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Authors: Nick Hornby

Un gran chico (4 page)

Incluso el final, cuando se produjo, vino envuelto en circunstancias que lo hicieron sumamente aconsejable. A Will se le hacían muy arduos los finales: nunca había sido capaz de agarrar el toro por los cuernos, y a causa de ello siempre se había producido una especie de molesta superposición. En cambio, con Angie fue como la seda. Más aún, resultó tan fácil que tuvo la impresión de que tal vez se le escapaba algo.

Hacía un mes y medio que salían, y había unas cuantas cosas que a él empezaban a resultarle insatisfactorias. Para empezar, Angie no era demasiado flexible, y algunas veces todo lo relacionado con los niños terminaba por formar una barrera entre los dos: la semana anterior había comprado entradas para el estreno de la última película de Mike Leigh, pero ella no llegó al cine hasta media hora después del comienzo de ésta, y todo porque la chica que debía cuidar de los niños se había retrasado. Aquello le jodió, aunque pensó que había conseguido disimular su enojo francamente bien, y además pasaron una noche muy a gusto. Por otra parte, ella nunca podía ir a su casa, de modo que él tenía que pasar por la suya, y no tenía muchos cedés, ni vídeo, ni parabólica, ni televisión por cable, así que los sábados por la noche terminaban viendo
Casualty
y algún telefilme mediocre que trataba sobre un niño que padecía algún tipo de extraña enfermedad. Will empezaba a preguntarse si Angie era exactamente lo que estaba buscando, y entonces ella decidió poner fin a la relación.

Estaban en un restaurante indio de Holloway Road cuando se lo dijo.

—Will, lo siento, pero no estoy segura de que lo nuestro funcione.

Él se quedó callado. Tiempo atrás, cualquier conversación que empezara de esa forma suponía, por lo general, que ella había descubierto alguna cosa, o que él había hecho alguna estupidez, algo desconsiderado por su parte, algo grotesco de tan falto de sensibilidad como era, por más que él pensara que tenía un historial limpio en su relación de pareja. Su silencio le proporcionó tiempo para repasar su banco de memoria en busca de alguna indiscreción que tal vez hubiera olvidado, pero no encontró nada. Se habría sentido sumamente decepcionado si hubiese encontrado algo, una infidelidad que se le hubiera pasado por alto o alguna crueldad pasajera que más valdría olvidar. Como la totalidad de su relación se fundaba en la amabilidad, toda mancha habría significado que era indigno de su confianza, y que lo era de forma tan profunda que resultaba ingobernable.

—No eres tú —añadió ella—. Tú has estado fenomenal. Es culpa mía. O de mi situación, vaya.

—Tu situación no tiene nada malo, al menos por lo que a mí respecta.

Will se sintió tan aliviado que casi le entraron ganas de mostrarse generoso.

—Hay cosas que tú no sabes. Cosas relacionadas con Simon —prosiguió Angie.

—¿Te lo está haciendo pasar mal? Lo digo porque, de ser así...

—¿Qué? De ser así, ¿qué?, quiso preguntarse con desprecio. De ser así, ¿te liarás un porrito cuando llegues a casa y te olvidarás de ellos? ¿Empezarás a salir con una mujer menos complicada?

—No, no es eso. Bueno, si se mira desde fuera podría parecer que sí lo es. Lo que pasa es que no le hace feliz que yo esté saliendo con otro. Sí, ya sé que suena fatal, pero lo conozco bien, y lo que ocurre es que todavía no ha aceptado nuestra separación. Y yo seguramente tampoco la he aceptado del todo, lo que es aún más grave. Todavía no estoy lista para lanzarme a una nueva relación con otra persona.

—Pues lo estás haciendo muy bien.

—Lo trágico es que he encontrado a alguien con quien me va de maravilla, pero lo he encontrado en el peor momento. Debería haber empezado por una relación sin mayores consecuencias, y no con alguien que...

