—Mis ojos vuelven a la vida al verte, hijo mío —dijo Papa.
Puedo decir que se alegraba de verdad.
—Los días que he pasado lejos de ti han sido tristes, oh caíd —dije.
Se movió y se sentó junto a mí. Se inclinó para servirme café de una cafetera dorada. Di un sorbo y proseguí:
—Que tu mesa sea siempre próspera.
—Que Alá te dé salud —dijo él.
—Rezo por que te encuentres bien, oh caíd.
Me cogió la mano.
—Estoy tan sano y fuerte como un hombre de sesenta años, pero existe un cansancio que no puedo superar, hijo mío.
—Entonces quizás tu médico...
—Es un cansancio del alma. Mi apetito y mi ambición se están muriendo. Sigo vivo sólo porque la idea del suicidio es repulsiva.
—Quizá en el futuro la ciencia te los devuelva.
—¿Cómo, hijo mío, infundiendo un renovado gusto por la vida en mi espíritu exhausto?
—La técnica ya existe —le dije—. Puedes implantarte un daddy y un moddy como yo.
Sacudió la cabeza apesadumbrado.
—Alá me mandaría al infierno si lo hiciera —Parecía no importarle que yo fuera a parar al infierno. Puso fin a las suposiciones—. Habíame de tu viaje.
Salió la conversación, pero yo aún no estaba preparado. Todavía no sabía cómo preguntarle si figuraba en mi árbol genealógico, de modo que le corté:
—Primero debo oír lo que ha sucedido mientras estaba fuera, oh caíd. He visto a una mujer en el pasillo. Nunca antes había visto a una mujer en tu casa. ¿Puedo preguntarte quién es?
El rostro de Papa se ensombreció. Se detuvo por un momento, pensando su respuesta.
—Es una falsa y una impostora, y empieza a causarme gran pena.
—Entonces debes echarla —dije.
—Sí —contestó, con pétreo semblante.
Yo no lo veía como el dirigente de un gran imperio económico, el controlador de todo vicio y actividad ilícita de la ciudad, sino como algo mucho más terrible. Friedlander Bey podía ser el hijo de muchos reyes, porque ceñía el manto del poder y la autoridad como si hubiera nacido rey.
—Debo hacerte una pregunta, hijo mío —añadió—. ¿Me honrarías lo bastante como para llenarte los pulmones de fuego otra vez?
Parpadeé. Imaginé a qué se refería.
—¿Acaso no me he probado a mí mismo hace unos meses, oh caíd?
Hizo un gesto con la mano, así de fácil, convirtiendo en nada el dolor y el horror que sufrí.
—Entonces te defendiste del peligro —dijo, poniéndome una de sus viejas y huesudas manos sobre la rodilla—. Ahora necesito que me defiendas a mí del peligro. Desearía que averiguaras todo lo posible sobre esa mujer y luego quiero que la destruyas. Y también a su hijo. Debo saber si cuento con tu lealtad absoluta.
Sus ojos ardían. Había visto antes esa faceta. Me sentaba junto a un hombre que era cada vez más presa de la locura. Cogí la taza de café con mano temblorosa y di un largo trago. Hasta que no lo acabase, no le daría una respuesta.
Antes de que me llenaran el cráneo de amperios, solía usar despertador. Por la mañana cuando sonaba me gustaba quedarme en la cama un poco más, legañoso y bostezante. Unas veces me levantaba, otras no. Ahora no me queda más remedio. Me conecto un potenciador la noche anterior y cuando el daddy decide que ya es la hora, mis ojos se abren y me despierto. Es una transición brusca que me deja desconcertado. No hay forma humana de que ese chip me permita volverme a dormir. Lo odio.
