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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Un fuego en el sol (12 page)

Demasiado para Marîd Audran, el agente ideal para hacer cumplir la ley.

Ya me encontraba mucho mejor, y seguí a Shaknahyi fuera del bar en penumbra. Monsieur Gargotier y su hija Maddie se acercaron. El encargado intentaba agradecérnoslo, pero Shaknahyi se limitó a levantar la mano en un modesto ademán.

—No es necesario que nos dé las gracias por cumplir con nuestro deber.

—Están invitados siempre que quieran —dijo Gargotier agradecido.

—Quizá lo hagamos. —Shaknahyi se dirigió a mí—. Vamos.

Salió por la puerta del patio. El viejo Weinraub estaba aún sentado bajo su sombrilla de Cinzano, en apariencia ajeno a todo lo ocurrido.

De regreso al coche dije:

—Me hace sentir un poco mejor ser bien recibido en alguna parte.

Shaknahyi me miró.

—Aceptar bebidas gratis es una infracción grave.

—No sabía que existieran infracciones en el Budayén —dije.

Shaknahyi sonrió. Parecía que las cosas se habían relajado un poco entre nosotros.

Antes de entrar en el coche, el muecín llamó a la oración de la tarde desde alguna mezquita de fuera del barrio. Observé como Shaknahyi se dirigía al asiento trasero del coche patrulla y sacaba una alfombra enrollada. Extendió la alfombra sobre la acera y rezó durante unos minutos. Por alguna razón me hizo sentir muy incómodo. Cuando terminó, enrolló la alfombra y la volvió a meter en el coche, dirigiéndome una mirada peculiar, una especie de reproche mudo. Ambos subimos al coche patrulla, pero durante un rato, ninguno dijo nada.

Shaknahyi condujo Calle abajo y salió del Budayén. Curiosamente, ya no me preocupaba que alguno de mis viejos amigos me viera en un coche de policía. En primer lugar, por el modo en que me trataban podían irse al infierno. En segundo lugar, ahora me sentía algo diferente, después de que me hubieran disparado en cumplimiento del deber. La experiencia en la Fée Blanche cambió mi modo de pensar. Ahora valoraba el riesgo que corría diariamente un policía.

Shaknahyi me sorprendió.

—¿Quieres que paremos en algún sitio a comer? —me preguntó.

—Buena idea.

Aún estaba algo débil y los sunnies me habían producido un ligero mareo, así que asentí.

—Hay un lugar cerca de la comisaría donde solemos ir.

Sacó la sirena y se abrió paso rápidamente entre el tráfico. A una manzana del restaurante escondió la sirena y estacionó en un aparcamiento prohibido.

—Ventajas de ser policía —me dijo, sonriendo—. No tenemos muchas más.

Al entrar, me llevé una agradable sorpresa. El dueño del restaurante era un joven mauritano llamado Meloul y la comida era genuinamente magrebí. Al llevarme allí, Shaknahyi enmendaba el daño que me había producido antes. Le miré y de repente no me pareció mal tipo.

—Sentémonos aquí —dijo, eligiendo una mesa lejos de la puerta y contra la pared, desde donde podía vigilar a los demás clientes y echar una ojeada a lo que sucedía fuera.

—Gracias —le dije—. Hace mucho que no pruebo la comida de casa.

—Meloul —llamó—. He venido con uno de tus primos.

El propietario se acercó, con una bandeja de acero inoxidable y una almofía. Shaknahyi se lavó las manos con esmero y se las secó con una limpia toalla blanca. Luego me las lavé yo y me las sequé con una segunda toalla. Meloul me miró y me sonrió. Tenía más o menos mi edad, pero era más alto y de tez más oscura.

—Soy beréber —dijo—. ¿Tú también eres beréber? ¿Eres de Oran?

—Tengo un poco de sangre beréber —le respondí—. Nací en Sidi—bel—Abbés, pero crecí en Argel.

Se acercó y yo me levanté. Intercambiamos besos en la mejilla.

—He vivido toda mi vida en Oran. Ahora vivo en esta preciosa ciudad. Siéntate, ponte cómodo, traeré comida para ti y para Jirji.

—Los dos tenéis mucho en común —dijo Shaknahyi.

Asentí.

—Escucha, agente Shaknahyi. Quiero que...

—Llámame Jirji. Te pusiste ese maldito moddy y me seguiste al interior del local de Gargotier. Fue estúpido, pero tienes redaños. Te has estrenado, especie de...

Eso me hizo sentir mejor.

—Sí, bien, Jirji. Quiero preguntarte algo. ¿Te consideras muy religioso?

Frunció el ceño.

—Cumplo las obligaciones, pero no salgo a la calle y mato a los turistas infieles si no se convierten al Islam.

—Okay, entonces quizás puedas explicarme el significado de mi sueño.

Se echó a reír.

—¿Qué tipo de sueño? ¿Tú y Brigitte Stahlhelm en el túnel del amor?

Sacudí la cabeza.

—No, nada de eso. Soñé que conocía al Santo Profeta. Tenía algo que decirme, pero no lo entendí.

Le relaté el resto de la visión que el Sabio Consejero creó para mí.

