Un gran chico (23 page)

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Authors: Nick Hornby

—¿Es eso cierto, Marcus? —preguntó su padre.

—Algo le pasaba al pato, seguro —repuso Marcus—. Yo creo que se iba a morir de todos modos.

Suzie y Fiona rieron más fuerte. El público que ocupaba el sofá parecía horrorizado. Will volvió a sentarse.

24

Will se enamoró en la noche de Fin de Año, y la experiencia le pilló por sorpresa. Se llamaba Rachel, era ilustradora de libros infantiles y se parecía un poco a la foto de Laura Nyro en la cubierta de
Gonna Take a Miracle
: una chica con nervio, con glamour, algo bohemia, inteligente, con una melena larga, oscura y rizada.

Will nunca había querido enamorarse. Cada vez que le ocurría a uno de sus conocidos, resultaba, en su opinión, una experiencia especialmente desagradable, con toda esa pérdida de peso y horas de sueño, y el desencanto que se sufría cuando el amor no era correspondido, y la sospechosa, falsa felicidad que se experimentaba si las cosas salían a pedir de boca. Toda esa gente, estaba claro, era incapaz de controlarse, de autoprotegerse; se trataba de personas que, aunque sólo fuera de modo temporal, ya no se contentaban con ocupar su propio espacio, con tener una chaqueta nueva, un montón de marihuana o con ver un pase vespertino de
The Rockford Files
para sentirse realizadas.

Por supuesto que había muchísima gente que se emocionaría a la hora de sentarse al lado de su compañero ideal aunque éste fuese elegido por ordenador, pero Will era un tipo realista y de inmediato se dio cuenta de que enamorarse no era más que un motivo para tener pánico. Estaba casi seguro de que Rachel iba a hacerlo muy desdichado, sobre todo porque no entendía qué podía ver de interesante en él.

Si existía una clara desventaja en el modo de vida que Will había escogido para sí, una vida ajena al trabajo, las preocupaciones, las dificultades y los detalles, y carente, por tanto, de contexto y textura, por fin había descubierto cuál era: cuando conociese a una mujer inteligente, culta, ambiciosa, bellísima, ingeniosa y soltera, y además la conociese en una noche de Fin de Año, se sentiría como un perfecto idiota, como un cero a la izquierda, como alguien que jamás había hecho nada aparte de ver
Countdown
, conducir su coche y escuchar los discos de Nirvana a todo volumen, lo cual debía de ser malísimo, calculó. Si uno iba a enamorarse de una persona hermosa, inteligente y todo lo demás, sentirse como un perfecto idiota suponía una franca desventaja.

Uno de sus problemas, reflexionó a la vez que hurgaba en su memoria en busca de una mínima pizca de experiencia digna de la consideración de esa mujer, consistía en que era un tío razonablemente apuesto y se expresaba bien, lo que causaba una impresión errónea en los demás y le otorgaba derecho de admisión en una fiesta a la que un par de feroces gorilas de cuello musculoso y tatuajes en los brazos deberían haberle prohibido la entrada. Tal vez fuese un tío apuesto y se expresara bien, pero eso no pasaba de ser un capricho de la genética, el entorno y la educación; en el fondo era feo y parco en palabras. Quizás debiera someterse a una especie de operación de cirugía plástica, sólo que a la inversa, algo que diera nueva forma a sus rasgos faciales de modo que quedasen menos uniformes, juntándole los ojos, por ejemplo, o separándoselos. O tal vez debiera ganar una enorme cantidad de peso, echarse una gruesa papada, o dos incluso, engordar tanto que no parase de sudar. Y, por supuesto, debería empezar a soltar gruñidos como un simio.

