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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Un fuego en el sol (14 page)

—Antes de venir a la ciudad —repitió Friedlander Bey con calma—, ¿dónde vivíais?

—Últimamente en París, oh caíd —dijo Saad con voz débil y tensa.

La respuesta sorprendió a Papa.

—¿Le gustaba a tu madre vivir entre los franchutes?

—Creo que sí.

Friedlander Bey estaba realizando una formidable representación de una persona aburrida. Cogió un abrecartas de plata y jugueteó con él.

—¿Vivíais bien en París?

—Creo que sí.

Habib y Labib empezaron a machacar los huesos del cuello de Saad. Le alentaron a dar más detalles.

—Teníamos una gran casa en la Rué de Paradis, oh caíd. A mi madre le gusta comer bien y dar fiestas. Los meses que pasamos en París fueron agradables. Me sorprendió que me comunicara que veníamos aquí.

—¿Y tú trabajabas para ganar dinero y que tu madre pudiera comer comida franchute y comprar ropa franchute?

—Yo no trabajaba, oh caíd.

Papa entornó los ojos.

—¿De dónde crees que procedía el dinero para pagar todo eso?

Saad titubeó. Oí su quejido mientras las Rocas le atornillaban aún más.

—Me dijo que procedía de su padre —gritó.

—¿Su padre? —dijo Friedlander Bey, dejando el abrecartas y mirando directamente a Saad.

—Me dijo que de ti, oh caíd.

Papa hizo una mueca y un rápido gesto con ambas manos. Las Rocas se apartaron, lejos del joven. Saad se derrumbó hacia adelante, con los ojos cerrados. Su rostro estaba perlado de sudor.

—Deja que te diga una cosa —dijo Papa—. Y recuerda que yo no miento. Yo no soy el padre de tu madre y no soy tu abuelo. No tenemos sangre en común. Ahora vete.

Saad intentó ponerse en pie, pero se cayó en la silla. Su expresión era solemne y resuelta y contemplaba a Friedlander Bey como si intentase memorizar cada detalle de la cara del viejo. Papa acababa de llamar mentirosa a Umm Saad y estoy seguro de que en ese momento el muchacho estaba concibiendo una deplorable fantasía de venganza. Por fin se las arregló para ponerse en pie y se fue tambaleándose hasta la puerta. Lo intercepté.

—Toma —le dije. Saqué mi caja de píldoras y le ofrecí dos tabletas de soneína—. Te sentirás mucho mejor en breves minutos.

Cogió las tabletas, me miró ferozmente a los ojos y tiró los sunnies al suelo. Luego me dio la espalda y salió del despacho de Friedlander Bey. Me agaché y recuperé la soneína. Parafraseando un proverbio local: una tableta blanca para un día negro.

Tras los saludos formales, Papa me invitó a ponerme cómodo. Me senté en la misma silla que Saad acababa de dejar libre. Debo admitir que sentí un ligero escalofrío.

—¿Por qué estaba el chico aquí, oh caíd? —le pregunté.

—Estaba aquí como invitado. Él y su madre vuelven a ser mis huéspedes.

Algo se me escapaba.

—Tu hospitalidad es legendaria, pero ¿por qué permites que Umm Saad turbe tu tranquilidad? Sé que te molesta.

Papa se recostó en su silla y suspiró. En ese momento aparentaba cada año de su longeva vida.

—Llegó a mí con humildad. Me pidió perdón. Me trajo un presente. —Indicó una bandeja de dátiles rellenos de nueces y recubiertos de azúcar. Sonrió apesadumbrado—. No sé de dónde sacó la información, pero alguien debió de decirle que ése es mi plato favorito. Su tono era respetuoso e hizo una apelación a mi hospitalidad que no pude rechazar.

Separó las manos como si eso lo explicase todo.

Friedlander Bey observaba las tradiciones de honor y generosidad que casi han desaparecido en nuestra época. Si deseaba volver a recibir a una víbora en su hogar, yo no tenía nada que objetar.