El domingo por la mañana me levanté a las ocho, puntualmente. Ante mi cama se encontraba un negro que no había visto en mi vida. Pensé un instante. Era grande, mucho más alto que yo y bien formado, sin exagerar. La mayoría de los negros que se ven en la ciudad son como Janelle, refugiados de algún yermo erial africano azotado por el hambre. Pero ese tipo no se había perdido ni una sola comida sensata y equilibrada en toda su vida. Tenía una cara larga y seria, y daba la impresión de estar permanentemente enfadado. Los duros ojos pardos y la cabeza rapada acentuaban su aspecto amenazador.
—¿Quién eres tú? —le pregunté, sin salir de las sábanas todavía.
—Buenos días, yaa Sidi —respondió. Tenía una voz apacible, grave, con un toque ronco—. Me llamo Kmuzu.
—Por algo se empieza. Ahora, en nombre de Alá, dime qué haces aquí.
—Soy tu esclavo.
—Y una mierda.
Me gusta imaginarme como el defensor de los oprimidos y todo eso. Me enferma la idea de la esclavitud, una postura que contraría la opinión prevaleciente entre mis amigos y convecinos.
—El amo de la casa me ha ordenado que vele por tus necesidades. Cree que seré el criado perfecto para ti, yaa Sidi, porque mi nombre significa «medicina» en Ngoni.
En árabe mi nombre significa «enfermedad». Friedlander Bey sabía que mi madre me había llamado Marîd con la supersticiosa esperanza de que mi vida se viera libre de enfermedades.
—No me importa tener un valet, pero no quiero un esclavo.
Kmuzu se encogió de hombros. Empleara o no la palabra, él sabía que seguía siendo esclavo de alguien, mío o de Papa.
—El amo de la casa me ha instruido con todo detalle sobre tus necesidades —dijo, entornando los ojos—. Me prometió la emancipación si abrazaba el Islam, pero no puedo traicionar la fe de mis padres. Creo que debes saber que soy un fiel cristiano.
Eso significaba que mi nuevo criado desaprobaría de todo corazón casi todo lo que yo hiciera o dijera.
—A pesar de ello intentaremos ser amigos —le respondí.
Me senté y estiré las piernas fuera de la cama. Me desconecté el control de sueño y lo puse en la ristra de daddies que guardo en la mesilla de noche. En los viejos tiempos, por la mañana pasaba mucho rato rascándome, bostezando y mirándome el ombligo, pero ahora, cuando me despierto, me están vedados tales placeres.
—¿En serio necesitas ese aparato? —preguntó Kmuzu.
—Mi cuerpo ha perdido la costumbre de dormirse y despertarse por su cuenta.
Sacudió la cabeza.
—Ese problema es bastante sencillo, yaa Sidi. Si te quedas despierto hasta muy tarde, te caerás de sueño.
Comprendí que si quería estar tranquilo, tendría que matar a ese hombre, y pronto.
—No lo entiendes. El problema es que después de tres días y tres noches sin dormir, cuando por fin logro conciliar el sueño tengo fantásticas pesadillas, realmente macabras. ¿Por qué he de pasar un mal rato, si basta con pastillas o software para evitarlo?
—El amo de la casa me ordenó que limitara tu uso de drogas.
Empezaba a exasperarme.
—Muy bien, pues inténtalo.
Probablemente el «regalo» del esclavo por parte de Friedlander Bey ocultaba la cuestión de la droga. Cometí un error la primera mañana chez Papa, me presenté tarde a desayunar debido a una resaca de butacuálido. Estuve un poco descoordinado durante un par de horas y con eso me gané su desaprobación. Así que esa primera mañana pasé por la tienda de moddies de Laila en la calle cuarta del Budayén e invertí mi dinero en un control de sueño.
Sigo prefiriendo una docena de beauties, pero estos días por todas partes veo espías de Papa por encima del hombro. Son un millón. Dejadme aclarar algo: vosotros no desearíais su desaprobación. Nunca olvida este tipo de cosas. Si es necesario, contrata a otros para que te transmitan sus quejas.