Will no pudo por menos que advertir cierta ironía en todo aquello. Aunque ella aún no lo sabía, él estaba completamente seguro. Si había un hombre mejor pertrechado que él para un ligue sin mayores consecuencias, Will, desde luego, no tenía ganas de conocerlo. ¡Todo esto ha sido puro fingimiento! Eso era lo que en el fondo quería decirle. ¡Soy un espanto! ¡Soy muchísimo más superficial de lo que parece, créeme! Pero ya era tarde.

—Me pregunto si no te habré estado metiendo demasiada prisa. He terminado por joderlo, ¿no es eso?

—No, Will, ni muchísimo menos. Tú has sido excepcional. Lamento muchísimo que...

Angie estaba al borde de las lágrimas, y él la amó por eso. Nunca había visto llorar a una mujer sin sentirse responsable de su llanto, y estaba disfrutando de verdad con la experiencia.

—No tienes que lamentar nada, de veras. —De veras, de veras, de veras.

—Pero lo lamento.

—Pues no lo lamentes.

¿Cuándo había sido la última vez en que había estado en situación de perdonar a alguien? Por lo menos, desde que iba al colegio. Y puede que ni siquiera entonces. De todas las veladas que había pasado con Angie, la última fue, con diferencia, la mejor.

Para Will, eso fue el no va más. Supo exactamente entonces que tarde o temprano encontraría a otras mujeres como aquélla, mujeres que empezarían por pensar que sólo les apetecía un buen polvo y que terminarían por decidir que una vida tranquila era algo preferible a cualquier cantidad de ruidosos orgasmos. Como eso no difería demasiado de lo que él pensaba, aunque fuera por razones muy distintas, se dio cuenta de que era mucho lo que tenía que ofrecer. Estupendos momentos sexuales, abundantes masajes para el ego, una paternidad provisional sin lágrimas de ninguna clase, una despedida libre de toda culpabilidad. ¿Qué más podía desear un hombre? Las madres solteras o separadas, mujeres brillantes, atractivas, disponibles, miles y miles como ellas, repartidas por todo Londres, eran el mejor invento del que Will hubiese tenido noticia a lo largo de su vida. Acababa de empezar su carrera de buen chico en serie.

5

Un lunes por la mañana su madre empezó a llorar antes del desayuno, y eso le dio miedo. El llanto matinal era una novedad, y sobre todo una señal muy, muy mala. Significaba que a partir de ese momento podía producirse a cualquier hora del día y sin advertencia previa. Ya no había ninguna seguridad de que a ciertas horas estuviera a salvo. Hasta ese día, las mañanas habían ido como la seda. Su madre parecía despertar con la esperanza de que aquello que la hacía infeliz, fuera lo que fuese, se hubiese esfumado a lo largo de la noche, igual que ocurre a veces con los catarros y dolores de estómago. Y esa mañana a él no le pareció que estuviera mal, ni enfadada, ni descontenta, ni cabreada, sino normal e incluso maternal, cuando le soltó un grito para que espabilara. Sin embargo, allí estaba, en pleno ataque de llanto, derrumbada sobre la mesa de la cocina, en bata, con una tostada a medio comer en el plato y la cara hinchada, moqueando.

Marcus nunca decía nada cuando la veía llorar. No sabía qué decir. No entendía por qué lloraba, y como no lo entendía no podía ayudarla, y como no podía ayudarla terminaba por quedarse de pie, mirándola, boquiabierto, y ella seguía a lo suyo como si en el fondo no pasara nada.

—¿Quieres un té?

Él tuvo que adivinar qué le había querido decir, porque a causa de los sollozos apenas se le entendía.

—Sí, gracias.

