Un gran chico (13 page)

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Authors: Nick Hornby

Salió a comprar discos y a comprar ropa; jugó un poco al tenis, fue al pub, vio la televisión, fue al cine, fue a conciertos de rock con algunos amigos. Las unidades de tiempo se iban llenando sin demasiados esfuerzos. Una tarde incluso le dio por leer un libro; estaba a la mitad de una novela de James Ellroy, un jueves, durante ese espantoso tiempo muerto que media entre
Countdown
y las noticias, cuando alguien llamó a la puerta.

Contaba con que fuese un vendedor de prendas de termolactyl, de escobas o de lo que fuera, y al abrir la puerta se encontró mirando al vacío, ya que su visitante medía unos cuarenta centímetros menos que el vendedor medio.

—He venido a verte —anunció Marcus.

—Ya lo veo. Adelante. —Lo dijo con la calidez suficiente, al menos en su opinión, aunque por alguna razón experimentó una oleada de pánico creciente.

Marcus avanzó hasta el cuarto de estar, tomó asiento y lo miró todo con gran atención.

—Tú no tienes un hijo, ¿verdad que no?

Ésa fue, sin duda, una de las explicaciones del pánico.

—Pues... —dijo Will, como si estuviera a punto de lanzarse a relatar una historia larga y complicada, cuyos detalles en esos momentos se le escapaban.

Marcus se levantó y dio una vuelta.

—¿Dónde está el baño? Tengo ganas de mear.

—Ahí mismo, al fondo del pasillo.

Mientras no tuvo a Marcus delante, Will trató de idear una historia que sirviese para explicar la absoluta ausencia de todo lo que guardara alguna relación con Ned, pero no se le ocurrió nada. Podía decirle a Marcus que por descontado que tenía un hijo, y que la ausencia de éste y de toda la parafernalia relacionada con él era sencillamente..., sencillamente algo en lo que ya pensaría más tarde, o bien podía deshacerse en un mar de lágrimas y reconocer que era un fantaseador de lo más patético. Decidió que esta segunda opción no era la más aconsejable.

—Sólo tienes un dormitorio —dijo Marcus a su regreso.

—¿Has estado fisgando?

—Sí. Sólo tienes un dormitorio, no hay juguetes de niño pequeño en el baño... Ni siquiera he visto fotos de él en ninguna parte.

—¿Y a ti qué te importa?

—Nada. Nada, aparte de que nos has mentido a mí y a mi madre y a la amiga de mi madre.

—¿Quién te ha dicho dónde vivo?

—Una vez te seguí hasta tu casa.

—¿Desde dónde?

—Te vi por la calle y te seguí.

Era una posibilidad, desde luego. A menudo iba de paseo por ahí, y en cualquier caso no le había dicho a Fiona ni a Suzie ni a nadie del SPAT dónde vivía, de modo que no cabía otra explicación.

—¿Por qué?

—No lo sé. Por hacer algo.

—¿Y por qué no te largas a tu casa, Marcus?

—Como quieras; pero se lo voy a decir a mi madre.

—Oooh, qué miedo.

Para Will aquello era como bajar por una cuesta dando tumbos, rodando, camino de ese terrorífico sentimiento de culpabilidad que no experimentaba desde que iba al colegio, y le pareció natural recurrir al tipo de frases que empleaba entonces. A Marcus no podía darle ninguna otra explicación que no fuera la verdad, esto es, que se había inventado a un niño para de ese modo conocer a ciertas mujeres, y la verdad sonaba mucho más sórdida de lo que él jamás había llegado a suponer.

—Pues venga, lárgate.

—Haré un trato contigo. No le diré nada a mi madre si sales con ella.

—¿Y tú por qué quieres que tu madre salga con un tipo como yo?

—No creo que seas tan malo como parece. Es decir, has dicho mentiras, pero aparte de eso me pareces un buen tipo. Y mi madre está triste. Creo que necesita un novio.

—Marcus, yo no voy a salir con una persona sólo porque tú lo quieras. Esa persona ha de gustarme.

—¿Y qué tiene de malo mi madre?

—No tiene nada de malo, pero...

—Ah, entiendo; tú lo que quieres es salir con Suzie, ¿no?

—No quiero hablar contigo de este asunto.

—Ya me lo parecía.

—No he dicho nada. Lo único que he dicho... Mira, verás, la verdad es que no quiero hablar contigo de este asunto. Vete a casa.

—De acuerdo, pero volveré —dijo Marcus, y se marchó.

Cuando Will concibió esa fantasía y comenzó a visitar el SPAT, se había imaginado dulces niños pequeños, no niños capaces de seguirlo por la calle y descubrirle todo el pastel. Había imaginado que entraría en un nuevo mundo, pero no había previsto que los integrantes de ese mundo serían capaces de penetrar en el suyo. Él era un visitante de la vida, pero no tenía ganas de que nadie visitase la suya.

