Un gran chico (3 page)

Read Un gran chico Online

Authors: Nick Hornby

No todo era culpa de su madre. A veces, Marcus era bastante rarito sólo por ser como era, y no por lo que ella hiciese. Por ejemplo, su manía de cantar. ¿Cuándo iba a enterarse de una vez por todas de lo que le pasaba con eso? Siempre llevaba una melodía en la cabeza, pero a veces, cuando estaba nervioso, la melodía se le escapaba. Por la razón que fuera, no sabía distinguir entre el interior y el exterior, porque en el fondo no parecía que existiese una diferencia. Era como cuando uno iba a nadar a una piscina climatizada en un día caluroso y al salir del agua ni se daba cuenta de que lo había hecho, porque la temperatura era igual tanto dentro como fuera del agua; pues bien, a él le sucedía eso mismo con lo de las canciones. En cualquier caso, el día anterior se le había escapado una melodía en plena clase de lengua, mientras la profesora estaba leyendo en voz alta. Había descubierto que si uno tenía ganas de que todos se rieran de él, ésa era sin duda la mejor de las maneras de conseguirlo; mucho mejor incluso que un mal corte de pelo. Cantar en voz alta mientras todos en la clase estaban callados y aburridos era el no va más a la hora de conseguir que los demás se riesen con ganas.

Esa mañana todo fue bien hasta la clase que seguía al recreo. Permaneció en silencio mientras se pasaba lista, y luego hubo dos horas de matemáticas, que en el fondo le gustaban, en parte porque se le daban bien, aunque él ya había estudiado lo que estaban viendo. A la hora del recreo fue a decirle al señor Brooks, uno de los profesores de matemáticas de otros grupos, que quería apuntarse a su club de informática. Se alegró de haberlo hecho, porque por instinto se habría quedado en el aula a leer, pero se armó de valor e incluso cruzó todo el patio, hasta el otro edificio.

Luego, en lengua, las cosas volvieron a torcerse. Estaban leyendo uno de esos libros que contienen partes de muchos libros. Iban por un fragmento de
Alguien voló sobre el nido del cuco
. Conocía la historia porque había visto la película con su madre, de modo que entendió con absoluta claridad, hasta el punto de que tuvo ganas de echar a correr y largarse del aula, lo que estaba en un tris de suceder.

Cuando sucedió, fue todavía peor de lo que había imaginado. La señora Maguire hizo que una de las chicas, una de las que mejor leían en voz alta, recitase el fragmento, y entonces trató de entablar un debate.

—Bien, uno de los temas de los que trata este libro es cómo distinguimos a los que están locos de los que no lo están. Y es que en cierto modo todos estamos un poco locos. Y si alguien llega a la conclusión de que estamos ligeramente locos, ¿cómo vamos a demostrarle que estamos cuerdos?

Silencio. Un par de chicos suspiraron, pusieron los ojos en blanco y se miraron el uno al otro. Marcus había observado que al llegar tarde a una clase siempre era posible saber cómo se llevaba el profesor con los alumnos. La señora Maguire era joven, estaba nerviosa, le costaba manejarlos. Aquello podía desmadrarse.

—Muy bien, vamos a verlo de otro modo. ¿Cómo se puede saber si una persona está loca?

Allá va, pensó. Allá va. Se acabó.

—Si se pone a cantar en clase sin ningún motivo, señorita.

Risas. Lo malo fue que todo resultó mucho peor de lo esperado. Todos se volvieron hacia él; él miró a la señora Maguire, pero ella esbozaba una sonrisa forzada y no quiso mirarlo a los ojos.

—Bien, ésa es una forma de saberlo, desde luego. Cualquiera diría que alguien que se pone a cantar en clase sin que venga a cuento está un poco majareta, pero si dejamos a Marcus al margen, aunque sea por un momento...

Más risas. Él se dio cuenta de lo que estaba haciendo la señora Maguire, y también supo por qué lo hacía. Y la odió por ello.

