Un gran chico (5 page)

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Authors: Nick Hornby

Pastelitos de chocolate. Mars, claro. Snickers. Bounty. Huesitos. ¿Había alguno más, de esos que llevaban helado o relleno de confitura de fruta? No se acordaba. Kit-Kat. Picnic.

—Eh, Marcus, ¿cuál es tu rapero favorito? ¿Tupac? ¿Warren G?

Marcus conocía aquellos nombres, pero no tenía ni idea de qué significaban. Tampoco se sabía ninguna de sus canciones. Además, no se trataba de que respondiera a eso. Si se le hubiese ocurrido dar una respuesta, la habría liado de verdad.

Se había quedado con la mente en blanco, pero eso mismo formaba parte del juego. En casa sería muy fácil pensar en muchos nombres de pastelitos de chocolate, pero allí, con aquellos dos haciéndoselo pasar fatal, era poco menos que imposible.

Milky Way.

—Eh, tú, enano, ¿sabes lo que es una mamada?

Nicky simulaba estar muy interesado en mirar por la ventana. Marcus advirtió que no estaba mirando nada en absoluto.

Picnic. No, ésa la tenía repetida.

—Vamonos, esto es un aburrimiento.

Y se fueron. Sólo se le ocurrieron seis. Una pena.

Ninguno de los tres abrió la boca durante un rato. Nicky miró a Mark, Mark miró a Nicky, por fin Mark habló.

—Oye, Marcus. No queremos que sigas pegado a nosotros a todas horas.

Marcus no supo cómo reaccionar.

—Vaya —dijo—. ¿Y por qué no?

—Por ellos.

—No tienen nada que ver conmigo.

—Sí, tienen mucho que ver contigo. Antes de conocerte no teníamos problemas con nadie, y ahora todos los días hemos de aguantar esto.

Marcus se daba perfecta cuenta. No le costaba imaginar que si Nicky y Mark nunca hubiesen llegado a conocerlo, habrían tenido tanto contacto con Lee Hartley como el que tienen los koalas con las pirañas. Ahora, por su culpa, los koalas habían caído al mar y las pirañas empezaban a mostrarse muy interesadas por ellos. Nadie les había hecho daño, al menos de momento, y Marcus ya lo sabía todo sobre las pedradas, los palos, los insultos. Sin embargo, los insultos se lanzaban de idéntica manera que los misiles. Bastaba con pararse a pensarlo. Y si cualquier otro se encontrase en la línea de fuego, sin duda sería alcanzado por ellos. Eso era precisamente lo que les había ocurrido a Nicky y a Mark: él había hecho que fuesen visibles, él los había convertido en dianas, y si de veras se consideraba su amigo, se quitaría de en medio para que nadie volviese a verlos juntos. Lo malo era que no tenía ningún otro sitio adonde ir.

6

Soy un padre separado. Tengo un hijo de dos años. Soy un padre separado. Tengo un hijo de dos años. Soy un padre separado. Tengo un hijo de dos años
. Por muchas veces que se lo repitiera, Will siempre encontraba un motivo u otro que le impedía creérselo. Dentro de su cerebro —aun sin ser ése el lugar que más contaba para él, si bien no dejaba de tener su importancia—, ni por asomo se sentía como un padre. Era demasiado joven o demasiado viejo, demasiado idiota o demasiado inteligente, demasiado enrollado, demasiado impaciente, demasiado egoísta, demasiado despreocupado, demasiado preocupado (fueran cuales fueren las circunstancias anticonceptivas de la mujer con la que saliese, siempre, siempre se ponía un condón, y eso incluso antes de que fuera obligatorio), no sabía lo suficiente de niños pequeños, tomaba demasiadas drogas. Cuando se miraba en el espejo, no veía a un padre, no podía verlo, y menos todavía a un padre separado.

Se empeñaba en ver a un padre separado en el espejo porque se había quedado sin madres separadas que llevarse a la cama. De hecho, Angie había sido, hasta la fecha, tanto el principio como el final de su surtido. Estaba muy bien decidir que las madres solteras y separadas eran el futuro, y que había millones de mujeres abandonadas, tristes y sin hogar, parecidas a Julie Christie, muriéndose de ganas de que él las llamase, pero la frustrante verdad del caso era que él no había conseguido sus números de teléfono. ¿Dónde se metían?

Le costó más de lo debido comprender que, por definición, las madres separadas tenían hijos, y los hijos, como es sabido, les impedían salir a los sitios de costumbre. Había hecho unas cuantas preguntas, amables aunque poco entusiastas, a varios amigos y conocidos, pero hasta el momento había fracasado en su intento por conseguir una pista fiable. Las personas a las que trataba o bien no conocían a ninguna madre separada o bien eran reacias a efectuar las presentaciones de rigor, debido sobre todo a la hoja de servicios legendariamente lamentable de Will en el campo de las conquistas románticas. Sin embargo, había encontrado la solución ideal para esa inesperada escasez de presas por cazar. Se había inventado a un hijo de dos años, a quien puso por nombre Ned, y se había apuntado a un grupo de apoyo para padres y madres separados.