Tomó un cuenco limpio del escurridor y fue al armario a elegir un cereal. Se animó. Había olvidado que el sábado por la mañana su madre le había dejado poner en el carrito de la compra un surtido de cereales. Pasó por la acostumbrada angustia de la indecisión: sabía que tendría que zamparse las variedades más aburridas, los copos de maíz y los que llevan trozos de fruta, a ser posible al principio, pues si no se los comía entonces no se los comería nunca y se quedarían en el armario hasta pasarse de fecha y estropearse, y entonces su madre se enfadaría de veras con él, y durante los siguientes meses tendría que apañárselas con cualquier cereal horroroso, de esos que se venden en paquetes enormes para ahorrar. Todo eso lo entendía de sobra, a pesar de lo cual escogió, como siempre, los Coco Pops. Su madre no se fijó, lo que constituía la primera ventaja, al menos hasta el momento, de su depresión. No es que fuese una gran ventaja: en líneas generales, hubiese preferido verla tan animada como para que le ordenase que devolviera los Coco Pops al armario. Lo habría hecho encantado de la vida si con ello conseguía que dejase de llorar a todas horas.

Desayunó los cereales, se bebió la taza de té, se colgó la mochila al hombro y besó a su madre; fue un beso normal y corriente, no uno de esos empalagosos besos con abrazo incluido, con el que le habría dado a entender que lo comprendía, y se fue. Ninguno de los dos pronunció palabra. ¿Qué otra cosa iba a hacer él?

Camino del colegio trató de adivinar qué le estaba pasando a su madre. ¿Qué podía pasarle que él todavía no supiera? Tenía trabajo, así que no eran pobres, aunque tampoco es que fuesen ricos; su madre era especialista en musicoterapia, es decir, una especie de profesora para niños discapacitados, y a todas horas decía que el dinero era una vergüenza, que era patético, que era una obscenidad, un crimen. Tenían suficiente para el alquiler, para comer y para irse de vacaciones una vez al año, e incluso para comprar juegos de ordenador de vez en cuando. Aparte del dinero, ¿qué motivo había para que uno se echase a llorar? ¿La muerte? Si alguien importante hubiese muerto, él se habría enterado. Si lloraba así por un muerto, sólo podía tratarse de la abuela o del abuelo, del tío Tom o de un familiar del tío Tom, y a todos ellos los había visto el fin de semana anterior, con ocasión del cuarto cumpleaños de su prima Ellie. ¿Sería algo relacionado con los hombres? Él sabía que su madre quería echarse novio, pero lo sabía porque ella misma hacía de vez en cuando un chiste sobre esa cuestión, y a su juicio era imposible pasar de un chiste ocasional al llanto a cualquier hora del día. Además, fue ella la que había dejado a Roger. Si estaba tan desesperada por tener novio, debería haber sido capaz de seguir con él. Trató de recordar por qué motivos lloraban los personajes de
EastEnders
, aparte del dinero, la muerte de un ser querido y un novio o una novia, pero no le sirvió de mucho; lo hacían por condenas a varios años de cárcel, embarazos indeseados, sida, asuntos que en todo caso no parecían tener ninguna relación con su madre.

Lo había olvidado todo cuando traspuso la verja del colegio, y no porque hubiese decidido hacerlo. La causa fue, sencillamente, su instinto de conservación. Cuando uno tiene problemas con Lee Hartley y sus colegas, poco importa que la madre esté a punto de volverse loca. Sin embargo, esa mañana todo parecía en su sitio. Los vio apoyados contra la tapia del gimnasio, apiñados en torno a quién sabe qué tesoro, bien lejos, de modo que consiguió llegar sin mayores dificultades a su aula.

Nicky y Mark, sus amigos, ya estaban allí. Jugaban al Tetris en la Gameboy de Mark. Se acercó a ellos.

—¿Qué tal?

Nicky le dijo hola; Mark estaba demasiado absorto para reparar en él. Trató de averiguar qué tal le iba a Mark, pero Nicky ocupaba el único sitio desde el que se podía atisbar la minúscula pantalla de la Gameboy, de modo que finalmente se sentó en un pupitre a esperar que terminasen. No terminaron. Mejor dicho, sí, pero empezaron de nuevo y no le invitaron a jugar una partida ni dejaron de lado la miniconsola por el hecho de que él hubiera llegado. Marcus sintió que por algún motivo que ignoraba, y muy adrede, no le iban a hacer ningún caso.

