Un gran chico (24 page)

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Authors: Nick Hornby

—Ojalá supiera bailar así —dijo Marcus.

Ellie puso cara de asco.

—Cualquiera puede bailar así. Sólo hace falta ser idiota y escuchar una música infecta.

—Pues a mí me parece que lo hace muy bien. Y se lo está pasando en grande.

—¿Y a quién le importa que se lo esté pasando en grande? Lo único que cuenta es que parece una cretina.

—¿No te gusta tu madre?

—Sí, está bien.

—¿Y tu padre?

—También está bien. No viven juntos.

—¿Y te importa?

—No. Bueno, a veces; pero no quiero hablar de eso. En fin, Marcus. ¿Has pasado un buen año?

Marcus pensó en 1993 y le bastó un instante para llegar a la conclusión de que no había sido un buen año, en absoluto. Sólo tenía otros diez u once con los que compararlo, y de tres o cuatro era bien poco lo que recordaba, pero en su opinión a nadie le habrían gustado los doce meses que acababa de pasar. Entre el cambio de colegio, lo del hospital y los otros chicos del colegio, había sido un desastre.

—No.

—Te hace falta algo de beber —dijo Ellie—. ¿Qué quieres? Voy a buscarte algo y luego me lo cuentas. Pero a lo mejor me aburro y te dejo colgado. A veces me da por ahí.

—De acuerdo.

—¿Qué quieres tomar?

—Coca-Cola.

—No, tienes que beber algo de verdad.

—Es que no me dejan.

—Te dejo yo. De hecho, si vas a ser mi pareja esta noche, insisto en que tomes una bebida decente. Te echaré algo en la Coca-Cola, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

Ellie se marchó y Marcus miró alrededor, en busca de su madre. Estaba hablando con un hombre a quien él no conocía, y no paraba de reír. Se alegró, pues había estado preocupado por cómo fuera la noche. Will le había dicho que no perdiera de vista a su madre en Nochevieja; aunque no le explicó el porqué, a Marcus le resultó fácil adivinarlo: muchas personas que no eran felices se quitaban la vida en Nochevieja. Lo había visto en alguna parte, tal vez en un episodio de
Casualty
y por eso le obsesionaba la fiesta de esa noche. Pensó que no le quitaría los ojos de encima, que permanecería atento a cualquier señal en su mirada, en su voz, en lo que dijera, que le indicase que pensaba intentarlo de nuevo, pero en lugar de ello su madre estaba riendo y emborrachándose como todos los demás. ¿Se habría quitado alguien la vida dos horas después de reírse tanto? Seguramente no, supuso. Si uno estaba riendo, se hallaba muy lejos de hacerlo, y ahora él pensaba todo en términos de distancias. Desde el Día del Pato Muerto se había imaginado que el suicidio de su madre sería algo así como el borde de un precipicio: a veces, los días en que la encontraba triste, trastornada o angustiada, Marcus pensaba que estaban demasiado cerca para sentirse tranquilos; otras veces, como el día de Navidad o esa misma Nochevieja, parecían alejarse a toda velocidad por una autopista. El Día del Pato Muerto había estado muy cerca, con dos ruedas sobre el borde del abismo.

Ellie volvió con un vaso de plástico que contenía algo parecido a la Coca-Cola, pero que olía a bizcocho borracho.

—¿Qué lleva?

—Jerez.

—¿Esto es lo que se suele beber? ¿Coca-Cola con jerez? —Marcus dio un sorbo con cautela. Le gustó; era dulce, espeso, cálido.

—Bien, cuéntame por qué ha sido un asco de año —le pidió Ellie—. Vamos, díselo a la tía Ellie, que lo entenderá todo.

—Pues... No sé. Han pasado cosas bastante horribles. —La verdad, no deseaba contarle a Ellie cuáles eran esas cosas bastante horribles, pues no sabía si considerarla su amiga o no. De ella podía esperarse cualquier cosa, como que una mañana al ir a verla a su clase repitiese a voz en cuello todo lo que le hubiera dicho, o que fuese un encanto. No valía la pena arriesgarse.

