Un inquietante amanecer (25 page)

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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Policiaco

T
ras la reunión de la Brigada de Homicidios, Knutas llamó a los padres de Peter Bovide. Contestó Katarina Bovide.

—Hola, soy el comisario Knutas, de la policía de Visby. Lamento mucho tener que molestar de nuevo, pero me pregunto si Peter conocía a Morgan Larsson.

El auricular se quedó en silencio.

—¿No será él la persona que ha muerto? Acabo de oír en la radio que en una cantera…

—Sí, es él. Naturalmente, aún no hemos hecho pública su identidad, pero se trata de Morgan Larsson. Lo han matado a tiros, exactamente de la misma manera que a Peter.

Knutas oyó que Katarina Bovide tomaba aliento.

—¡Pero esto es terrible! ¿Por qué Morgan precisamente? ¿Y Peter? No entiendo nada. Eran unos buenos chicos.

—Por desgracia es así. ¿Se conocían?

—Sí, eran muy amigos cuando eran jóvenes. Luego, de mayores, no. Llevaban muchos años sin verse.

—¿Sabe por qué?

—Supongo que se tratará de esas cosas que pasan, que uno se va distanciando.

—¿Eran muy amigos, entonces?

—Morgan era un año mayor que Peter, así que nunca estuvieron en la misma clase. Pero cuando Morgan acababa de cumplir los trece años ocurrió algo muy trágico. Sus padres murieron en un accidente de coche. Él era hijo único y tuvo que mudarse con sus abuelos maternos, que vivían en Slite, muy cerca de nosotros. Morgan estaba muy afectado después de todo lo que había ocurrido, pero Peter conocía a mucha gente en el barrio y enseguida se hicieron amigos, así que Morgan entró a formar parte de la pandilla, podríamos decir. Después fueron como uña y carne durante bastantes años. Viajaban juntos, iban con el Interrail y esas cosas. Pero con el tiempo su amistad se quedó en nada. No sé por qué.

—¿No se lo preguntó?

—Sí, claro que se lo pregunté, pero no recuerdo que respondiera. Peter se había ido ya de casa hacía mucho tiempo, y Morgan también. Los dos vivían en Visby por entonces. Pero eso es lo que suele pasar con los amigos, van y vienen. Uno no puede dar por sentado que los conservará toda la vida. Igual que tantas otras cosas.

A Katarina Bovide se le quebró la voz y Knutas comprendió que estaba a punto de romper a llorar. Le dio las gracias y dio por finalizada la conversación.

E
l barco atracó junto al cabo noreste, cerca del faro, a tan solo unos minutos a pie de la zona de acampada. El tiempo era perfecto: hacía sol, no había viento y la temperatura superaba los veinticinco grados. Karin se olvidó casi por completo de que la razón por la que se encontraba allí era la investigación de un asesinato. La playa se extendía delante de ella kilómetros y kilómetros hasta donde alcanzaba la vista, y desaparecía en el horizonte escondiéndose detrás de la punta. Nunca había visto una playa tan grande y una arena tan fina, casi blanca.

Eran las dos y media de la tarde y decidió aprovechar para darse un baño antes de preguntar al personal de la isla por Morgan Larsson. En aquellos momentos estaban atendiendo a los recién llegados. Dejaron el equipaje en el remolque de los tractores que fueron a recogerlos. Era el único tipo de vehículo que podía desplazarse por la arena. Invitaron a los visitantes a seguir la pasarela de madera colocada sobre la arena a lo largo de los trescientos metros de distancia que había hasta el campamento.

Pasaron primero por Fyrbyn, un conjunto de casas rojas de madera con las esquinas pintadas de blanco y jardines deslumbrantes. Pertenecían a la Asociación Local Gotska Sandön. El vigilante y los miembros de la asociación las ocupaban durante el verano y algún que otro fin de semana el resto del año.