—Entonces, ¿tus instrucciones al respecto han variado, oh caíd? —le pregunté.

Su expresión no se alteró. Ni siquiera pestañeó.

—Oh no, no es eso lo que quiero decir. Por favor, mátala tan pronto como te sea posible, pero no hay prisa, hijo mío. He descubierto que siento curiosidad sobre los planes de Umm Saad.

—Concluiré el asunto pronto —le aseguré. Papa arrugó el ceño—. Inshallah —añadí rápidamente—. ¿Crees que trabaja para alguien? ¿Algún enemigo?

—Para Reda Abu Adil, sin duda —dijo Papa.

Estaba totalmente convencido de ello, como si no hubiera el más mínimo motivo de preocupación.

—Entonces fuiste tú, después de todo, quien ordenó la investigación de Abu Adil.

Alzó una mano regordeta en señal de negación.

—No —insistió—. No tengo nada que ver con eso. Habla con el teniente Hajjar.

Claro que lo haría.

—Oh caíd, ¿puedo hacerte otra pregunta? Hay algo que no comprendo de tu relación con Abu Adil.

De repente volvió a simular aburrimiento. Eso me puso en guardia. Miré con aprensión por encima del hombro, esperando ver a las Rocas Parlantes acercándose a mí.

—Tu riqueza procede de la venta de archivos de información, puestos al día, a gobiernos y a jefes de Estado, ¿no es cierto?

—Eso es simplificar demasiado.

—Y Abu Adil está en el mismo negocio. Sin embargo, tú me dijiste que no competíais entre vosotros.

—Muchos años antes de que tú nacieras, antes incluso de que tu madre hubiera nacido, Abu Adil y yo llegamos a un acuerdo. —Papa abrió una sencilla edición en tela del sagrado Corán y miró una página—. Evitamos la competencia porque algún día podía generar violencia y dolor para nosotros mismos o para nuestros seres queridos. En ese remoto día nos dividimos el mundo, desde Marruecos en el extremo oeste, hasta Indonesia en el extremo este, doquiera que la hermosa llamada del muecín despierta a los creyentes del sueño.

—Al igual que el papa Alejandro dibujó la línea de demarcación entre España y Portugal —dije.

Papa parecía contrariado.

—Desde ese momento, Reda Abu Adil y yo hemos tenido escasos tratos de cualquier índole, aunque vivimos en la misma ciudad. Él y yo estamos en paz.

Sí, era evidente. Por el motivo que fuera, no iba a proporcionarme ninguna ayuda directa.

 —Oh caíd —dije—, debo irme. Ruego a Alá por tu salud y prosperidad.

Me adelanté y le besé en la mejilla.

—Me privas de tu presencia y me sumo en la soledad —replicó—. Ve en paz.

Salí del despacho de Friedlander Bey. A medio camino, Kmuzu intentó llevarme el maletín.

—No tiene sentido que tú lleves esto cuando yo estoy aquí para servirte —me dijo.

—Quieres registrarme y buscar drogas —dije irritado—. Pues bien, no hay ninguna. Las tengo en mi bolsillo y antes tendrás que pasar sobre mi cadáver —Tu actitud es absurda, yaa Sidi.

—No lo creo. De cualquier modo, aún no estoy preparado para ir a la oficina.

—Ya es tarde.

—¡Maldita sea, ya lo sé! Sólo deseo hablar con Umm Saad, ahora que vuelve a vivir bajo este techo. ¿Está en la misma habitación?

—Sí. Por aquí, yaa Sidi.

Umm Saad, al igual que mi madre, estaba en la otra ala de la mansión. Mientras seguía a Kmuzu por los pasillos alfombrados, abrí el maletín y saqué el moddy de Saied, el de personalidad dura y despiadada. Me lo conecté. El efecto fue notable, contrario al del módulo anulador de Medio Hajj, que atrofiaba y enturbiaba mis sentidos. Éste, al que Saied siempre llamaba Rex, parecía centrar mi atención. Me proporcionaba seguridad, más que eso, resolución para ir directo hasta mi objetivo y aplastar a todo aquel que intentara impedírmelo.