Casi nadie se habría tomado tantas molestias por concederse un capricho semejante, pero es que Will a menudo se tomaba las molestias que hicieran falta, y las que no, por cosas que casi nadie se tomaría la molestia de hacer, sencillamente porque disponía de todo el tiempo del mundo. Pasarse el día sin hacer nada le proporcionaba infinitas oportunidades de soñar, tramar planes y fingir que era alguien muy distinto del que en realidad era. Al cabo de un ataque de remordimiento que siguió a un fin de semana en que se había dado toda clase de lujos, se había presentado voluntario para trabajar en un comedor para indigentes, y aun cuando nunca llegó a presentarse en el lugar para cumplir el deber contraído, la llamada telefónica le permitió fingir, al menos por un par de días, que era un tipo muy capaz de llegar a semejante extremo. Había pensado en presentarse a los Servicios Voluntarios en el Extranjero, e incluso había rellenado los impresos correspondientes. Había recortado un anuncio del periódico en el que se buscaba a personas capaces de enseñar a leer a mayores de edad con problemas de aprendizaje. Había contactado con un agente inmobiliario pensando en abrir un restaurante, y luego una librería...

El asunto era bien simple: si uno llevaba a espaldas todo un historial de fingimientos, apuntarse a un grupo de apoyo a padres y madres separados, sin ser ni de lejos padre separado, en modo alguno resultaba problemático, y ni siquiera constituía un motivo especial de temor. Si no llegaba a funcionar, pues nada, tendría que pensar en otra cosa. Así de simple.

Los miembros de SPAT
[1]
se reunían el primer jueves de cada mes en un centro educativo para adultos. Esa noche Will iba a asistir a una reunión por primera vez. Estaba casi totalmente seguro de que también sería la última. Algo saldría mal; se olvidaría de cómo se llamaba el gato de Pat el Cartero, el color del coche de Noddy (o, de forma más dramática, del nombre de su propio hijo: por la razón que fuera, no dejaba de pensar en «Ted», y esa misma mañana lo había bautizado con el nombre de «Ned»). Alguien denunciaría su fraude y lo expulsarían de la reunión. No obstante, si de veras existía una posibilidad de conocer a una mujer como Angie, valía la pena intentarlo.

En el aparcamiento del centro educativo sólo había un vehículo, un 2CV con el volante a la derecha, bastante abollado, que —a juzgar por las pegatinas del cristal posterior— había estado en el Mundo de las Aventuras de Chessington y en las Torres de Alton. El coche de Will, un GTI nuevecito, jamás había estado en ningún sitio parecido. ¿Y por qué no? Se le ocurrieron miles de razones aparte de la más obvia y flagrante, a saber, que era un soltero de treinta y seis años de edad, sin hijos, y que por tanto jamás había tenido el menor deseo de hacer un viaje considerablemente largo para tirarse después por una montaña rusa de cuento de hadas, de plástico, a bordo de una bandeja para el té.

El centro lo deprimió. Hacía como mínimo veinte años que no ponía el pie en un lugar lleno de aulas y pasillos y carteles pintados a mano, y había olvidado que los centros educativos de Gran Bretaña olían a desinfectante. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que no llegara a localizar al grupo. Había pensado que nada más llegar se orientaría gracias al feliz burbujeo de la conversación de unas cuantas personas que querrían olvidar sus problemas cotidianos, a punto de emborracharse y dispuestas a disfrutar a lo bestia. Allí no había ningún burbujeo feliz; sólo se oía a lo lejos, como un lamento, el ruido de un cubo al chocar contra las baldosas. Por fin encontró una hoja de papel rayado pegada a la puerta de un aula, con la palabra «¡SPAT!» garabateada con rotulador fino. Los signos de exclamación lo desanimaron. Suponían un esfuerzo excesivo.

Sólo había una mujer en el aula. Estaba sacando botellas de una caja de cartón —vino blanco, cerveza, agua mineral y una marca de refresco de cola para él desconocida, en botellas de dos litros— y dejándolas en una mesa, en el centro de la sala. El resto de las mesas habían sido trasladadas al fondo, y detrás de ellas estaban colocadas, en filas, las sillas. Si aquello era una fiesta, iba a ser la más desoladora de todas a cuantas Will hubiese asistido en su vida.

—¿He venido al sitio adecuado? —preguntó a la mujer, que tenía el rostro anguloso y las mejillas coloradas. Se parecía a la tía Sally, la amiguita de Worzel Gummidge.

—¿A SPAT? Adelante. ¿Eres Will? Yo soy Frances.

Sonrió y le dio la mano. Había hablado por teléfono con Frances anteriormente.

—Lamento que todavía no haya llegado nadie. La verdad es que a menudo empezamos con retraso. Las canguros.

—Por supuesto.

Así pues, su puntualidad había sido un error. Prácticamente ya se había puesto en evidencia. Y, por supuesto, jamás debió decir «por supuesto», pues así daba a entender que ella le había aclarado algo que a él le resultaba desconcertante. Debería haber puesto los ojos en blanco y decir «si lo sabré yo», o bien «no me hables de eso, por favor», algo que denotase hastío y espíritu conspirador.