15

Marcus no era tonto. De acuerdo, a veces lo era un poco, como cuando le daba por ponerse a cantar, pero no era tonto de remate, sólo un poco tontaina. En el acto se dio cuenta de que todo cuanto sabía sobre Will, el hecho de que no tuviese un hijo ni una ex esposa, era algo demasiado valioso para soltarlo de inmediato. Si hubiera ido derecho a su casa después de su primera visita al piso de Will y se lo hubiese contado a su madre y a Suzie, todo habría terminado. Las dos le habrían prohibido que hablara con Will, y no era eso lo que él quería. No estaba seguro de por qué no lo hizo así. Sólo sabía que no deseaba agotar su información de un golpe, del mismo modo que tampoco deseaba gastar de un golpe el dinero que le daban por su cumpleaños: quería sentirlo en el bolsillo mientras miraba alrededor pensando en algo que valiera la pena. Sabía que no podía obligar a Will a salir con su madre si él no lo deseaba, pero tal vez consiguiera que hiciese alguna otra cosa, algo en lo que por el momento no había pensado, de modo que comenzó a ir por casa de Will casi todos los días después del colegio, más que nada para ver si se le ocurría algo.

La primera vez que volvió a visitarlo, a Will no le hizo ninguna gracia. Se quedó plantado en el umbral con la mano sobre el pomo de la puerta.

—¿Qué? —dijo Will.

—Nada —repuso Marcus—. Se me ocurrió pasar a verte. —A Will le hizo sonreír la respuesta, aunque el chico no entendiera por qué—. ¿Qué estabas haciendo?

—¿Que qué estaba haciendo? —Sí.

—Ver la tele.

—¿Y qué ves?


Countdown
.

—¿Qué es eso? —Marcus sabía perfectamente qué era. Los chicos que volvían a casa después del colegio, o sea, casi todos, sabían qué era: el programa más aburrido en toda la historia de la televisión.

—Un concurso. De letras y números.

—Ah. ¿Tú crees que me gustará? —Por supuesto que no le gustaría. A nadie le gustaba, aparte de a la madre de la novia de su padre.

—Pues no estoy seguro de que me importe mucho.

—Podría pasar a verlo contigo, y así te haría compañía.

—Vaya, muy amable, Marcus, pero por lo general me las apaño solo bastante bien.

—Se me dan bien los crucigramas. Y las matemáticas. Si de verdad te importa hacerlo bien, quizás te sirva de ayuda.

—Veo que sí sabes de qué va el programa.

—Sí, ahora me acuerdo. Y la verdad es que me gusta. Venga, me iré en cuanto termine.

Will lo miró y sacudió la cabeza.

—¿Qué demonios? Adelante, pasa.

De todos modos, Marcus ya casi había entrado. Se sentó en el largo sofá color crema de Will, se quitó los zapatos y se estiró.
Countdown
era tan soporífero como lo recordaba, pero no se quejó ni le pidió que cambiara de canal. (Y eso que Will tenía televisión por cable, anotó Marcus para futuras referencias.) Permaneció sentado y armado de paciencia. Will no hizo nada mientras veía el programa: no gritaba las respuestas ni abucheaba una baja puntuación. Se limitaba a fumar.

—Para jugar como es debido te hace falta lápiz y papel —observó Marcus al final.

—Ya.

—¿Nunca lo haces?

—A veces.

—¿Y hoy por qué no lo has hecho?

—¿Y yo qué sé?

—Podrías haberlo hecho. A mí no me hubiera importado.

—Muy amable de tu parte. —Will apagó la tele con el mando a distancia y permanecieron sentados en silencio—. ¿Qué es lo que quieres, Marcus? —preguntó al cabo—. ¿No tienes deberes que hacer?

—Sí. ¿Te apetece ayudarme?

—No me refería a eso. Quise decir que por qué no te vas a tu casa y los haces allí.

—Los haré después de cenar. Oye, no deberías fumar, ¿sabes?

—Sí, lo sé, pero gracias por decírmelo. Oye, ¿a qué hora llega tu madre a casa?

—Pues a esta hora más o menos.

—¿Y entonces?

Marcus no le hizo caso. Empezó a recorrer el piso. La vez anterior sólo se había fijado en que no existía Ned, pero se le habían pasado por alto muchísimas cosas: el aparato de música, que era impresionante; los centenares de cedés que tenía, los miles de discos de vinilo y casetes; las fotografías en blanco y negro de saxofonistas, los carteles de películas en las paredes; el entarimado del suelo, la alfombra. Era un piso pequeño, cosa que le sorprendió. Si Will ganaba la pasta que Marcus creía que ganaba, podría permitirse el lujo de vivir en uno mucho más grande. Sin embargo, estaba muy bien. Si algún día Marcus llegaba a tener su propio piso, intentaría que fuera bastante parecido a ése, aunque seguramente elegiría otros carteles de películas. Los de Will correspondían a viejos filmes de los que él ni siquiera había oído hablar:
Perdición
,
El sueño eterno
. Marcus habría colgado, sin duda, los de
Cariño, he encogido a los niños
y
Liberad a Willy
, no los de
Hellhound 3
y
Boilerhead
. Ya no. El Día del Pato Muerto le había quitado de la cabeza cosas como ésas.

—Qué piso tan bonito.

—Gracias.