Kmuzu golpeó ligeramente la puerta de Umm Saad. Hubo una larga pausa y dentro no se oía ningún ruido.

v—Apártate —le dije a Kmuzu. Mi voz era un horrible gruñido. Me acerqué a la puerta y golpeé toscamente—. ¿Me dejas entrar? —grité—. ¿O prefieres que me abra paso a mi modo?

Eso dio resultado. El muchacho abrió la puerta y me miró.

—Mi madre no está...

—Fuera de mi camino, chico —dije, empujándole.

Umm Saad estaba sentada en una mesa, mirando las noticias en un pequeño aparato holo. Levantó la vista hacia mí.

—Bienvenido, oh caíd —dijo.

No parecía contenta.

—Sí, está bien —repuse.

Me senté en una silla frente a ella y apagué el aparato de holo.

—¿Cuánto hace que conoces a mi madre? —pregunté.

Otro tiro a ciegas.

Umm Saad parecía asombrada.

—¿Tu madre?

—A veces se hace llamar Ángel Monroe. Está al otro lado del pasillo.

Umm Saad movió la cabeza despacio.

—La he visto sólo una o dos veces. No he hablado nunca con ella.

—Debías de conocerla antes de llegar a esta casa.

Sólo deseaba saber las dimensiones de la conspiración.

—Lo siento —me dijo.

Me dirigió una mirada inocente que parecía tan fuera de lugar en ella como en un escorpión del desierto.

Okay, a veces un tiro en la oscuridad no conduce a ninguna parte.

—¿Y a Abu Adil?

—¿Quién es?

Su expresión era angelical y virtuosa.

Empezaba a enojarme.

—Quiero respuestas directas, señora. ¿Qué debo hacer? ¿Sacudir a tu chico?

Se puso muy seria. Ahora estaba haciéndose la «sincera».

—Lo siento, de verdad que no conozco a ninguna de esas personas. ¿Acaso debiera? ¿Te lo ha dicho Friedlander Bey?

Supuse que estaba mintiendo sobre Abu Adil. No sabía si mentía sobre mi madre. Al menos eso podía comprobarlo más tarde. Si es que podía confiar en ella.

Sentí una mano férrea sobre mi hombro.

—Yaa Sidil —dijo Kmuzu.

Parecía temer que pudiera arrancarle la cabeza a Umm Saad.

—Está bien —dije, sintiéndome maravillosamente maligno. Me levanté y bajé la mirada hacia la mujer—. Si quieres quedarte en esta casa deberás aprender a cooperar. Volveré más tarde para hablar contigo. Piensa mejores respuestas.

—Te estaré esperando —dijo Umm Saad, batiendo sus pestañas postizas ante mí.

Me entraron ganas de partirle la cara.

No obstante, me di la vuelta y salí de sus aposentos. Kmuzu se apresuraba tras de mí.

—Ya puedes quitarte el módulo de personalidad, yaa Sidi —dijo nervioso.

—Mierda, me gusta. Creo que me lo dejaré puesto.

En realidad disfruté de la sensación que me producía. Parecía como si un flujo constante de hormonas violentas bombease mi sangre. Ahora comprendía por qué Saied lo llevaba siempre. Sin embargo, no era el más apropiado para llevar en la comisaría y Shaknahyi me había prometido destruir cualquier moddy que llevara en su presencia. Me lo desconecté a regañadientes.

De inmediato pude sentir la diferencia. Mi cuerpo aún temblaba por la subida de adrenalina, pero me calmé muy rápido. Devolví el moddy al maletín y sonreí a Kmuzu.

—Fui un poco brusco, ¿no?

Kmuzu no dijo ni una palabra, pero su mirada me demostró la baja opinión que tenía de mí.