Sin embargo, la situación presenta ciertas ventajas. La cama, por ejemplo. Yo nunca había tenido una cama, sólo un colchón tirado en el suelo en un rincón de la habitación. Ahora puedo dar un puntapié a los calcetines y a la ropa interior sucia, y si se cae al suelo y se pierde, sé dónde estará, aunque no pueda alcanzarla. Aún me caigo de la maldita cama un par de veces a la semana, pero debido al control de sueño, no me despierto, me quedo acurrucado en el suelo hasta la mañana siguiente.
Ese domingo por la mañana salí de la cama, me di una ducha caliente, me lavé el pelo, me cepillé la barba y me lavé los dientes. Se supone que debo estar en mi oficina de la comisaría de policía a las nueve, pero una de las maneras de afirmar mi independencia es hacer caso omiso del horario. No me apuro para vestirme. Escojo unos pantalones de color caqui, una camisa azul celeste, una corbata oscura y una americana blanca de lino. Todos los empleados civiles del departamento de policía visten de ese modo, me alegro. La vestimenta árabe me trae demasiados recuerdos de la vida que dejé atrás cuando me trasladé a la ciudad.
—De modo que te han puesto para fisgar lo que hago —dije mientras intentaba igualar los dos extremos de mi corbata.
—Estoy aquí para ser tu amigo, yaa Sidi —contestó Kmuzu.
Me entró la risa. Antes de ir a vivir al palacio de Friedlander Bey me encontraba muy solo. Vivía en un apartamento de una habitación, casi vacío, con la almohada por única compañía. Claro que tenía algunos amigos, pero no de esos que se presentan en casa de vez en cuando por añoranza. Estaba Yasmin, a quien supongo quería un poco. A veces pasábamos la noche juntos, pero ahora, cuando nos encontramos mira para otro lado. Creo que le molestó que matara a unos cuantos tipos.
—¿Y si te pego? —pregunté a Kmuzu—. ¿Seguirás siendo mi amigo?
Intentaba ser sarcástico, pero sin duda fue un error.
—Te detendré —dijo Kmuzu, y su voz era la más glacial que he oído nunca.
Creo que perdería la mandíbula.
—Era una broma, ya sabes.
Kmuzu asintió con la cabeza y la tensión se diluyó.
—¿Me ayudas con esto? Creo que la corbata puede conmigo.
La expresión de Kmuzu se relajó un poco, parecía estar contento de poder realizar ese trabajito.
—Ahora está bien —dijo mientras terminaba—. Te prepararé el desayuno.
—Yo no desayuno.
—Yaa Sidi, el amo de la casa me ha ordenado que me asegurara de que desayunes de ahora en adelante. Cree que el desayuno es la comida más importante del día.
¡Que Alá me salve de los fascistas de la nutrición!
—Si como por la mañana, me siento como un pedazo de plomo durante unas horas.
A Kmuzu no le importaba mi opinión.
—Te prepararé el desayuno.
—¿No tienes que ir a la iglesia?
Me miró con paciencia.
—Ya he ido. Ahora te prepararé el desayuno.
Estoy seguro de que hizo una lista de todas las calorías que ingerí en un informe para Friedlander Bey. Éste es sólo otro ejemplo de las dotes de persuasión de Papa.
Es posible que me sintiera como un prisionero, pero tenía sus compensaciones. Disponía de una espaciosa suite en el ala oeste de la gran casa de Friedlander Bey, en el segundo piso, cerca de las dependencias privadas de Papa. Mi armario estaba abarrotado de trajes de diferentes estilos y modas, occidentales, árabes y ropa informal. Papa me proporcionó un montón de sofisticado hardware de alta tecnología, desde un nuevo ordenador Chhindwara a un sistema holo Esmeraldas con pantallas Libertad y un solipsizador de argón Ruy Challenger. No tenía que preocuparme por el dinero. Una vez a la semana, una de las Rocas Parlantes dejaba un grueso sobre con dinero contante y sonante sobre mi escritorio.
