A
las dos desistió y recogió todo lo que podía llevar consigo. Dejó el cortaviento, agua, comida y la mochila de Tanja por si volvía. Le escribió una nota en la que le explicaba que había vuelto al campamento.
Antes de abandonar la playa se volvió por última vez. Escudriñó con la mirada hasta donde le alcanzaba la vista.
No vio nada.
E
l calor en la cantera de piedra caliza era casi insoportable. Morgan Larsson se secó el sudor de la frente y salió de la caseta que servía de oficina al lado de la cantera oeste, junto a la nave de lavado de los dúmpers y los camiones.
Bajo aquel sol abrasador, la temperatura fue subiendo lentamente y sin piedad hasta alcanzar los treinta grados, y eso que aún era por la mañana. Se subió a la camioneta y salió a la carretera que conducía hasta la cantera grande, Fila Hajdar, a cinco kilómetros de distancia.
Iba a preparar la voladura del día.
Se produciría a las once y media. Era el mejor momento para hacerlo porque coincidía con un cambio de turno, y la mayoría de los trabajadores tenía a esa hora la pausa del almuerzo y se encontraba en el enorme comedor de la fábrica, situado en el otro extremo del recinto.
La carretera, de sesenta metros de ancho, estaba polvorienta y blanca por la piedra caliza. Era necesaria aquella anchura para que cupieran todos los vehículos que se desplazaban entre la fábrica y las dos canteras. Los volquetes y los camiones iban y venían durante todo el día transportando piedra a la enorme trituradora del interior de la fábrica, donde se transformaba en cemento. Los camiones cisterna recorrían sin cesar la carretera. Si no regaran continuamente para contrarrestar el polvo, una inmensa nube cubriría toda Gotland.
Los camiones cisterna circulaban todos los días del año, desde las seis de la mañana hasta las diez de la noche. Solo paraban durante la voladura diaria.
A ambos lados de la carretera crecía un bosque bajo y ralo. Los pinos silvestres y los enebros parecían luchar por la supervivencia en aquel medio tan seco. Estaban cubiertos de polvo blanco, como si alguien hubiera espolvoreado todo el bosque con azúcar glaseado. La imagen resultaba fantasmal, siniestra.
Morgan Larsson saludó al conductor de un dúmper que bajaba lleno desde la cantera.
Sentía el consabido cosquilleo en el estómago previo a la explosión, en la que se desprenderían cuarenta mil toneladas en un segundo. Aunque había participado en muchas voladuras, seguía fascinándolo ver cómo caían aquellos enormes bloques de piedra y se agrandaba aún más el imponente cráter. Había algo irrevocable en todo aquel espectáculo. La roca madre cedía, se resquebrajaba y nunca más volvería a estar allí.
Cuando alcanzó la cantera, Morgan Larsson subió ladera arriba para llegar hasta lo alto. Se detuvo a una distancia prudencial del borde, abrió la portezuela de la camioneta y se bajó. El sudor le corría por la espalda, las axilas y las ingles. Mató la sed lo mejor que pudo bebiéndose una botella entera de agua de un trago.
Los dos compañeros de trabajo que colaboraban en la voladura y controlaban la cantera durante la explosión llegarían dentro de unos minutos. Él no podía verlos desde el lugar en el que se encontraba, pero estaban conectados por radio. El control era minucioso, había que comprobar que no quedara nadie en la cantera ni tampoco en las inmediaciones en el momento de la voladura. Era enorme la fuerza que se liberaba cuando se desprendían toneladas de piedra de los bordes y se desplomaban en el gigantesco cráter que ahora tenía delante y debajo de él.
Existía el riesgo de que alguna piedra saliera volando. El año anterior había muerto un compañero de trabajo al darle en la cabeza un pedrusco.
Morgan se acercó al precipicio con precaución y recorrió con la mirada el borde de la cantera. Tenía novecientos metros de largo y seiscientos de ancho. Las paredes de la roca madre tenían una altura de sesenta metros. Era una de las canteras más grandes de Suecia y él estaba orgulloso de trabajar allí. Llevaba trabajando como experto en voladuras casi veinte años y le gustaba. Su trabajo implicaba mucha responsabilidad. Se ocupaba de que los barrenos, que se llenaban con doscientos o trescientos kilos de material explosivo cada uno, se hubieran perforado donde es debido y de que tuvieran la profundidad exacta.
A unos veinte metros del borde del precipicio había una garita redonda de madera en la que él se refugiaba durante la voladura. Allí dentro se encontraba también el cable que pronto iba a conectar al detonador que llevaba en el bolsillo.
Consultó el reloj y vio que faltaban diez minutos. Percibió un destello al otro lado de la cantera. Había llegado el coche con los otros dos compañeros. Ya se encontraban cada uno en su sitio, casi a un kilómetro de distancia el uno del otro; controlaban que no hubiera ninguna persona en las proximidades. Conectó la radio.
—Hola, aquí Morgan. ¿Todo bien?
—Sí, parece que está vacío —se oyó la voz de Kjell.
—Cinco minutos, entonces.
—Bien. ¿Comemos después?
—Ya lo creo. Luego hablamos.
