Un gran chico (16 page)

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Authors: Nick Hornby

—Pues no, la verdad es que aún no he terminado. ¿Por qué le has comprado unas deportivas de las caras?

—Porque... porque, joder, míralo bien.

Los dos lo miraron. El propio Marcus se miró a sí mismo sin entender gran cosa.

—Ya lo veo. ¿Qué le pasa?

Will lanzó una mirada desafiante a Fiona.

—No tienes ni la más remota idea, ¿verdad que no? No, la verdad es que no tienes ni puta idea.

—¿De qué?

—De que a Marcus se lo están comiendo vivo en el colegio, ¿sabes? De que todos los putos días de la semana lo hacen pedacitos, y a ti en cambio te preocupa de dónde mierda han salido las putas deportivas, y si resulta que yo estoy abusando de él.

Marcus de pronto se sintió agotado. No se había hecho cargo de lo jodidas que estaban las cosas hasta que Will empezó a gritar, pero era verdad, en el colegio lo estaban haciendo pedazos: cada día que pasaba era un mal día, y si había logrado sobrevivir era a fuerza de engañarse, de obligarse a pensar que cada día no guardaba ninguna relación con el anterior. En ese momento se dio cuenta de lo idiota que estaba siendo, de que todo era una mierda, y sintió ganas de meterse en la cama y no levantarse hasta que llegara el sábado.

—A Marcus le va de maravilla. Y lo está haciendo estupendamente —dijo su madre.

Al principio, el propio Marcus no dio crédito a lo que oía. Entonces, cuando tuvo ocasión de prestar un mínimo de atención a las palabras que aún resonaban en sus oídos, trató de encontrarles un significado diferente. Tal vez hubiera otro Marcus aparte de él, un Marcus al que le iba de maravilla. Tal vez hubiese algo más que él estuviera haciendo estupendamente, algo de lo que se había olvidado. Por descontado, no había otro Marcus, y él no estaba haciendo nada estupendamente; su madre se empecinaba en su ceguera, en su chaladura, en su disparate.

—¿Tú estás de broma, o qué? —dijo Will.

—Ya sé que le está costando un poco acostumbrarse a su colegio nuevo, pero...

Will se echó a reír.

—Eso es. Tú dale dos semanas y ya verás como todo empieza a ir bien, ¿no? Cuando hayan dejado de robarle las deportivas y de seguirlo a casa después del colegio, todo irá como la seda.

Eso era un error. Estaban todos locos.

—Yo no lo creo —intervino Marcus—. Va a costar bastante más que dos semanas.

—Ya lo sé, ya lo sé —repuso Will—. Era una broma.

A Marcus no le pareció que aquélla fuese una conversación apta para hacer bromas, pero al menos aquello significaba que alguien entendía lo que estaba ocurriendo. ¿Cómo era posible que fuera Will, a quien conocía desde hacía sólo cinco minutos, el que lo entendía bastante bien, y no su madre, a la que conocía de toda la vida?

—Creo que te estás poniendo un poco melodramático —dijo Fiona—. Tal vez no hayas tenido mucho contacto con niños hasta ahora.

Marcus no captó qué significaba eso de «melo» en «melodramático», pero en todo caso a Will le cabreó todavía más.

—Yo también he sido un puto niño —dijo Will, que blasfemaba y soltaba tacos por los codos—, y también iba a un puto colegio. Conozco muy bien la diferencia entre los chicos incapaces de adaptarse y los que sólo son unos infelices, así que no me vengas con esas milongas y no me llames melodramático. No tengo por qué aguantarle eso a una persona que...

—¡Ah! —exclamó Marcus— ¡Caca de la vaca!

Los dos se volvieron hacia él, que los miró sin agregar palabra.

No tenía forma de explicar su estallido de ira; sólo había pronunciado la primera frase que había acudido a su mente, porque se dio cuenta de que Will iba a sacar a colación el asunto del hospital, y eso sí que no le apetecía nada. No era justo. Que su madre se estuviera portando con una evidente estrechez de miras no le daba a Will el derecho de arrojarle eso a la cara. A su entender, lo del hospital era mucho más grave que el que le hubiesen bombardeado con caramelos y que lo de las deportivas, y nadie debería mezclar una cosa con la otra.

—¿Qué demonios te pasa? —preguntó Will.

Marcus se encogió de hombros.

—Nada. Sólo que... No sé. Tenía ganas de gritar.

Will sacudió la cabeza.

—Joder —dijo—. Qué familia.

Marcus no disfrutó con las peloteras de la tarde, pero cuando hubieron terminado comprendió de qué se trataba. Su madre sabía que Will no tenía un hijo, lo cual quizás no estuviese del todo mal, y que él había visitado a Will a menudo a la salida del colegio, lo que sin duda tampoco lo estaba, porque desde hacía un tiempo tenía que contarle un montón de mentiras y empezaba a sentirse mal por esa razón. Lo más importante de todo era que su madre se había enterado de lo que estaba pasando en el colegio porque Will se lo había explicado letra por letra. Marcus no había sido capaz de decirlo abiertamente, puesto que hasta ese momento no había logrado visualizar ni la palabra entera ni las letras que la formaban. Lo de menos era quién lo hubiese dicho; lo esencial era que Fiona lo entendía.