Karin llenó sus pulmones de aire; probablemente nunca había respirado un aire tan sano. Del bosque llegaba un olor a pino con notas de musgo que se mezclaba con la brisa marina.

En el centro, rodeado por las casas, había un pequeño museo con biblioteca y archivo. Allí estaba también la oficina del vigilante. En ese momento, el vigilante de servicio estaba de camino desde la otra punta de la isla y tardaría aún una hora en llegar a su oficina.

La senda seguía subiendo hasta la zona de acampada propiamente dicha, donde se alojaban los turistas. Alrededor de un amplio espacio abierto se disponían las tiendas de campaña y algunas cabañas de madera. En el centro se ubicaban las instalaciones de los servicios comunes: lavandería, cocina y duchas. Algo más alejados, formando una larga hilera, se encontraban los servicios, con sus inodoros ecológicos que no necesitaban agua. Lo único que se ofrecía en la isla era el agua del pozo, el resto de bebida y la comida tenían que llevarla consigo los visitantes. No había ninguna tienda, ningún quiosco, nada. La isla era una experiencia única.

Karin comprendió que tendría que hacer noche allí, pues había llegado ya avanzada la tarde. Le ofrecieron una cabaña, comida y ropa.

Se instaló rápidamente en la cabaña, se puso el bañador y cruzó el campamento en dirección a la playa. Se preguntó dónde se habría alojado Morgan Larsson y si habría estado allí solo. Confiaba en que el personal que trabajaba en la isla recordara a los visitantes, al menos a los que habían pasado por allí en los últimos días.

El sendero que llevaba a la playa atravesaba una zona de bosque. Karin no recordaba haber experimentado en su vida un silencio tan profundo. Se detuvo para escucharlo. Ningún motor de coche ni voces de personas, ni siquiera el murmullo de la brisa en los árboles. El mar estaba en calma. Karin se sintió llena de paz y casi olvidó el trágico motivo que la había llevado hasta allí. La playa tendría unos cincuenta metros de arena, que ardía bajo el sol de la tarde. Un poco más lejos, se veían algunos barcos de vela anclados y, en la playa, algunas personas salpicadas aquí y allá.

Y pensar que la gente cruza la mitad del globo para llegar hasta una playa que no es ni la mitad de bonita, pensó Karin. Extendió la toalla en la arena y corrió hacia el agua.

L
o primero que hizo Johan nada más llegar a la redacción fue llamar a la oficina parroquial, pese a la prisa que corría el reportaje sobre el nuevo asesinato. En la iglesia de Fårö había una hora libre para bodas un sábado de agosto a las cuatro de la tarde. Alguien que había anulado la ceremonia. ¿Sería un mal presagio? Desechó tal pensamiento.

Había soñado con casarse en esa iglesia desde la primera vez que la vio. Con Emma. Esta vez su sueño se iba a hacer realidad.

Por la tarde fue a Roma. Al subir el sendero de grava hasta la casa de Emma estaba de buen humor. Había comprado veinte rosas rojas que ocultaba en la espalda junto con una botella de champán.

Llamó y escuchó el eco del timbre dentro. En la ventana de la cocina no se veía a nadie. ¡Ojalá que estuviera en casa! No quiso llamar para avisarla. Quería sorprenderla, como ella lo había sorprendido a él.

Entonces se abrió la puerta y allí estaba. Con una sudadera gris con capucha y unos pantalones de andar por casa, el pelo húmedo. Tenía el mismo aspecto que la primera vez que se vieron. Nunca olvidaría aquel primer encuentro. El fotógrafo Peter Bylund y él llegaron aquel día hasta aquel chalé de Roma para entrevistar a Emma, la amiga íntima de una mujer que apareció en una playa brutalmente asesinada con un hacha. Ambos salieron de allí un poco enamorados.

Se quedó impresionado al verla. Le pareció casi irreal.

—Hola.

Ella parecía contenta.

—Emma… —comenzó Johan. Fue lo único que dijo.