Y es que todo empezó cuando esa tal Rachel se sentó a su lado a cenar. Durante los primeros cinco minutos se mostró interesada por él, antes de adivinar de qué iba, y en ese breve lapso Will llegó a entrever cómo podría ser la vida si él fuese mínimamente interesante. En conjunto, pensó, preferiría no haberlo hecho. A fin de cuentas, ¿de qué iba a servirle? No conseguiría acostarse con Rachel. No iría a un restaurante con ella, no conocería la sala de estar de su casa, no llegaría a entender que la aventura que había tenido su padre con la madre de su mejor amiga había afectado de manera decisiva su punto de vista sobre el hecho de tener hijos. Aborreció aquella ventana abierta a la oportunidad por espacio de cinco minutos. Al final, pensó que sería mucho más feliz si ella se volvía para mirarlo y, tras conseguir por los pelos no vomitar, le daba la espalda durante el resto de la noche.

Echó de menos a Ned. Ned le había proporcionado algo extra, un poco de
il ne sait quoi
que sin duda habría sido de gran utilidad en un momento como ése. Sin embargo, no pensaba devolver a la vida al pobre cabroncete. Mejor que descansara en paz.

—¿Cómo es que conoces a Robert? —le preguntó Rachel.

—Ah, pues... —Robert era productor de programas para la televisión. Salía con guionistas, escritores, directores y actores. Todos aquellos que lo conocían eran peces gordos que se las daban de artistas y estaban casi obligados a ser glamurosos. A Will le entraron ganas de decir que él era el autor de la banda sonora de la última película de Robert, o que le había dado a éste su gran oportunidad, o que una vez habían almorzado juntos para hablar del tremendo desastre que constituía la política cultural del gobierno. Quiso hacerlo, pero no pudo—. Pues... es que hace años era mi proveedor de hierba. —Por desgracia, dijo la verdad. Antes de que Robert se convirtiese en productor de programas para la televisión, había sido traficante. No uno de esos que llevaban gorra de béisbol y se hacían acompañar por un pit-bull, sino alguien que de lo que compraba para sí separaba una parte y la vendía a los colegas, entre los que por entonces se contaba Will, que salía con una amiga de Robert... De todos modos, lo importante no era que a mediados de los años ochenta él anduviese de vez en cuando con éste, sino que de todos los presentes en aquella sala él era el único que no era nada del otro mundo. Y ahora Rachel lo sabía.

—Ah, ya —dijo ella—. Pero veo que habéis mantenido el contacto.

Tal vez Will consiguiera inventarse una historia que explicase por qué seguía viendo a Robert, una historia que a él lo pusiese bajo una luz más favorecedora y diera a entender que todo era un poco más complicado.

—Sí. La verdad es que no sé por qué. —En ese caso, obviamente no había historia que contar. La verdad era que no tenía ni idea de por qué habían seguido los dos en contacto. Se llevaban bastante bien, claro que Robert era de los que se llevaba bastante bien casi con cualquiera de los presentes, y Will nunca había estado por completo seguro de por qué le había tocado ser el que sobreviviera a la inevitable criba que comporta un cambio de trabajo. Tal vez —y aunque le pareció paranoide, sabía que en todo eso aún quedaba un ápice de verdad— fuera tan gorrón y aprovechado como para demostrar a todos los presentes que Robert conservaba algunas raíces de un mundo anterior a su presencia en los medios de comunicación pero con la decencia necesaria para no meterles miedo a todos y que se largaran corriendo.

Había perdido a Rachel, al menos por el momento. ¿Cómo haría para recuperarla? Tenía que encontrar alguna clase de talento oculto y el modo de dramatizarlo y exagerarlo. ¿La cocina? Sí, sabía cocinar, pero ¿quién no sabía? Tal vez estuviese escribiendo una novela y se le hubiera olvidado. ¿Qué cosas se le daban bien cuando iba al colegio de pequeño? La ortografía. Eh, Rachel, ¿a que no sabes cuántas ces lleva la palabra «necesario»? Probablemente lo supiera. No tenía nada que rascar. Lo más interesante de su vida, acababa de entenderlo, era Marcus, y eso lo situaba en una categoría especial. «Perdona que me entrometa, Rachel, pero tengo una extrañísima relación con un chico de doce años. ¿Te sirve de algo?» No, de acuerdo, ese material había que trabajarlo más a fondo, pero era innegable que estaba ahí. Sólo había que darle forma. Se propuso sacar a colación a Marcus en cuanto se presentase la oportunidad.