—No vas a volver ahí nunca más —le dijo mientras regresaban a casa.

Marcus ya sabía que se lo iba a decir, y también que él no le haría ni caso, pero aun así replicó:

—¿Por qué no?

—Si tienes algo que decir, me lo dices a mí. Si quieres ropa nueva, yo te la compraré.

—Pero es que tú no sabes lo que necesito.

—En ese caso, dímelo.

—Es que yo tampoco lo sé. Eso es algo que sólo sabe Will.

—No seas ridículo.

—Es cierto. Él sabe qué cosas llevan los chicos de mi edad.

—Los chicos de tu edad llevan lo que se ponen por la mañana y punto.

—Ya sabes a qué me refiero.

—A lo que te refieres es a que se cree muy moderno, y a que a pesar de su edad sabe qué deportivas están de moda, aunque no tenga ni idea de todo lo demás.

Eso era exactamente lo que él había querido decir. Eso era lo que se le daba bien a Will, y por eso Marcus pensaba que era una suerte haberlo encontrado.

—No necesitamos a las personas como él. A nuestra manera, lo hacemos igual de bien o mejor.

Marcus miró por la ventanilla del autobús y se puso a pensar si aquello era cierto. Llegó a la conclusión de que no lo era, de que ninguno de los dos estaba haciéndolo nada bien.

—Si tienes problemas en el colegio no es por el calzado que llevas, eso te lo puedo asegurar.

—No, ya sé que no, pero...

—Marcus, confía en mí, ¿quieres? Soy tu madre desde hace doce años, y creo que no lo he hecho tan mal. Es algo en lo que pienso continuamente. Sé muy bien lo que estoy haciendo.

Marcus nunca había pensado en su madre en esos términos, como una persona que supiera lo que estaba haciendo. Tampoco se le había ocurrido que ni siquiera tuviese una pista. Lo que pasaba era que todo lo que ella hiciese con él (¿por él?, ¿para él?) no parecía serlo. Siempre había pensado que ser madre era algo sencillo, como, por ejemplo, conducir; la mayoría de la gente sabía hacerlo, y se podía armar un lío de espanto con algo tan obvio como chocar contra un autobús o no explicar a tu hijo que debía decir por favor y gracias y lo siento (en el colegio había montones de chicos, calculó, que robaban y soltaban tacos y abusaban de otros chicos, y sus madres y sus padres tenían por ello mucho de que responder). Si se consideraban las cosas desde ese punto de vista, no había mucho en que pensar. Sin embargo, su madre parecía dar a entender que el asunto no terminaba ahí, que ella tenía un plan.

Si ella tenía un plan, él tenía la posibilidad de elegir. Podía confiar en ella y creerle cuando le decía que sabía lo que estaba haciendo, lo cual supondría tener que aguantar lo que le estaba pasando en el colegio, porque al final todo saldría bien y porque ella era capaz de ver cosas que a él se le escapaban. En caso contrario, podía decidir que, en realidad, su madre había perdido los papeles, que se había metido una sobredosis de pastillas y que, aparentemente, poco después lo había olvidado hasta el punto de que era como si no hubiese ocurrido. Tanto una opción como la otra le daban miedo. No quería tener que aguantar la situación tal como estaba, pero la otra posibilidad significaba que él tendría que ser su propia madre, y ¿cómo iba a ser su propia madre si sólo tenía doce años? Decir lo siento, por favor y gracias era bien fácil, pero no sabía por dónde empezar con todo lo demás. Hasta ese día ni siquiera supo que había muchísimo más.

Cada vez que pensaba en ello, volvía al mismo problema: estaban solos los dos, y al menos uno de los dos, como mínimo, estaba chiflado.

Durante los días siguientes comenzó a reparar más atentamente en el modo en que Fiona le hablaba. Todo lo que le decía sobre lo que podía y debía ver o escuchar o leer o comer le inspiraba cierta curiosidad: ¿formaba parte del plan, o improvisaba sobre la marcha? Nunca se le había ocurrido preguntárselo hasta el día en que su madre le dijo que fuera a la tienda a comprar media docena de huevos para la cena; de golpe le sorprendió que fuese vegetariano sólo porque ella también lo era.

—¿Tú siempre supiste que yo iba a ser vegetariano?

Fiona se echó a reír.

—Pues claro que sí. No fue algo que se me ocurriese de improviso, ni porque nos hubiéramos quedado sin salchichas.

—¿Y te parece justo?

—¿Qué quieres decir?

—¿No deberías haber dejado que fuese yo quien tomara esa decisión?

—Ya la tomarás cuando seas mayor.

—¿Y por qué no soy suficientemente mayor para eso?

—Porque no eres el que cocina. Yo no quiero cocinar carne, así que tendrás que conformarte con comer lo mismo que yo.

—Pero tampoco me dejas ir a un McDonald's.