Shaknahyi alzó las cejas y no dijo nada durante unos segundos. Jugueteó con los extremos de su bigote mientras meditaba.

—Me parece —dijo por fin— que trata sobre las virtudes sencillas. Se supone que debes recordar la humildad, como la recordó el profeta Mahoma, que la gracia y la paz sean con él. Ahora no es el momento de hacer grandes planes. Más tarde quizás, si Alá quiere. ¿Significa eso algo para ti?

Una especie de estremecimiento, porque en cuanto lo dijo, supe que estaba en lo cierto. Mi cerebro me insinuaba que no debía preocuparme por tener que vérmelas con mi madre, Umm Saad y Abu Adil solo. Debía tomar las cosas con calma, de una en una. Ya se juntarían ellas.

—Gracias, Jirji.

—No se merecen.

—Os traigo buena comida —dijo Meloul amistosamente, depositando una bandeja ante nosotros.

El cuscús estaba aderezado con canela y azafrán y me hizo caer en la cuenta de lo hambriento que estaba. En medio del anillo de cuscús, Meloul había apilado bocados de pollo y cebollas cocinadas con mantequilla y sazonadas con miel. También trajo pan y tazas de café negro y cargado. Apenas pude evitar abalanzarme sobre la comida.

—Tiene un aspecto buenísimo, Meloul —dijo Shaknahyi.

—Espero que sea de vuestro agrado.

Meloul se secó las manos en una servilleta limpia, se inclinó ante nosotros y nos dejó comer.

—En el nombre de Alá, el clemente, el misericordioso —murmuró Shaknahyi.

Ofrecí la misma breve bendición y me serví un pedazo de pollo y un poco de cuscús con una cuchara. Sabía aún mejor que lo que prometía su olor.

Cuando terminamos, Shaknahyi pidió la cuenta. Meloul se acercó a la mesa con una sonrisa.

—No me debéis nada. Mis paisanos comen gratis. Los policías comen gratis.

—Muy amable por tu parte, Meloul —dije—, pero no podemos aceptar...

Shaknahyi apuró el café y dejó la taza.

—Está bien, Marîd, esto es distinto. Meloul, que tu mesa sea eterna.

Meloul puso la mano en el hombro de Shaknahyi.

—Que Dios te conceda una larga vida —dijo.

No había ganado ni un fíq de cobre con nuestra visita, pero parecía complacido.

Salimos del restaurante, saciados y satisfechos. Era una vergüenza tener que pasar el resto de la tarde haciendo de policía.

Una anciana mendigaba sentada en la acera a pocos metros del restaurante de Meloul. Vestía un largo abrigo negro y un pañuelo del mismo color. Su rostro oscurecido por el sol estaba surcado de arrugas y uno de sus ojos hundidos era del color de la leche. Tenía un gran tumor negro justo delante de la oreja derecha. Fui hacia ella.

—La paz sea contigo, señora —le dije.

—Y contigo, oh caíd —respondió ella.

Su voz era un decidido susurro.

Recordé que aún tenía el sobre con dinero en el bolsillo. Lo cogí y lo abrí, conté cien kiams. Apenas había hincado el diente a mi nómina.

—Oh, señora, acepta este regalo con todos mis respetos.

Cogió el dinero, sorprendida por el número de billetes. Abrió la boca y luego la cerró. Por fin dijo:

—¡Por la vida de mis hijos, eres más generoso que Haatim, oh caíd! Que Alá te muestre sus caminos.

Haatim es la personificación de la hospitalidad entre los nómadas tribales.

Me hizo sentirme algo cohibido.

—Damos gracias a Dios cada hora —dije con serenidad, y me fui.

Shaknahyi no me dijo nada hasta que volvimos a estar sentados en el coche patrulla.

—¿Lo haces a menudo?

—¿Qué?

—Soltarle cien kiams a una extraña.

Me encogí de hombros.

—¿Acaso no es la caridad uno de los cinco pilares?

—Sí, pero no prestas demasiada atención a los otros cuatro. Es extraño, porque para la mayoría de la gente, separarse de su dinero es la obligación más severa.

En realidad, me preguntaba a mí mismo por qué lo había hecho.

Quizás porque me sentía intranquilo por la manera en que trataba a mi madre.

—Me dio lástima esa vieja.

—En esta parte de la ciudad todos sienten lástima y se ocupan de ella. Era Safiyya, la dama del cordero. Es una vieja loca. Nunca la verás sin un corderito. Lo lleva a todas partes. Le deja beber de la fuente de la mezquita Shimaal.

—No he visto ningún cordero.

Se echó a reír.

—No, a su último cordero lo atropello una carreta de shish kebab hace un par de semanas. Ahora tiene un cordero imaginario. Estaba a su lado, pero sólo Saffiya puede verlo.

—Ah, sí —dije.

Le había dado bastante como para comprarse un par de corderos nuevos. Mi pequeña contribución para aliviar el sufrimiento en el mundo.