—Tu madre intentó suicidarse, ¿verdad?

Marcus la miró, bebió un largo trago de Coca-Cola con jerez y a punto estuvo de vomitar sobre los pies de ella.

—No —respondió a toda prisa, cuando terminó de toser y contuvo la arcada.

—¿Estás seguro?

—Bueno, no del todo.

Se dio cuenta de la estupidez que acababa de decir y se ruborizó, pero Ellie soltó una carcajada. Marcus había olvidado que sabía cómo hacerla reír, y se sintió agradecido por eso.

—Perdona, Marcus. Ya sé que esto es algo muy serio, pero eres muy gracioso.

El también rió de forma incontrolada, lo que le provocó un regusto a vómito y jerez en la boca.

Marcus nunca había tenido una conversación más o menos seria con alguien de su edad. Había tenido conversaciones serias con su madre, por supuesto, y con su padre, y en cierto sentido con Will, pero eran la clase de personas con las que uno daba por sentado que así fuese; además, todo consistía en poner atención en lo que se dijera. Con Ellie era diferente, mucho más fácil, aun cuando se tratara de a) una chica, b) mayor que él, c) temible.

Resultó que lo sabía todo desde siempre; había oído una conversación entre su madre y Suzie poco después del suceso, aunque no lo relacionó con él hasta mucho después.

—¿Y sabes lo que pensé? Ahora me siento fatal por haberlo pensado, pero fue como si me dijera: ¿y por qué no se iba a matar, si era eso lo que ella quería?

—Pero es que me tiene a mí.

—A ti yo todavía no te conocía.

—No, pero... O sea, ¿a ti te gustaría que tu madre se suicidara?

Ellie sonrió.

—¿Que si me gustaría? No, no me gustaría, porque me gusta mi madre. Pero es su vida, claro.

Marcus se lo pensó. No supo decidir si era la vida de su madre o no.

—¿Y qué pasa si tienes hijos? En ese caso ya no es solamente tuya, ¿no?

—Tu padre anda por ahí, ¿verdad? Él habría cuidado de ti.

—Sí, pero...

Algo no funcionaba en lo que Ellie le decía. Hablaba como si la madre de Marcus hubiese tenido la gripe y por eso hubiera sido su padre quien lo había llevado a la piscina.

—Mira, si tu padre se quitara la vida, nadie diría nada del estilo de: «Ah, claro es que tenía un hijo del que cuidar.» En cambio, cuando lo hacen las mujeres la gente se enoja con ellas. Y eso no me parece justo.

—Es porque vivo con mi madre. Si viviera con mi padre, tampoco pensaría que su vida sólo le pertenece a él.

—Ya, pero tú no vives con tu padre. ¿Cuántos niños conoces que lo hagan? En el colegio, hay unos tres millones de hijos de padres separados, y ninguno vive con su padre.

—Stephen Wood sí.

—Sí, Stephen Wood, es verdad. Tú ganas.

Aunque estuvieran hablando de un asunto triste, Marcus disfrutó con la conversación. Le pareció algo grande, casi como si pudiera darle la vuelta a todo y verlo de otra manera, o ver incluso otras cosas, lo cual sucedía en contadas ocasiones al hablar con otros niños. «¿Viste ayer
Top of the pops
?» Sobre una cosa así no cabía pensar demasiado, ¿no? Bastaba con decir sí o no, y asunto concluido. Ahora entendía por qué su madre elegía a sus amistades en vez de pegar la hebra con el primero que pasara por allí o juntarse con personas que fueran hinchas del mismo equipo de fútbol o vistieran de la misma forma, que era más o menos lo que sucedía en el colegio; su madre seguramente mantenía conversaciones como ésa con Suzie, que le servían para moverse y llegar a alguna parte, en las que lo que dijera el otro parecía llevarlo a uno a algún sitio.