Rachel advirtió que Will no estaba hablando con nadie, y se volvió de manera tal que él pudiera participar en una conversación sobre si realmente había algo nuevo bajo el sol, con especial énfasis en la música pop contemporánea. Rachel comentó que, para ella, Nirvana sonaba igual que Led Zeppelin.

—Conozco a un chico de doce años que te mataría si te oyese decirlo —repuso Will. No era cierto, claro que no. Tan sólo dos semanas antes Marcus pensaba que el cantante de Nirvana jugaba en el Manchester United, de modo que posiblemente ni siquiera estuviese en la etapa de querer aniquilar a las personas que acusaran a la banda de ser una copia de otras.

—Pues ya puestos, yo también —dijo Rachel—. ¿Cómo se llama el tuyo?

No es mío exactamente, pensó Will.

—Marcus —respondió.

—El mío es Ali. Alistair.

—Ya.

—¿Y a ese Marcus también le van el skate, el rap y los Simpson?

Will alzó los ojos al techo y rió de buena gana, aunque para sus adentros, de modo que el malentendido quedó inscrito en un bloque de cemento. No fue culpa suya que la conversación tomara ese derrotero. No había mentido ni una sola vez a lo largo del último minuto y medio. De acuerdo, había hablado de forma más figurada de lo que la expresión en principio daba a entender cuando dijo que Marcus podría matarla. Y de acuerdo, al levantar la mirada al techo y reír entre dientes dio a entender cierta indulgencia paterna. Pero la verdad era que en ningún momento había dicho que Marcus fuese hijo suyo. Eso era, en un ciento por ciento, interpretación de Rachel. O en más de un cincuenta por ciento, en todo caso. Comoquiera que fuese, no tuvo nada que ver con el rollo del SPAT, cuando sí se había pasado una noche entera mintiendo.

—¿Ha venido la madre de Marcus?

—Mmm... —Will miró de un extremo al otro la mesa en que estaban cenando, para no dejar de decir la verdad—. No.

¡No había mentido! ¡La madre de Marcus no estaba allí!

—¿No pasas la Nochevieja con ella? —Rachel entornó los ojos y le miró de refilón para dejar bien claro que se trataba de una pregunta esencial.

—No. Eeeh... No vivimos juntos.

Tenía la impresión de que por fin le había pillado el tranquillo a esa particular versión del juego de las verdades. Si acaso, se había alejado de las mentiras y había dado un paso de gigante hacia la sobriedad, pues no sólo no vivía con Fiona, sino que tampoco había vivido con ella ni tenía la más remota intención de hacerlo en el futuro.

—Lo lamento.

—No pasa nada. ¿Y el padre de Ali?

—No está en esta mesa. Ni en esta ciudad. Ni en este país. Cada vez que se muda de casa me da su nuevo número de teléfono.

—Entiendo.

Will al menos había logrado introducir cierta tensión en la charla. Hasta que jugó la baza de Marcus, había estado columpiándose antes incluso de que empezasen a conversar. Ahora tenía la impresión de estar subiendo una montaña, no un glaciar. Se imaginó al pie de una ladera escarpada, en busca de puntos de apoyo para las manos y los pies.

—¿Y en qué país se encuentra?

—En Estados Unidos. California. Yo hubiese preferido Australia, pero es lo que hay. Al menos está en la Costa Oeste.