—¿Pensáis ir a la sala de ordenadores a la hora de comer?

Precisamente así había conocido a Nicky y a Mark, gracias al club de informática. Fue una pregunta absurda, pues los dos siempre iban a la sala de ordenadores a la hora de comer. En caso contrario, hacían lo mismo que él: caminar de puntillas, con timidez, por los márgenes, y procurar que ningún bocazas grandullón con un corte de pelo a la moda se fijase en ellos.

—No lo sé. Puede. ¿Tú qué crees, Mark?

—No lo sé. Seguramente.

—De acuerdo. Pues allí nos vemos..., puede.

Los vería mucho antes. Por ejemplo, los estaba viendo en ese momento; no es que tuviera previsto irse a ninguna parte, pero eso fue lo que se le ocurrió decir.

El recreo fue igual: Nicky y Mark con la Gameboy. Marcus alrededor de ellos, pero al margen. De acuerdo, no eran amigos de verdad, o no lo eran como los que había tenido en Cambridge, pero por lo general se llevaban bien, aunque sólo fuese porque no eran como el resto de los chavales de la clase. Una vez Marcus incluso estuvo en casa de Nicky después del colegio. Sabían que eran unos bichos raros y unos empollones y unos criajos y todas las demás cosas que les llamaban algunas de las chicas de la clase (los tres llevaban gafas, a ninguno de los tres le importaba su manera de vestir; Mark era pelirrojo y pecoso, Nicky parecía tres años menor que cualquier otro chico de séptimo), pero todo eso les importaba un comino. Lo importante era que se tenían cada uno a los otros dos, que no se quedaban pegados a la pared de los pasillos, con la lejana esperanza de que nadie reparara en su presencia.

—¡Eh, tú, pelo de estropajo, cántanos algo!

En la puerta del aula acababan de aparecer dos chicos de octavo. Marcus no los conocía, así que tuvo claro que su fama se iba extendiendo por todo el colegio. Trató de parecer más concentrado; alargó el cuello para que diera la impresión de que estaba absorto en la Gameboy, pero seguía sin poder ver nada. Y Mark y Nicky habían empezado a retroceder y lo habían dejado solo.

—¡Eh, pelirrojo! ¡Gafotas!

Mark empezó a ponerse colorado.

—Si los tres son unos gafotas.

—Ya lo creo que lo son. ¡Eh! ¡Gafotas pelirrojo! Ese cardenal que llevas en el cuello, ¿es un mordisquito de amor?

A los dos les pareció hilarante. A todas horas hacían chistes sobre las chicas y el sexo. Él seguía sin entender por qué. Quizás fuesen dos obsesos sexuales.

Mark decidió que no valía la pena librar aquel combate y apagó la Gameboy. Últimamente la escena se había repetido varias veces, y era bien poco lo que podía hacerse para remediarlo. Había que aguantar y poner al mal tiempo buena cara, y así hasta que se aburriesen. Lo difícil era encontrar algo que hacer entretanto, una manera de ser y de estar. Desde hacía un tiempo Marcus se había aficionado a confeccionar listas mentalmente. Su madre tenía un juego que constaba de unas cartas en las que figuraban categorías, por ejemplo «pasteles», y el equipo contrario tenía que adivinar cuáles eran los doce ejemplos que se mencionaban en la carta. Otra era «equipos de fútbol». En ese momento él no podía jugar porque no tenía las cartas delante, claro, y tampoco había un equipo contrario, aunque había ideado una variante: pensaba en algo de lo que hubiera ejemplos abundantes, como «frutas», y trataba de pensar en todas las frutas posibles a la espera de que el que tenía delante, dispuesto a hacerle pasar un mal rato, decidiera largarse y dejarlo en paz.

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