Quiso que la conversación prosiguiera, pero no supo cómo hacer, porque Ellie era la que decía las cosas que servían de arranque. A él no se le daba mal responder a las preguntas, o eso suponía al menos, pero dudaba que alguna vez fuera tan listo como para hacer que Ellie pensara tal como ella lo hacía pensar, y eso le dio un poco de miedo: ojalá fuésemos iguales, se dijo, igual de listos, pero no era así y, probablemente, no llegaría a serlo jamás, porque Ellie siempre sería algo mayor que él. Tal vez cuando Marcus tuviera treinta y dos años y ella treinta y cinco la diferencia de edad ya no importara demasiado, pero a él le daba la impresión de que a menos que lograse decir algo de veras atinado durante los próximos minutos, era poco probable que ella siguiese a su lado durante el resto de la noche, por no hablar de los próximos veinte años. De pronto se acordó de algo que, en principio, los chicos debían pedir a las chicas en una fiesta. No quiso pedírselo, porque sabía que a él se le daba fatal, pero es que la alternativa, es decir, dejar que Ellie se alejara y se pusiese a charlar con otro, era demasiado espantosa.

—¿Te apetece bailar, Ellie?

Ellie lo miró con los ojos como platos.

—¡Marcus! —exclamó, y volvió a reír a carcajadas—. Mira que eres gracioso. Pues claro que no me apetece bailar. La verdad, es que no se me ocurre nada peor que eso.

Supo entonces que debería haber pensado en otra pregunta más oportuna, algo sobre Kurt Cobain, o sobre política, porque Ellie se marchó para fumar a escondidas en algún sitio, y él tuvo que ir en busca de su madre. Sin embargo, Ellie volvió a buscarlo hacia medianoche y lo abrazó, de modo que aun cuando se había comportado como un idiota, no lo había hecho hasta el punto de resultar imperdonable.

—Feliz Año Nuevo, querido —susurró ella, y Marcus se puso colorado.

—Gracias. Feliz Año Nuevo.

—Y ojalá que 1994 sea mejor para todos nosotros que 1993. Eh, ¿quieres ver algo de veras asqueroso?

Marcus no estuvo muy seguro de que quisiera, pero Ellie no le dio ninguna posibilidad de elección: lo tomó del brazo y lo llevó hacia el jardín de la casa. Trató de preguntarle adonde iban, pero ella lo hizo callar.

—Mira —le dijo al oído. Marcus escudriñó la oscuridad. Adivinó que había dos seres humanos besándose con frenética energía; el hombre apretaba a la mujer contra el cobertizo y le acariciaba todo el cuerpo.

—¿Quiénes son? —preguntó Marcus.

—Mi madre. Mi madre y un tipo llamado Tim Porter. Ella está borracha. Todos los años hacen lo mismo, pero no sé por qué se toman la molestia. El primero de enero, todos los años igual, ella se levanta diciendo: «Dios mío, me parece que ayer salí al jardín con Tim Porter.» Es penoso. ¡penoso!

Pronunció la última palabra a voz en grito, para que la oyeran, y Marcus observó que la madre de Ellie empujaba al hombre y miraba en dirección a ellos.

—¿Ellie? ¿Eres tú?

—Dijiste que este año no ibas a hacerlo.

—No es asunto tuyo lo que yo haga, así que vuelve dentro.

—No.

—Haz lo que te digo.

—No. Das asco. Con cuarenta y tres años y dándote un revolcón contra el cobertizo del jardín.

—Una noche que me porto tan mal como tú las otras trescientas sesenta y cuatro del año, y encima vienes a hacerme pasar un mal rato. Anda, lárgate.

—Venga, Marcus. Dejemos a esa fulana triste y vieja, dejémosla a lo suyo.

Marcus siguió a Ellie al interior de la casa. Nunca había visto a su madre hacer nada parecido y era incapaz de imaginar que llegara a verla algún día, pero se dio cuenta de que aquello podía ocurrirles a las madres de muchos otros.