Teníamos que rodear el Budayén. Aunque la Calle va en la dirección adecuada, se convierte en un callejón sin salida a la entrada del cementerio. Conozco a un montón de gente allí, amigos y conocidos que murieron y han ido a parar al cementerio y a otros que aún respiran, pero son tan pobres que residen en las tumbas.

Shaknahyi avanzó hacia el sur del barrio y circulamos por un vecindario totalmente desconocido para mí. Al principio las casas eran de un tamaño modesto y no demasiado ruinosas, pero tras un par de kilómetros todo a mi alrededor se volvía cada vez más desolador. Las casas de tejado plano estucadas de blanco daban paso a manzanas de horribles casas vecinales y después a lóbregos solares consumidos por las llamas en los que se levantaban barracuchas espantosas hechas de desechos de madera contrachapada y láminas de hierro ondulado.

Avanzamos y vi grupos de hombres ociosos apoyados contra la pared o en cuclillas sobre la tierra desnuda compartiendo tazones de licor, lo más probable laqbi, un vino hecho de dátiles. Las mujeres se hablaban a gritos desde una ventana a otra. El aire apestaba a humo de madera quemada y excrementos humanos. Los niños vestidos con harapientos calzones largos jugaban sobre la basura esparcida en las zanjas. Hace años, en Argel, yo era como esos chiquillos hambrientos, quizá por eso la visión me afectó tanto.

Shaknahyi debió de notar la expresión de mi rostro.

—En la ciudad hay zonas peores que Hámidiyya —dijo—. Y un policía debe estar preparado para entrar en cualquier lugar y tratar con cualquier persona.

—Sólo estaba pensando —dije despacio—. Éste es el territorio de Abu Adil. No parece que haga demasiado por esta gente, entonces, ¿por qué le son fieles?

Shaknahyi me respondió con otra pregunta.

—¿Por qué le eres tú fiel a Friedlander Bey?

Una buena razón era que Papa aprovechó la circunstancia de mi operación para obtener el control del centro de castigo de mi cerebro y lo podía estimular cuando le viniera en gana. Pero respondí:

—No es una vida mala. Y supongo que le tengo miedo.

—Lo mismo les ocurre a estos pobres fellahínes. Viven bajo el terror de Abu Adil y éste les permite que no se mueran de hambre. Me pregunto cómo consiguieron ese poder personas como Friedlander Bey y Abu Adil.

Vi pasar los suburbios a través del parabrisas.

—¿Cómo crees que Papa hizo dinero? —le pregunté.

Shaknahyi se encogió de hombros.

—Tiene cien macarras baratos, que le ofrecen suculentas porciones de sus negocios sólo por el derecho a vivir en paz.

Sacudí la cabeza.

—Eso es sólo lo que has visto en el Budayén. Da la impresión de que el vicio y la corrupción son los principales negocios de Friedlander Bey. Llevo meses viviendo en su casa y ahora lo conozco mejor. El dinero procedente del vicio es sólo calderilla para Papa. Debe de suponer un cinco por ciento de su renta anual. Tiene intereses mucho más importantes y Reda Abu Adil está en el mismo negocio. Venden orden.

—¿Que venden qué?

—Orden. Continuidad. Gobierno.

—¿Cómo?

—Mira, la mitad de los países del mundo se han dividido y recombinado hasta que resulta casi imposible saber a quién pertenece uno y quién vive en otro y quién paga impuestos a quién.

—Como lo que sucede ahora mismo en Anatolia —dijo Shaknahyi.

 —Exacto. En vida de sus antepasados, el pueblo de Anatolia se llamaba Turquía. Antes había sido el imperio otomano y antes Anatolia otra vez. Precisamente ahora parece que Anatolia se está disgregando en Galacia, Lidia, Capadocia, Nicea y el Bizancio asiático. Una democracia, un emirato, una república popular, una dictadura fascista y una monarquía constitucional. Alguien debe estar encima de todo eso, controlando la situación.

—Tal vez, aunque parece un trabajo arduo.

—Sí, pero quien lo consigue se convierte en el verdadero gobernador del lugar. Ostenta el poder real, porque todos los pequeños estados necesitarán su ayuda para evitar el desmoronamiento.

—Eso es asombroso. ¿Insinúas que ése es el juego de Friedlander Bey?

—Se trata de un servicio. Un importante servicio. Y existen múltiples modos de beneficiarse de la situación.

—Si, tienes razón —dijo admirado.

Al doblar una esquina se alzó ante nosotros una gruesa y alta muralla hecha de ladrillos marrones. Era la mansión de Reda Abu Adil. Parecía tan grande como la de Papa. Cuando nos detuvimos en la puerta custodiada, el lujo de la casa principal parecía aún mayor en contraste con la desolación del vecindario que la rodeaba.

Shaknahyi presentó sus credenciales al guarda.

—Venimos a ver al caíd Reda.

El guarda cogió un teléfono y se comunicó con alguien. Después de un momento nos permitió continuar.

—Hace un siglo o más —dijo Shaknahyi pensativo—, los jefes del crimen utilizaban procedimientos ilícitos para hacer dinero. A veces también se dedicaban a pequeños negocios legales por razones prácticas, para blanquear su dinero.

—¿Sí? ¿Y qué?

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