Abrazó su cuerpo suave y firme, hundió la nariz en su larga melena húmeda. Después se separó de ella y la miró intensamente a los ojos.

—Si no puedes contestar a mi pregunta, me voy inmediatamente.

—De acuerdo —dijo pensativa, aunque no parecía nada preocupada. Solo expectante.

—¿Quieres casarte conmigo el diecinueve de agosto en Fårö con toda la familia, los amigos y los niños? Y estoy hablando de una boda en la iglesia por todo lo alto seguida de una gran fiesta.

Emma respondió sin vacilar.

—Sí, Johan. Sí quiero.

Él dejó a un lado el ramo de rosas y la levantó en brazos. Qué delgada estaba. Había adelgazado bastante desde la primavera. La subió por la escalera hasta el piso superior. La tumbó en la cama. Le quitó los pantalones y la sudadera mientras acariciaba su piel tersa. Tomó su cabeza entre sus manos y besó sus labios suaves. Sus labios se quedaron pegados. El beso no acababa nunca. Ella le desabrochó la camisa y se sentó encima de él.

¡Cuánto tiempo hacía! Había pasado una eternidad desde la última vez que hicieron el amor. Y el beso aún seguía. Emma no quería acabarlo. Él tampoco.

K
arin entró en el edificio del museo, donde iba a encontrarse con el vigilante Mattias Bergström. Tenía treinta años, los ojos de color azul claro y llevaba barba. Antes le había explicado por teléfono cuál era el asunto por el que había ido allí. Él le propuso que se reunieran en la oficina, donde podrían hablar sin que nadie los molestara. La oficina era pequeña y llena de estanterías, con libros y papeles por todas partes. Se sentaron cada uno a un lado del desordenado escritorio del vigilante, quien le sirvió una taza de café sin preguntarle si quería leche o azúcar.

—Así que se trata del asesinato de ese hombre en la cantera de Slite —comenzó él, más como una constatación que como una pregunta.

—Sí, así es. Al parecer estuvo aquí el fin de semana pasado. Al día siguiente lo asesinaron. Quiero averiguar si se encontró con alguien aquí o si ocurrió algo que pudiera haber desencadenado el asesinato.

—¡Uf!, es una historia horrorosa. Hablé con él ayer. Había venido a la isla muchas veces.

—¿Ah, sí? ¿Venía solo o acompañado?

—Creo que solo, la verdad.

—¿Sabe cuándo vino por primera vez?

—Sí, puedo mirarlo.

Mattias Bergström se levantó y abrió el archivo.

—Aquí los registros se escriben a mano: qué personas han venido y cuándo. Estamos un poco anticuados.

Hojeó meticulosamente los archivadores.

—Entonces, vamos a ver. L… de Larsson. ¿Sabe? Los registramos a todos por el apellido. Anotamos cuándo ha estado aquí cada visitante, cuánto tiempo, dónde se ha alojado, si han estado solos o acompañados durante su estancia...

—Ya entiendo.

Karin comenzó a notar cómo se iba apoderando de ella la impaciencia.

—Larsson, sí —constató satisfecho cuando por fin encontró el nombre—. Morgan. Vino por primera vez en 1990. Después ha vuelto varias veces.

—¿Ah, sí? ¿Cuántas?

Mattias Bergström las contó.

—Cinco veces, en total; cada tres años, más o menos. Y siempre en la misma fecha.

—¿En la misma fecha? ¿Cuándo? —preguntó Karin enarcando las cejas e inclinándose un poco hacia delante.

—Llegaba el 21 de julio y se marchaba el día 23. Y todos los años igual.

—Qué curioso, eso no puede ser una casualidad. ¿Sabe por qué venía en esas fechas?

—No, no tengo ni idea. Y ahora, vaya usted a saber… Por desgracia es demasiado tarde para preguntárselo a él.

—¿Se ha alojado aquí un tal Peter Bovide?

