caliente y extraordinariamente delicioso, bajaba por su garganta, se percató de que Costanzia tenía toda la razón. Nunca antes le había satisfecho tanto una taza de café.

—Siempre recordaré este café —dijo Audran.

—Volvamos el año que viene, querido —dijo Costanzia.

Audran sonrió con indulgencia.

—¿Por la nueva moda de San Saberlo?

Costanzia alzó la taza y sonrió.

—Por el café.

Después del anuncio se produjo un apagón durante el que Audran no pudo ver nada. Se preguntó quién era Costanzia, pero la desterró de su mente. Mientras empezaba a atenazarle el pánico, la visión se aclaró. Sintió un ligero mareo y entonces fue como si despertase de un sueño. Era frío y calculador, y tenía un trabajo que hacer. Se había convertido en el Guardián Completo.

No podía ver ni oír lo que estaba ocurriendo dentro. Supuso que Shaknahyi entraba con sigilo por la trastienda del café. Audran planeaba dar a su compañero todo el apoyo que le fuera posible. Saltó la verja de hierro.

El viejo de la mesa le miró.

—No dudo de que estás ansioso por leer mis manuscritos —dijo.

Audran reconoció a Ernst Weinraub, un expatriado de algún país centroeuropeo. Weinraub se creía un escritor, pero Audran nunca le había visto terminar otra cosa que no fueran cantidades industriales de anisette o bourbon.

—Señor —le dijo—, aquí corre peligro. Le ruego que salga a la calle. Por su propia seguridad, haga el favor de salir del café.

—Aún no es medianoche —se quejó Weinraub—. Déjeme al menos acabar mi bebida.

Audran no tenía tiempo para bromear con el viejo borracho. Cruzó el patio con decisión, hacia el interior del bar.

La escena del interior no parecía muy temible. Monsieur Gargotier estaba de pie tras la barra, ante el inmenso y agrietado espejo. Su hija Maddie estaba sentada a una mesa cerca de la pared trasera. Un joven se sentaba a una mesa junto a la pared oeste, bajo la colección de Gargotier de descoloridas fotos de la colonia de Marte. Las manos del joven descansaban sobre una cajita. Su cabeza se movió para mirar a Audran.

—¡Lárgate de aquí o todo este lugar explotará! —gritó.

—Estoy seguro de que hará lo que dice, Monsieur —dijo Gargotier, que parecía aterrorizado.

—¡Apuéstate el culo a que lo haré! —dijo el joven.

Ser un oficial de policía significaba enfrentarse a situaciones peligrosas y ser capaz de tomar decisiones rápidas y seguras. El Guardián Completo sugirió que, para tratar con un individuo mentalmente perturbado, Audran debía intentar descubrir qué le preocupaba e intentar calmarlo. El Guardián Completo recomendaba que Audran no se burlase del individuo, ni mostrase hostilidad, ni le desafiase a cumplir su amenaza. Audran levantó la mano y le habló con serenidad.

—No voy a amenazarte —dijo Audran.

El individuo se echó a reír. Llevaba el pelo largo y sucio, una barba de varios días, y vestía unos téjanos desgastados y una camisa de algodón a cuadros arremangada. Se parecía un poco a Audran antes de que Friedlander Bey elevara su nivel de vida.

—¿Te importa si me siento y charlamos? —preguntó Audran.

—Puedo acabar con esto cuando se me antoje —dijo el joven—. Siéntate, si tienes cojones. Pero extiende las manos sobre la mesa.

—Seguro.

Audran apartó una silla y se sentó. Daba la espalda al encargado, pero por el rabillo del ojo podía ver a Maddie Gargotier llorar en silencio.

—No vas a convencerme para que lo deje —dijo el joven.

Audran se encogió de hombros.

—Sólo quiero saber de qué va todo esto. ¿Cómo te llamas?

—¿Y eso qué cono importa?

—Yo me llamo Marîd. Nací en Mauritania.

—Me puedes llamar Al—Muntaqim.

El muchacho de la bomba se había apropiado de uno de los noventa y nueve hermosos nombres de Dios. Significaba «el vengador».

—¿Siempre has vivido en la ciudad? —le preguntó Audran.

—Claro que no. Misr.

—Ése es el nombre común de El Cairo, ¿no? —preguntó Audran.

Al—Muntaqim se irguió furioso. Apuntó con un dedo a Gargotier detrás de la barra y sollozó:

—¿Lo ves? ¿Ves lo que quiero decir? ¡Eso es precisamente de lo que estaba hablando! Bueno, ¡voy a acabar con esto de una vez por todas! Agarró la caja y la destapó.