4

Will vio a Angie por primera vez —aunque, a decir verdad, no la vio— en Championship Vinyl, una pequeña tienda de discos que había cerca de Holloway Road. Estaba mirando discos más que nada por pasar el rato, aunque tratando de encontrar, sin proponérselo demasiado en serio, una vieja antología de temas de rhythm & blues que había tenido cuando era joven, uno de esos discos que, aunque le entusiasmaban, había perdido. La oyó decir al hosco y deprimido dependiente que estaba buscando un disco de Pinky y Perky para su sobrina. Will siguió echando un vistazo a los discos mientras ella hablaba con el dependiente ante el mostrador, de modo que no llegó a verle la cara siquiera de reojo, aunque sí reparó en su abundante cabellera rubia como la miel y oyó que tenía esa clase de voz levemente ronca que él, como cualquier otro, consideraba tan sexy, de modo que prestó atención mientras ella explicaba que su sobrina ni siquiera sabía quiénes eran Pinky y Perky.

—¿No te parece terrible? ¡Tener cinco años y no saber quiénes son Pinky y Perky! ¡Me pregunto qué les enseñan a los niños de ahora!

Trataba de mostrarse jovial, pero Will sabía por experiencia propia que la jovialidad no estaba bien vista en Championship Vinyl. Tal como supuso que sucedería, el dependiente recibió aquel comentario con una hiriente mirada de desprecio y un gruñido que indicaba que estaba haciéndole perder su valioso tiempo.

Dos días más tarde, a media mañana, Will se encontró sentado al lado de esa misma mujer en un café de Upper Street. La reconoció por la voz (los dos habían pedido un capuchino y un cruasán), por la cabellera rubia y la cazadora vaquera. Los dos se levantaron para tomar uno de los periódicos del local —ella se llevó el
Guardian
, Will tuvo que conformarse con el
Mail
— y él le sonrió, aunque ella obviamente no lo recordaba. Así habría dejado él las cosas de no haber sido por la belleza de aquella chica.

—Pues a mí me gustan Pinky y Perky. —Will confió en que el tono de su voz resultase amable, amistoso a la vez que condescendiente, aunque teñido de humor, pero de inmediato comprendió que había cometido una terrible equivocación, que no era la misma mujer y que no tenía la menor idea de qué le estaba hablando. Le entraron ganas de arrancarse la lengua de cuajo y aplastarla contra el suelo con la suela del zapato.

Ella lo miró, esbozó una sonrisa un tanto nerviosa, y luego miró al camarero, probablemente calculando cuánto tiempo tardaría en lanzarse al otro extremo del local para inmovilizar a Will contra la base de la barra. Will la entendió de inmediato y se hizo cargo de sus sentimientos. Si un completo desconocido estuviera sentado al lado de uno, y por toda excusa para entablar conversación dijera con toda la tranquilidad del mundo que le gustan Pinky y Perky, sólo podría deducirse que a uno están a punto de cortarle la cabeza y que esconderán el cadáver debajo del entarimado.

—Perdona —dijo Will—, te he confundido con otra persona.

Se puso colorado, cosa que a ella pareció tranquilizarla; al menos era una señal de cordura. Cada uno volvió a su periódico y su café, aunque la mujer no dejaba de sonreír y lanzarle miradas.

—Ya sé que pensarás que soy una entrometida —dijo por fin—, pero tengo que preguntártelo: ¿quién te habías creído que era? Llevo un rato tratando de imaginarme una historia, pero no lo consigo.

Así las cosas, él le dio una explicación y ella volvió a reír, y Will tuvo la posibilidad de empezar de nuevo y conversar con toda normalidad. Hablaron de los que no trabajan por la mañana (él no reconoció que tampoco trabajaba por la tarde), de la tienda de discos, de Pinky y Perky, por supuesto, y de algunos personajes infantiles de televisión. Él nunca había intentado dar comienzo a una relación así, en frío, pero cuando terminaron el segundo capuchino ya tenía un número de teléfono en el bolsillo y una cita para cenar.