Will calculó que debía de haber oído unas cincuenta y siete variantes de esa misma conversación, pero por eso jugaba con ventaja: sabía cómo funcionaba, de modo que no podía escapársele de las manos. Tal vez no hubiera hecho nada durante los últimos quince años, de acuerdo, pero sabía chasquear la lengua con gesto de comprensión cuando una mujer le contaba lo mal que se había comportado con ella su ex marido. Chasquear la lengua se le daba realmente bien. Y funcionaba. Nadie salía perjudicado, supuso, por prestar atención a las aflicciones de otra gente. De acuerdo con los criterios del SPAT, la historia de Rachel era de lo más corriente. Y resultó que odiaba a su ex más por ser quien era que por lo que le hubiera hecho.

—Entonces, ¿por qué carajo tuviste un hijo con él? —Estaba achispado. Era Nochevieja. Se sentía atrevido.

Ella rió.

—Buena pregunta, pero no tengo respuesta. Uno cambia de opinión sobre las personas. ¿Cómo se llama la madre de Marcus?

—Fiona —contestó Will, y, en efecto, así era.

—¿Has cambiado de opinión acerca de ella?

—No, la verdad es que no.

—¿Y qué pasó?

—No lo sé. —Will se encogió de hombros y de alguna manera logró causar la impresión de un hombre todavía aturdido, perplejo incluso. Las palabras y el gesto nacieron del abatimiento; no dejó de ser una ironía, por tanto, que en cierto modo existiese una conexión entre ellos.

Rachel sonrió, tomó un cuchillo que no había utilizado y lo examinó.

—Al final, «no lo sé» es la única respuesta sincera que se puede dar, ¿verdad? Y es que yo tampoco lo sé, y si fingiera lo contrario estaría engañándote y me engañaría a mí.

A medianoche se buscaron y se besaron; fue un beso a mitad de camino entre la mejilla y los labios, y la ambigüedad y el poso de vergüenza resultaron esperanzadores y significativos. A las doce y media, antes de que Rachel se marchara, decidieron verse un día con sus hijos para que éstos comparasen sus tablas de skate, sus gorras de béisbol y el especial navideño de los Simpson.

25

Ellie fue a la fiesta de Nochevieja en casa de Suzie. Por un instante Marcus pensó que se trataba de alguien parecido a Ellie y que llevaba la misma camiseta de Kurt Cobain que ésta, pero entonces la réplica lo vio, gritó «¡Marcus!», se acercó y lo besó en la cabeza, lo cual bastó para aclarar la confusión.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó él.

—Siempre venimos aquí por Nochevieja —respondió—. Mi madre es muy amiga de Suzie.

—Pues nunca te había visto aquí.

—Es que nunca habías venido aquí por Nochevieja, tonto.

Era verdad. Había estado en casa de Suzie infinidad de veces, pero nunca en una fiesta. Era el primer año en que le permitían asistir. ¿Cómo era posible que incluso en la conversación más simple y directa con Ellie se las arreglase para soltar alguna estupidez?

—¿Cuál es tu madre?

—No me lo preguntes —dijo Ellie—. Ahora no.

—¿Por qué?

—Porque está bailando.

Marcus observó el reducido grupo que bailaba en el rincón donde solía estar el televisor. Eran cuatro, tres mujeres y un hombre, y sólo una de aquéllas parecía disfrutar con lo que hacía: lanzaba puñetazos al aire y sacudía el pelo. Marcus dedujo que ésa debía de ser la madre de Ellie, y no porque se le pareciera (ningún adulto se parecía a Ellie, ya que ninguno se cortaba el pelo a tijeretazos y se pintaba los labios de negro, por mencionar sólo lo que se veía de ella), sino porque la chica estaba claramente avergonzada, y entre los que bailaban sólo aquella mujer era capaz de avergonzar a quien fuese. Los otros bailarines parecían avergonzados de por sí, y por eso mismo no eran motivo de vergüenza para nadie: apenas pasaban de llevar el compás con el pie, y si se notaba que estaban bailando era porque estaban frente a frente los tres, sólo que sin mirarse ni conversar.

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