—¿Qué es esto, una rebelión adolescente prematura? Yo no puedo impedirte que vayas a un McDonald's.

—¿De veras?

—¿Cómo iba a impedírtelo? Sólo que si fueras me sentiría decepcionada.

La decepcionaría. Qué decepción. Ésa era su manera de hacerlo. Era su manera de hacer muchas cosas.

—¿Por qué?

—Pensaba que eras vegetariano porque creías que es bueno.

—Y así es.

—Bueno, pues entonces no puedes ir a un McDonald's, ¿no crees?

Ya había vuelto a jugársela. Siempre le decía que podía hacer lo que quisiera, y luego discutía con él hasta conseguir que quisiera exactamente lo mismo que ella quería. Esa manera de comportarse empezaba a cabrearlo.

—No es justo.

Fiona se echó a reír.

—Así es la vida, Marcus. Tienes que encontrar algo en que creer, y luego has de ser fiel a tus creencias. Es difícil, pero no injusto. Al menos, es fácil de entender.

Algo no marchaba bien en ese modo de actuar, pero Marcus no atinaba a saber el qué. Sin embargo, sospechaba que no todo el mundo pensaba de esa forma. Cuando hablaban en clase de asuntos como el tabaco, todos estaban de acuerdo en que era malo, pero había montones de chicos que fumaban; cuando hablaban de la violencia en las películas, todos decían estar en contra, pero seguían viendo películas violentas. Pensaban una cosa y hacían otra. En casa de Marcus las cosas eran muy diferentes. Si decidían que algo era malo, no volvían a tocarlo, no volvían a hacerlo nunca más. Entendía que se trataba de algo lógico: pensaba que robar o matar no estaba bien, y él no robaba ni mataba a nadie. ¿Así que eso era todo? No terminaba de estar muy seguro.

Sin embargo, de todo cuanto le hacía ser diferente, comprendía que precisamente eso era lo más decisivo. Por eso llevaba una ropa de la que se reían todos los demás, porque habían tenido una conversación sobre la moda y habían llegado a la conclusión, los dos de común acuerdo, de que la moda era una estupidez; por eso mismo escuchaba música anticuada, o música que nadie más había escuchado nunca, sólo porque habían tenido una conversación sobre la música pop moderna, y de común acuerdo habían llegado a la conclusión de que no era más que una maniobra de las grandes discográficas para ganar un montón de pasta. Por eso no se le permitía jugar con juegos de ordenador violentos, ni comer hamburguesas, ni hacer esto, aquello o lo de más allá. Y él se había mostrado de acuerdo con ella en todos los sentidos, con la salvedad de que nunca había estado de acuerdo; sólo había salido perdiendo en cada una de las discusiones que habían mantenido.

—¿Por qué no te limitas a decirme lo que he de hacer? ¿Por qué cada vez tenemos que hablar acerca de ello?

—Porque quiero enseñarte a pensar por ti mismo.

—¿Ése era tu plan?

—¿Qué plan?

—El del otro día, cuando me dijiste que sabías muy bien lo que estabas haciendo.

—¿A cuento de qué?

—De ser madre.

—¿Yo te dije eso?

—Pues sí.

—Ah. De acuerdo. Bueno, claro que quiero que pienses por ti mismo. Eso es lo que todos los padres desean para sus hijos.

—Pero todo lo que ocurre, en cambio, es que tenemos una discusión y yo suelo perderla, y entonces hago lo que tú quieres que haga. Hay un modo de ahorrarse todo ese tiempo. Tú dime qué puedo hacer y qué no y dejémoslo así.

—¿Y qué es lo que te ha llevado a esa conclusión?

—Es que he pensado por mí mismo.

—Me alegro. Bien hecho.

—He pensado por mí mismo, y creo que quiero ir a casa de Will a la salida del colegio.

—Ésa es una discusión que ya habías perdido.

—Necesito ver a alguien aparte de ti.

—¿Y por qué no vas a ver a Suzie?

—Porque es igual que tú. Will no es igual que tú.

—No. Es un mentiroso y no hace nada en todo el día y...

—Me compró aquellas deportivas.

—Sí, es un mentiroso rico que no hace nada en todo el día.

—Él entiende todo lo que pasa en el colegio. Él sabe de esas cosas.

—¡Qué va a saber de esas cosas, si ni siquiera sabe dónde tiene la mano derecha y dónde la izquierda!

—¿Entiendes lo que quiero decir? —Marcus empezaba a sentirse realmente frustrado—. Estoy pensando por mí mismo, y tú... No, no funciona. Siempre te sales con la tuya.

—Es porque tú no tienes argumentos. No basta con decir que estás pensando por ti mismo. También tienes que demostrarlo.

—¿Y cómo te lo demuestro?

—Dame una razón de peso para ir a ver a Will.

Podía darle una razón, una razón muy buena. No sería la más adecuada, seguro que no se sentiría bien al dársela, estaba casi seguro de que ella se echaría a llorar. Pero era una razón excelente, una razón que la haría callar, y si ésa era la manera de ganar las discusiones, no le quedaba más remedio que aprovecharla.

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