Cuando volvieron a verse, ella le habló inmediatamente de sus hijos. Él tuvo ganas de tirar la servilleta al suelo, apartar la mesa y echar a correr.

—¿Y qué? —dijo. Era, por supuesto, lo que debía decir.

—Pensé que era mejor que lo supieras. Para ciertas personas supone una enorme diferencia.

—¿En qué sentido?

—Verás... Me refiero a los tíos.

—Sí, claro, eso ya me lo imaginaba.

—Perdona, no te lo estoy poniendo nada fácil, ¿verdad?

—Estás haciéndolo muy bien.

—Lo que pasa es que... Si esta cita es una cita, y a mí me parece que lo es, he pensado que debía decírtelo.

—Gracias, pero la verdad es que para mí no supone ningún problema. De hecho, me habría sentido decepcionado si no hubieras tenido hijos.

Ella se rió.

—¿Decepcionado? ¿Por qué?

Buena pregunta. ¿Por qué? Obviamente, lo había dicho convencido de que sonaría estupendo, conquistador, pero eso, claro está, no podía confesárselo.

—Pues porque nunca he salido con una madre, y es algo que siempre me ha apetecido. Creo que se me daría bien.

—¿Bien? ¿El qué?

Vamos a ver. ¿El qué se le daría bien? Ésa era la pregunta del millón de dólares, la que hasta entonces nunca había sabido contestar a propósito de nada. Puede que se le dieran bien los niños, aun cuando los detestaba, y no sólo a ellos, sino a todo el que fuera responsable de haberlos traído al mundo. Tal vez se hubiera apresurado al tachar de su lista a John, a Christine y a la pequeña Imogen. ¡Quizás se tratara de eso! ¡Ah, el tío Will!

—Pues no lo sé. Los niños, jugar con ellos, todo eso.

Sin duda tenían que dársele bien. A todo el mundo se le daban bien. Quizás debería incluso ponerse a trabajar con niños. ¡Tal vez se encontrase en un momento decisivo de su vida!

Hay que decir que la belleza de Angie no fue ajena a la decisión que lo llevó a evaluar de nuevo su afinidad con los niños. El cabello largo y rubio, ahora lo sabía, iba acompañado por un rostro de facciones amplias, sosegado, unos grandes ojos azules y unas patas de gallo extraordinariamente atractivas. Su belleza era irresistible, total, muy del estilo de Julie Christie. Y ése era el quid de la cuestión. ¿Cuándo había salido Will con una mujer que se pareciera a Julie Christie? Las mujeres que se parecían a Julie Christie no salían con tipos como él, sino con otras estrellas de cine, o con los pares del reino, o con algún piloto de Fórmula Uno. ¿Qué estaba ocurriendo ahí? Llegó a la conclusión de que lo que estaba ocurriendo eran los niños; pensó que los niños servían como una especie de mácula simbólica, como una mancha de nacimiento o incluso como la obesidad, que le daban al menos una oportunidad allí donde antes no había ninguna. Tal vez los niños democratizasen a las mujeres hermosas, solteras o separadas.

—Lo más probable —estaba diciendo Angie, aunque él se había perdido buena parte de las reflexiones que la habían llevado hasta ese punto—, cuando eres madre separada, es que termines por coincidir con los tópicos del feminismo, ya sabes: todos los hombres son unos hijos de puta, una mujer sin emparejar con un hombre es... una especie de algo a lo que le falta algo que no tiene ninguna relación con el primer algo, y cosas por el estilo.

—Entiendo —dijo Will en tono comprensivo. Empezaba a entusiasmarse. Si las madres separadas pensaban de veras que todos los hombres eran unos hijos de puta, él podría sacar partido de ello y seguir saliendo siempre con mujeres que se parecieran a Julie Christie. Asintió, frunció el entrecejo y apretó los labios mientras Angie seguía hablando por los codos y él comenzaba a planificar una nueva estrategia que sin duda le cambiaría la vida.