Audran sintió un terrible dolor por todo el cuerpo. Era como si le estiraran y retorcieron todas las junturas hasta separarle los huesos. Cada músculo de su cuerpo parecía retorcido y la superficie de la piel le dolía como si se la hubieran lijado. La agonía duró escasos segundos y Audran perdió la consciencia.

—¿Estás bien?

No, no me encontraba bien. Por fuera me sentía ardiendo e incandescente como si hubiera estado atado bajo el sol del desierto un par de días. Por dentro mis músculos trepidaban. Pequeños espasmos incontrolados me recorrían los brazos, las piernas, el tronco y el rostro. Tenía un fuerte dolor de cabeza y un horrible gusto amargo en la boca. Me costaba mucho enfocar la vista, como si alguien hubiera extendido un velo ante mis ojos.

Me esforzaba por descubrir quién me hablaba. Apenas podía distinguir la voz porque me retumbaban los oídos. Debía de ser Shaknahyi y eso me indicaba que aún estaba vivo. Durante un terrible minuto, pensé que podía estar en la habitación verde de Alá o en algún otro sitio. No es que estar vivo fuese algo excitante en aquel preciso momento.

—Qué... —dije con voz ronca.

Tenía la garganta tan seca que apenas podía hablar.

—Toma.

Shaknahyi me acercó un vaso de agua fría. Me di cuenta de que estaba tumbado en el suelo y Shaknahyi y Monsieur Gargotier se encontraban de pie a mi lado, cariacontecidos, meneando la cabeza.

Bebí el agua, agradecido. Cuando la terminé, intenté hablar otra vez.

—¿Qué ha ocurrido?

—Levántate —respondió Shaknahyi.

—Está bien.

Una fina sonrisa arrugó el rostro de Shaknahyi. Se agachó y me ofreció una mano.

—Levántate del suelo.

Me puse en pie, tambaleante, y me senté en la silla más cercana.

—Ginebra y bingara —dije a Gargotier—. Póngale una pizca de bingara.

El camarero hizo una mueca, pero se dispuso a prepararme la bebida. Saqué mi caja de píldoras y cogí ocho o nueve soneínas.

—Ya había oído hablar de ti y de tus drogas —dijo Shaknahyi.

—Todo es cierto —dije.

Cuando Gargotier me trajo mi bebida, tragué los opiáceos. No podía esperar a que me curasen. Todo estaría bien en un par de minutos.

—Casi consigues que muramos todos, intentando hablar con ese tipo —dijo Shaknahyi. Ya me sentía bastante mal para entonces, no deseaba oír su sermoncito. De cualquier modo, prosiguió—: ¿Qué demonios intentabas hacer? ¿Hacer amistades? No trabajamos así cuando hay vidas en peligro.

—¿Sí? —dije—. ¿Cómo lo hacéis?

Separó las manos como si la respuesta fuera perfectamente evidente.

—Te sitúas donde no pueda verte y fríes a ese cabrón.

—¿Me freíste antes o después de freír a Al—Muntaqim?

—¿Así era como se denominaba a sí mismo? Demonios, Audran, hay un pequeño haz de difusión en estas pistolas estáticas. Lo siento, tuve que abatirte a ti también, pero no deja lesiones permanentes, inshallah. Se levantó con esa caja, y no podía esperar a que te quitaras de enmedio para disparar. No tuve más remedio.

—Está bien —dije—. ¿Dónde está el vengador ahora?

—Mientras dormías vino el camión de la carne. Se lo llevó a la sala de seguridad de un hospital.

Eso me molestó.

—Al artificiero loco lo llevan a una preciosa cama de hospital, pero yo debo yacer en el suelo asqueroso de este maldito salón.

Shaknahyi se encogió de hombros.

—Él está mucho peor que tú. A ti sólo te alcanzó el rebote de la carga. A él le dio de lleno.

Al—Muntaqim iba a sentirse un poco decaído durante un tiempo. No me preocupaba en absoluto.

—No hay necesidad de discutir sobre moralidad con un imbécil —dijo Shaknahyi—. Debes aprovechar la primera oportunidad para neutralizar al mamón.

Hizo el ademán de disparar con su dedo índice.

—Eso no era lo que el Guardián Completo me decía. Por cierto, ¿me desconectaste tú el moddy? ¿Qué has hecho con él?

—Aquí está.

Sacó el moddy del bolsillo de su camisa y lo arrojó al suelo a mi lado. Entonces levantó su pesada bota negra e hizo pedazos el módulo de plástico. Fragmentos de brillantes colores de la red del circuito se desparramaron por el suelo.

—Si te pones otro de éstos —añadió—, haré lo mismo con tu cara y luego chutaré los restos fuera de mi coche patrulla.

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