—¿No te molesta? —le preguntó a Ellie cuando ya estaban dentro.

—No, qué va. Eso no significa nada. Sólo se lo estaba pasando bien, lo cual no suele ocurrirle muy a menudo, la verdad.

Aun cuando Ellie no pareciera molesta, Marcus sí que lo estaba. Fue algo demasiado extraño para expresarlo con palabras. Para él algo así jamás hubiera ocurrido en Cambridge, pero ignoraba si Cambridge era distinto porque no era Londres o porque allí habían vivido juntos sus padres, y todo, por tanto, había sido mucho más simple: nada de revolcones con desconocidos delante de tus propios hijos, nada de insultar a tu madre o soltarle palabras descorteses. Donde se encontraba ahora, en cambio, no había reglas, y él tenía edad suficiente para saber que cuando uno iba a un sitio, o a un tiempo, en el que no había reglas, todo por fuerza tenía que resultar bastante más complicado.

26

—No lo pillo —dijo Marcus.

Will y él habían ido caminando hasta un salón de juegos recreativos en Angel para pasar un rato ante los video— juegos; el lugar, con sus luces epilépticas y sus sirenas, sus explosiones y sus golfillos callejeros, resultó ser un entorno adecuadamente pesadillesco para la difícil conversación que, Will sabía muy bien, iban a mantener. En cierto modo, aquello era una versión grotesca de la hora de la verdad. Había elegido el escenario como si creyese que le ayudaría a ablandar a Marcus, con lo que aumentarían las probabilidades de que le dijera que sí, y todo lo que tuviera que hacer fuese desembuchar.

—No hay nada que pillar —repuso Will con aire risueño. No era verdad, claro. Había muchísimo que pillar, al menos desde el punto de vista de Marcus.

—Pero ¿por qué le dijiste que eres mi padre?

—Yo no se lo dije. Fue ella la que tomó el rábano por las hojas.

—¿Y por qué no le dijiste, por ejemplo, que lo sentías mucho, pero que acababa de tomar el rábano por las hojas? Seguramente le habría dado igual. ¿Por qué iba a importarle que fueses mi padre o no?

—¿Tú nunca has mantenido una conversación en la que alguien se equivoca en un momento dado pero todo sigue su curso hasta un punto en el que ya es demasiado tarde para arreglarlo? Por ejemplo, imagina que alguien piensa que te llamas Mark, no Marcus, y que cada vez que te ve te dice «Hola, Mark», y tú decides que no, que ya no puedes corregirlo, porque lleva seis meses llamándote Mark y si lo hicieses se moriría de vergüenza.

—¡Seis meses!

—O el tiempo que sea.

—Yo se lo habría dicho en cuanto me hubiese dado cuenta de que se equivocaba.

—Pero eso es algo que no siempre se puede hacer.

—¿Cómo no vas a poder decirle a alguien que se equivoca con tu nombre?

—Pues porque... —Will sabía por experiencia personal que a veces eso no era posible. Uno de sus vecinos, un simpático vejete encorvado que siempre andaba con un horroroso Yorkshire terrier, lo llamaba Bill cada vez que lo veía; siempre lo había llamado así y seguiría haciéndolo hasta el día en que muriese. A Will aquello lo irritaba, pues bajo ningún concepto creía que pudiera ser un Bill cualquiera. Un Bill no se fumaría un porrito de vez en cuando ni escucharía a Nirvana. ¿Por qué no había tratado de corregir ese malentendido? ¿Por qué no le había dicho al viejo, cuatro años antes: «Verá usted: en realidad me llamo Will»? Marcus tenía razón, por supuesto, pero tener razón no servía de nada si el resto del mundo estaba equivocado.

—Da lo mismo —continuó en tono áspero, como si quisiera dejarse de monsergas—. Lo que sucede es que esta mujer cree que tú eres hijo mío.

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