Durante las semanas siguientes fue Will el Bueno, Will el Redentor, y le gustó serlo. De hecho, no tuvo que hacer el menor esfuerzo. Nunca llegó a desarrollar una estrecha relación con Maisy, la sombría y misteriosa hija de Angie, que tenía cinco años y parecía considerarlo un frivolo hasta la médula de los huesos. En cambio, Joe, de tres años, se encariñó con él casi de inmediato, sobre todo porque durante su primer encuentro Will lo sostuvo boca abajo, sujetándolo por los tobillos. Así de fácil. No le hizo falta nada más. Se preguntó por qué las relaciones con los auténticos seres humanos no podían ser igual de sencillas.

Fueron a un McDonald's, al Museo de la Ciencia y al Museo de Historia Natural. Dieron un paseo en barca por el río. En las muy contadas ocasiones en que había considerado la posibilidad de convertirse en padre (cosa que siempre ocurría cuando estaba borracho, o en los primeros y apasionados momentos de una nueva relación) se había convencido de que la paternidad sería una especie de foto protocolaria en el orden de lo sentimental, y la paternidad al estilo de Angie era exactamente eso: podía caminar de la mano de una hermosa mujer mientras los niños hacían cabriolas, felices y contentos, delante de él. Y todo el mundo podía verlos así, y cuando lo hubiera hecho durante toda una tarde podía irse a su casa si eso era lo que más le apetecía.

Y luego estaba el tema del sexo. El sexo con una madre separada, decidió Will después de pasar su primera noche con Angie, era infinitamente mejor que el sexo a que estaba acostumbrado. Si uno escogiese a la mujer adecuada, una a la que alguien le hubiera hecho la vida imposible, a la que el padre de sus hijos hubiese abandonado, y que encima no hubiera tenido relaciones con ningún hombre desde entonces (sobre todo porque a causa de los niños es casi imposible salir, y también porque hay un montón de hombres a los que no les gustan los niños, en especial si no son suyos, y porque les disgusta el tipo de jaleo que a menudo se esparce alrededor de ellos como si fueran un torbellino)..., si uno escogiese a una mujer así, esa mujer lo amaría sencillamente por haberla escogido. De golpe y porrazo uno era más guapo, mejor amante, mejor persona.

Por lo que él alcanzaba a ver, se trataba de una relación absolutamente satisfactoria. Todos esos emparejamientos en que a tontas y a locas solían incurrir los solteros y las solteras sin hijos, para quienes una noche en cama ajena no pasaba de ser otro polvo para la colección... No tenían ni idea de lo que se estaban perdiendo. Desde luego, tendría que haber no pocos progres, hombres y mujeres, a los que repugnaría y abrumaría su lógica, pero eso a él le daba igual. Incluso era mejor. Menos competencia.

Al final, lo que terminó por convencerlo respecto de su aventura con Angie fue el hecho de no ser Uno Más. Eso significaba que no era Simon, su ex, que tenía problemas con la bebida y con el trabajo y que, con un olímpico desprecio por el tópico, encima se tiraba a su secretaria. A Will le resultó muy fácil no ser Simon: se le daba a las mil maravillas, lo hacía hasta con brillantez. La verdad es que parecía tal vez injusto que algo que le resultaba tan fácil le reportase, además, una tremenda compensación, pero así eran las cosas: ella lo amaba por no ser Simon más de lo que nadie lo había amado por ser él mismo.

Other books

Nuts in the Kitchen by Susan Herrmann Loomis
Complete Abandon by Julia Kent
Nobody's Slave by Tim Vicary
The Venetian Job by Sally Gould
The Sword in the Tree by Clyde Robert Bulla
Wicked Deception by Cairns, Karolyn
Eliza’s Daughter by Joan Aiken
To Wed in Texas by Jodi Thomas