Salimos y esperé a que Kmuzu acercara el coche. Cuando Kmuzu me dejó en la comisaría, le dije que regresara a casa y cuidara de que Ángel Monroe no se metiera en problemas.

—Y vigila a Umm Saad y al chico, también. Friedlander Bey está convencido de que tienen cierta relación con Reda Abu Adil, pero Umm Saad está jugando sus cartas con astucia. Quizás descubras algo.

—Seré tus ojos y tus oídos, yaa Sidi.

Como de costumbre, la muchedumbre de muchachos hambrientos merodeaba en torno a la comisaría. Cuando vieron mi sedán westfaliano tomar la curva empezaron a agitar las manos y a gritar.

—¡Oh amo! ¡Oh compasivo! —vociferaban.

Cogí un puñado de monedas, como solía hacer, pero entonces recordé a la dama del cordero, a quien había ayudado la semana anterior. Saqué la cartera y solté cinco kiams a cada uno de los chicos.

—Que Dios esté con vosotros —dije.

Me coartó descubrir que Kmuzu me vigilaba de cerca.

Los chicos se quedaron pasmados. Uno de los muchachos mayores me cogió del brazo y me apartó del resto. Tendría unos quince años y ya asomaba una sombra de barba en su rostro.

—Mi hermana estaría interesada en conocer a un hombre tan generoso —me dijo.

—Pero yo no tengo ningún interés en conocer a tu hermana.

Me sonrió. Tenía tres de sus dientes amarillos rotos por alguna pelea o accidente.

—También tengo un hermano —me dijo.

Di un respingo y avancé hacia el edificio. A mi espalda los muchachos cantaban mis alabanzas. Era muy popular entre ellos, al menos hasta mañana, que tendría que volver a comprar su respeto.

Shaknahyi me esperaba en el ascensor.

—¿Qué tal? —me dijo.

No importaba lo temprano que llegase a trabajar, Shaknahyi siempre llegaba antes.

—Bien.

En realidad aún estaba cansado y sentía algunas náuseas. Podía enchufarme un par de daddies que se habrían hecho cargo de todo, pero Shaknahyi me había intimidado. A su lado funcionaba sólo con mis talentos naturales y tenía la esperanza de que bastasen.

No hace mucho me enorgullecía de mi cerebro sin modificar, tan rápido y listo como el de cualquier moddy de la ciudad. Ahora depositaba toda mi confianza en la electrónica. Temía lo que pasaría si me veía obligado a enfrentarme a una emergencia sin ellos.

—Un día de éstos cazaremos a Abu Adil cuando no esté conectado —dijo Shaknahyi—. No quiero levantar sospechas, pero tendrá que responder a ciertas preguntas difíciles.

—¿Qué preguntas?

Shaknahyi se encogió de hombros.

—Las oirás la próxima vez que pasemos por allí.

Por alguna razón no confiaba en mí más de lo que lo hacía Papa.

El sargento Catavina nos encontró en el pasillo. No sabía mucho de él, excepto que era la mano derecha de Hajjar y eso significaba que, de una u otra forma, debía de estar comprado. Era un hombre bajito que no llegaría ni a los treinta kilos. Su ondulado pelo negro estaba dividido por un enchufe para moddies, siempre ocupado por al menos un daddy, pues no entendía una palabra de árabe. Para mí era un completo misterio cómo había llegado Catavina a la ciudad.

—Os andaba buscando a vosotros dos —dijo con voz chillona, a pesar de estar filtrada por el daddy de árabe.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

Sus ojos castaños de depredador revolotearon entre Shaknahyi y yo.

—Acaban de informarme de un posible homicidio. —Le dio a Shaknahyi un pedazo de papel con una dirección escrita—. Echad un vistazo.

—En el Budayén —dijo Shaknahyi.

—Sí —dijo el sargento.

—¿Quién dio el aviso? ¿Nadie reconoció la voz?

—¿Por qué debían reconocer la voz? —preguntó Catavina.

Shaknahyi se encogió de hombros.

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