El vigilante sacó otro archivador y buscó el nombre.

—Tenemos una Anette Bovide y Stig y Katarina Bovide, pero ningún Peter.

—¿Cuándo estuvieron aquí?

—Anette nos visitó junto con su marido, Anders Eriksson, hace tres años, en junio, y Stig y Katarina han venido a la isla dos veces. La primera fue en agosto de 1991 y la segunda, el año pasado, en mayo.

—¿Tiene una lista de las personas que coincidieron con Morgan Larsson ahora, esta última vez?

—Sí, claro.

Karin echó una ojeada a la lista con los nombres. No le dijo nada. La comparó con las listas de las anteriores visitas de Morgan. Ningún nombre aparecía repetido.

—¿Podría darme una copia?

—Sí, un momento.

El vigilante se levantó y desapareció en la habitación contigua. Se oyeron chasquidos y crujidos un buen rato antes de que volviera con una copia al carbón.

—Gracias —dijo Karin cuando le entregó la copia—. ¿Puede contarme qué impresión le causó Morgan Larsson y qué hizo cuando estuvo aquí?

El vigilante se echó hacia atrás y entrelazó las manos.

—Las veces que yo lo vi estaba siempre solo. No noté nada de particular, aparte de que parecía bastante reservado.

—¿Se comportaba de forma extraña?

—No, no exactamente. Parecía una persona de costumbres fijas. Siempre que venía, a la mañana siguiente salía del campamento a las ocho con la mochila a la espalda, así que supongo que iba a dar una vuelta alrededor de la isla, como hace mucha gente.

—¿Cuánto tiempo se tarda en recorrer la isla?

—Pues no sé, tiene un perímetro de treinta kilómetros, así que no todos dan la vuelta completa. Se pueden elegir distintos recorridos. Algunos empiezan atravesando la isla a través del bosque y luego siguen por la playa hasta volver al campamento. Otros empiezan en el faro y recorren toda la playa o bien, se desvían en el cabo de Tärnudden, al otro lado, y eligen el camino del bosque para el regreso.

—En el caso de que uno decidiera dar la vuelta a toda la isla, ¿cuánto tiempo tardaría?

—Nueve o diez horas, aun estando acostumbrado a la marcha. Hay tramos en los que la costa es pedregosa y difícil, y en algunos sitios hay que desviarse, como, por ejemplo, en Säludden, el cabo de las focas, que es una zona protegida.

—¿Y hay focas allí?

—Sí, allí casi siempre se ven unas cuantas. El mejor momento para verlas es por la mañana o por la tarde, cuando están tumbadas descansando en las rocas que hay en el agua.

—¿Sabe qué camino tomaba Morgan Larsson?

—La verdad es que me crucé con él el sábado a primera hora de la mañana por el sendero que va a través del bosque hasta la playa de Las Palmas, en la zona este. Y sé que otras personas lo vieron llegar al atardecer desde el sur, por el lado oeste. Teniendo en cuenta que era una persona de costumbres fijas, me imagino que siguió una de las rutas más habituales, un recorrido de siete u ocho horas.

—¿Puede indicármelo en un mapa?

—Sí, claro.

Se levantó de nuevo y entró en otra habitación, de la cual regresó con un mapa de la isla. Le indicó el camino.

—Si sigo esa ruta mañana, ¿qué debo tener en cuenta?

—Levántese pronto y desayune en condiciones. No lleve mucho peso, pero piense que debe llevar comida y bebida para todo el día. Póngase un calzado cómodo, pantalones cortos y sombrero. Lleve el bañador. Si el sol calienta tanto como hoy, puede resultar duro. Abajo, en el lado sur, aquí —dijo, pintando un círculo con un bolígrafo alrededor de un lugar en el mapa—, hay un pozo de agua fresca potable que tiene bomba. Al llegar a ese punto habrá recorrido más o menos la mitad del camino; ahí puede rellenar las botellas.

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