Mi vida había cambiado tanto que los días de pobreza e inseguridad parecían una pesadilla treintañera. Hoy estoy bien alimentado, bien vestido y soy bien acogido entre la gente adecuada; todo eso me cuesta lo que vosotros creéis: mi dignidad y la desaprobación de la mayoría de mis amigos.
Kmuzu me avisó de que el desayuno estaba listo.
—Basmala —murmuré mientras me sentaba. En el nombre de Dios.
Comí unos cuantos huevos, pan frito en mantequilla y me tragué una taza de café cargado.
—¿Deseas algo más, yaa Sidil —preguntó Kmuzu.
—No, gracias.
Contemplaba el muro distante, pensando en la libertad. Me preguntaba si habría algún modo de comprar mi salida de la policía. No con dinero, de eso estaba seguro. No creo que sea posible sobornar a Papa con dinero. Sin embargo, si aguzaba el ingenio podía encontrar algún otro medio de presión. Inshallah.
—Entonces, ¿puedo bajar y traer el coche? —preguntó Kmuzu.
Con sólo pestañear ya se había puesto en marcha. No tenía la gran limusina negra de Friedlander Bey a mi disposición, pero sí un cómodo automóvil eléctrico. Después de todo, yo era su representante oficial entre los guardianes de la justicia.
Kmuzu sería mi chófer. Se me ocurrió que debía ingeniármelas para no ir a todas partes con él.
—Sí, bajo en un minuto.
Me pasé la mano por el pelo, que volvía a estar largo. Antes de salir de casa, metí una ristra de moddies y daddies en mi maletín. Es imposible predecir qué tipo de personalidad o qué talentos y habilidades particulares necesitaré cuando voy a trabajar. Lo mejor es cogerlos todos y estar preparado.
Esperé a Kmuzu en la escalera de mármol. Era el mes de Rabi al—Awwal y del cielo gris caía una cálida llovizna. Aunque la finca de Papa se encontraba en un populoso vecindario en el mismo corazón de la ciudad, me sentía en el tranquilo jardín de un oasis, lejos de la mugre y el barullo urbano. Me rodeaba un lujoso césped que había sido plantado sólo para sosegar el espíritu de un viejo fatigado. Escuchaba el sereno y plácido fluir de las refrescantes fuentes y el gorjeo de ciertos pájaros industriosos junto a los frutales esmeradamente cuidados. El aire sereno transportaba el olor penetrante y dulzón de las flores exóticas. Intentaba que nada de eso me sedujera.
Subí al sedán westfaliano de color crema y atravesamos la puerta protectora. Más allá del muro fui arrojado de repente al bullicio y al clamor de la ciudad y me consternó saber cuánto lamentaba abandonar la serenidad de la casa de Papa. Se me ocurrió que a su debido tiempo yo también sería como él.
Kmuzu me hizo bajar del coche en la calle Walid al—Akbar, frente a la comisaría que velaba por los asuntos del Budayén. Me dijo que regresaría puntualmente a las cuatro y media para llevarme a casa. Daba la impresión de ser una de esas personas que nunca llega tarde. Desde la acera observé como se marchaba.
Siempre había un montón de niños en torno a la comisaría. No sé si esperaban ver entrar a algún criminal esposado, que soltaran a sus padres o sólo vagaban con la esperanza de mendigar unas monedas. Yo mismo había sido uno de ellos no hacía mucho en Argel y no me dolía que alguien arrojase unos cuantos kiams al aire y nos mirase pelear por ellos. Busqué en mi bolsillo un puñado de monedas. Los chicos más grandes y fuertes cogían el dinero fácil y los pequeños se colgaban de mis piernas y suplicaban: Baksheesh! Cada día era un desafío deshacerme de mis jóvenes pasajeros antes de entrar por la puerta giratoria.