—Aunque es pequeño.

—Para mí, más que suficiente.

—Pero, si quisieras, podrías buscarte uno más grande.

—Con éste estoy contento.

—Tienes montones de cedés. Más que nadie que yo conozca.

Marcus se acercó a los discos compactos, pero en realidad no sabía qué estaba buscando.

"Iggy PoP —dijo, y se rió, pues le pareció un nombre gracioso. Will lo miró sin inmutarse.

—¿Quiénes son esos que tienes en las paredes?

—Saxofonistas y trompetistas.

—Ya, pero ¿quiénes son? Y ¿por qué los tienes colgados en las paredes?

—Ése es Charlie Parker. Ese otro, Chet Baker. Y los tengo en las paredes porque me gusta su música y me parecen geniales.

—¿Por qué te parecen geniales?

Will soltó un suspiro.

—No lo sé. Seguramente porque tomaban drogas y murieron.

Marcus lo miró para comprobar si estaba de broma, pero no se lo pareció. Él nunca habría puesto en las paredes fotografías de tipos que tomaran drogas y hubiesen muerto. Preferiría olvidar todo lo que guardase relación con una cosa así, para no tener que verlo todos los días de su vida.

—¿Quieres tomar algo? ¿Una taza de té, una Coca-Cola, algo?

—Bueno.

Marcus lo siguió hasta la cocina. No era como la cocina de su casa, sino mucho más pequeña y blanca; además, tenía montones de aparatos, todos los cuales daban la impresión de no haber sido utilizados nunca. En casa tenían una batidora fija y un microondas, y los dos estaban tan cubiertos de manchas que se habían vuelto casi negros.

—¿Qué es eso?

—Una cafetera express.

—¿Y eso?

—Una máquina de hacer helados. ¿Qué te apetece?

—Pues un helado, si es que vas a hacer uno.

—No, ni lo sueñes. Tarda horas.

—Entonces, lo mismo da si lo compras en una tienda.

—¿Coca-Cola? —Sí.

Will le dio una lata y él la abrió.

—¿Te pasas el día viendo la tele?

—No, claro que no.

—¿Qué otras cosas haces?

—Leo. Salgo de compras. Quedo con los amigos.

—Bonita vida. ¿Ibas al colegio cuando eras pequeño?

—Pues claro.

—¿Y por qué? O sea, no tenías la obligación de ir, ¿verdad?

—¿Cómo se te ha ocurrido semejante cosa? ¿Tú para qué crees que sirve la escuela?

—Para encontrar trabajo cuando seas mayor.

—¿Y qué me dices de leer y escribir?

—Eso es algo que sé desde hace años y todavía sigo yendo al colegio, porque tengo que encontrar un trabajo. Tú podrías haber dejado el colegio a los seis o siete años. Te habrías ahorrado un montón de jaleos. No te hace falta saber historia para ir de compras ni para leer, ¿no?

—Depende. Si quieres leer libros de historia...

—¿Es eso lo que lees?

—No, no demasiado.

—De acuerdo. Entonces, dime por qué fuiste al colegio.

—Cállate de una vez, Marcus.

—De haber sabido que no iba a encontrar trabajo, no me habría tomado la molestia.

—¿Es que no te gusta? —Will se preparó una taza de té. Después de echarle un chorro de leche, volvieron al cuarto de estar y tomaron asiento en el sofá.

—No. Lo odio.

—¿Por qué?

—Porque no va conmigo. No soy una persona como las que hay en el colegio. No debería tener la personalidad que tengo.

Su madre le había hablado tiempo atrás de los distintos tipos de personalidad que existen; se lo contó poco después de que se fueran a vivir a Londres. Los dos eran unos introvertidos, le explicó, y por eso había muchas cosas, como hacer nuevas amistades, ir a un colegio nuevo, cambiar de trabajo, que a ellos les resultaban más difíciles que a los demás. Se lo dijo como si creyera que por saberlo se iba a sentir mejor, pero no le sirvió de nada. Además, no llegó a entender cómo pudo pensar ella lo contrario; para él, ser introvertido sólo significaba que muchas cosas ni siquiera valía la pena intentarlas.

—¿Te lo hacen pasar mal?

Marcus lo miró. ¿Cómo lo sabía? La situación debía de ser peor de lo que él creía, sobre todo si la gente se daba cuenta sin necesidad de que él lo dijera.

—No, no mucho. Sólo son un par de chicos.

—¿Y por qué te lo hacen pasar mal?

—Bah, por nada. Ya sabes, por el pelo y las gafas. Y porque canto y tal.

—¿Qué pasa con eso de que cantas?

—Ah, pues... Es que a veces me pongo a cantar sin darme cuenta.

Will se echó a reír.

—No tiene gracia.

—Perdona.

—No puedo evitarlo.

—Pero podrías hacer algo con tu pelo.

—¿El qué?

—Cortártelo.

—¿Como quién?

—¿Como quién? Como tú quieras llevarlo.

—Es que quiero llevarlo así.

—Pues entonces tendrás que aguantar a los demás. Oye, ¿y por qué quieres llevar el pelo así?

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