Tal vez no fuera demasiado tarde. Puso los ojos en blanco.

—Buf, no me hables de eso, por favor —dijo. Soltó una risa amarga y meneó la cabeza, sólo por quedar bien. Frances no hizo caso de su excéntrica falta de compás al hilar la conversación y decidió seguir su ejemplo.

—¿Has tenido problemas esta noche?

—No, qué va. Esta noche él se ha quedado con mi madre. —Will se sintió orgulloso del modo en que empleó el pronombre, pues implicaba familiaridad. En su debe, en cambio, tal vez se hubiera pasado al menear la cabeza, poner los ojos en blanco y soltar risas amargas, ya que su aspecto no era el de un hombre que tuviese problemas a la hora de que alguien cuidase de su hijo—. Pero he tenido problemas otras veces —añadió de inmediato. No llevaban ni dos minutos conversando y él ya era un manojo de nervios.

—Eso nos ha pasado a todos —dijo Frances.

Will soltó una carcajada.

—Sí —repuso—. Claro que sí.

A su juicio ya estaba claro que o era un mentiroso o estaba chiflado, aunque antes de que pudiera meter definitivamente la pata fueron llegando los demás miembros de SPAT, todos ellos mujeres de treinta y tantos años, a excepción de una. Frances se las presentó todas: Sally y Moira, que parecían dos mujeres curtidas en la adversidad, no le hicieron el menor caso; se sirvieron vino blanco en un vaso de plástico y se retiraron al rincón más alejado de la sala (Moira, según observó Will, lucía una camiseta con la imagen de Lorena Bobbitt); Lizzie, bajita y pequeña, dulce y asustadiza; Helen y Susannah, que obviamente consideraban todo lo relacionado con SPAT muy por debajo de su dignidad e hicieron comentarios descorteses sobre el vino y el lugar de la reunión; Saskia, diez años menor que cualquiera de los presentes, que más parecía hija de alguien que madre de sus hijos; Suzie, alta, rubia, pálida, de aspecto un tanto nervioso, muy guapa. El pelo rubio y la belleza eran dos de las cualidades que andaba buscando; la palidez y el aparente nerviosismo eran dos de las cualidades que le daban derecho a llevar a cabo su plan.

—Hola —dijo—. Soy Will, soy nuevo, no conozco a nadie.

—Hola, Will. Soy Suzie, soy antigua y conozco a todo el mundo.

Ambos rieron. Will pasó al lado de Suzie todo el tiempo que la elemental cortesía le permitió.

La conversación que había mantenido con Frances avivó su instinto, así que actuó algo mejor al mencionar a Ned. En todo caso, Suzie parecía deseosa de hablar, y en semejantes circunstancias él se sintió extremadamente feliz de escucharla. Había un montón de cosas que escuchar. Suzie había estado casada con un tal Dan, que tuvo una aventura con otra mujer cuando ella estaba embarazada de seis meses y la abandonó el día mismo del parto. Dan había visto a su hija Megan solamente una vez, y de manera accidental, en el Body Shop de Islington. No pareció que quisiera volver a verla nunca más. Suzie pasaba por malos momentos en el terreno económico (intentaba reciclarse como nutricionista) y estaba amargada. Will entendió muy bien que lo estuviera.

Suzie miró alrededor.

—Una de las razones por las que me gusta venir a estas reuniones es que una puede estar todo lo cabreada que quiera sin que nadie la subestime por eso —dijo—. Todo el mundo tiene algo por lo que estar cabreado.

—¿De veras? —A Will no le pareció que estuvieran así de cabreadas.

—A ver, veamos quién ha venido hoy... ¿Ves a la mujer de la camisa vaquera, la de allá al fondo? Su marido la dejó por pensar que no era el padre de su hijo. Mmm... Helen... Una historia aburrida. El suyo se largó con una compañera del trabajo. Moira... El suyo se fue sin más... Susannah Curtis... Me parece que su pareja mantenía dos familias a la vez...

Eran infinitas las ingeniosas variaciones sobre un mismo y único tema. Hombres que se limitaban a ver a sus hijos una sola vez antes de largarse; hombres que miraban una sola vez a una nueva mujer y se largaban con ella; hombres que se largaban por largarse. Will comprendió de inmediato por qué Moira santificaba a Lorena Bobbitt; cuando Suzie hubo terminado su recuento de traiciones y engaños, tuvo ganas de cortarse él solo el pene con un cuchillo de cocina.

—¿No hay ningún otro hombre que venga a las reuniones de SPAT? —preguntó a Suzie.

—Sólo uno, Jeremy. Pero está de vacaciones.

—Así que algunas veces es la mujer la que se larga...

—La mujer de Jeremy murió en un accidente de tráfico.

—Oh, vaya. —Will empezaba a estar tan deprimido a causa de la pertenencia a su propio sexo que decidió restablecer el equilibrio—. De modo que hoy soy el único —añadió, y confió en que su voz sonase melancólica y misteriosa.

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