Se guardó la radio en el bolsillo superior, se giró y caminó hasta el montón de barrenos profundos que se habían perforado en línea a lo largo del borde de la cantera. Se agachó y comprobó que todo estaba en orden.
Al incorporarse le pareció ver que algo se movía dentro de la garita. ¡Joder! La sorpresa fue cuando menos desagradable. Allí estaba prohibida la entrada a toda persona no autorizada. Sobre todo entonces, a falta de unos minutos para la voladura. Fue corriendo hacia la garita y gritó. Sus colegas estaban demasiado lejos de allí para que pudiera llamar su atención. Buscó la radio y consiguió encenderla al mismo tiempo que llegaba a la entrada de la garita. Curiosamente, no había nadie dentro. La rodeó, desconcertado, y no vio nada. Alzó la vista, miró hacia el bosque. Nada. ¿Habría sido una ilusión óptica? Quizá el calor le había jugado una mala pasada. Empezaba a ser hora de detonar. Miró al cielo. No se veía una nube, el sol era como una lámpara candente sobre la cara. Tenía la boca totalmente seca y la lengua pegada al paladar. Se escuchó el sonido de la radio.
—¿Está todo listo, Morgan?
—Sí. Me ha parecido ver a alguien que se movía en la garita, pero habrán sido figuraciones mías. ¿Habéis visto algo raro?
—No, la cantera está vacía. Pero puedo volver a mirar con los prismáticos, para mayor seguridad. Además, quedan unos minutos.
—Está bien, gracias.
Miró a través de la abertura de la garita mientras esperaba. Le corría el sudor por el cuerpo. Se sentía molesto y no experimentaba la expectación habitual, solo quería que todo terminara cuanto antes y se pudieran ir a comer.
—Hola, Morgan. No veo nada anormal, todo parece tranquilo.
—Bien, entonces vamos a ello.
Cuando volvió a levantar la vista se estremeció. Sin que lo hubiera advertido, un desconocido se había colocado frente a él, justo fuera del hueco de la garita. Se topó con la fría mirada del intruso. Un intruso que de repente lo apuntaba con el cañón de una pistola.
—¿Qué es esto? —dijo tartamudeando.
Las paredes de la estrecha garita se encogieron.
En el bolsillo de Morgan Larsson volvió a oírse la radio.
—Hola, Morgan… ¿Estás ahí? Morgan… ¿Morgan?
—Apágala —le ordenó el desconocido—. Si no, disparo.
Morgan apagó la radio con dedos temblorosos. Quedaron en silencio.
Los pensamientos se amontonaban en el interior de su desconcertado cerebro. Los explosivos tenían que haber detonado ya. La puntualidad era importante, él solía hacerlos estallar en el instante exacto. Se preguntaba cuánto tiempo pasaría hasta que sus dos compañeros reaccionaran ante el hecho de que la radio estuviera apagada y no se hubiera producido la voladura.
La cara de Peter Bovide acudió a su mente. Lo habían matado a tiros dos semanas antes. ¿Ahora le llegaba el turno a él? No tuvo tiempo de pensar nada más antes de que el intruso le alcanzara el cable que había que conectar al detonador.
Le hizo señas para que detonara.
Buscó en el bolsillo el detonador, que no era más grande que un paquete de cigarrillos. Conectó el cable y apretó. El ruido fue ensordecedor. El estallido resonó sobre la cantera polvorienta y solitaria. Los arbustos de alrededor, mustios y cubiertos de polvo blanco, temblaron con el estruendo. Desde el cráter se levantó una enorme nube de polvo, que envolvió la pequeña garita.
El polvo escocía en los ojos, se metía en la boca, se colaba a través de la ropa. Morgan cerró con fuerza los párpados para no ver lo peor, imaginando lo que iba a suceder. Aún se oía el fragor de los enormes bloques de piedra que se desprendían y caían al fondo de la cantera con un estruendo ensordecedor.
El primer disparo quedó ahogado por el ruido de la voladura.
E
l capataz Kjell Johansson bajó lentamente la mano en la que sujetaba la radio, ahora muda. De todos modos, Morgan había ejecutado la voladura, aunque con unos minutos de retraso. Él nunca se demoraba, pero tendría su explicación. Sin embargo, era raro que no contestara por radio. ¿Se la habría dejado en algún sitio? Eso también era poco probable. Por seguridad, solían quedarse allí cinco o diez minutos después de estallar la carga. A veces, las piedras se desprendían mucho después de la detonación.
Había algo que no le cuadraba. Kjell Johansson cogió los prismáticos y echó un vistazo al otro lado para averiguar qué hacía su colega.
Al principio no vio nada. La garita de detonación de Morgan parecía vacía y su camioneta seguía en el mismo sitio. Escudriñó toda la zona, y no dio crédito a lo que veía cuando descubrió una figura vestida de oscuro, que evidentemente no era Morgan, salir de la garita y desaparecer en el bosque. Kjell Johansson volvió a coger la radio sin apartar de sus ojos los prismáticos.
—¡Morgan, joder! Morgan, ¿qué pasa?
No hubo respuesta.
Kjell Johansson llamó a su colega, que se encontraba al otro lado de la cantera.
—Ha pasado algo, Arne. Morgan no contesta y algún cabrón ha pasado a la zona y ha entrado en la garita de detonación. Acabo de verlo salir. Tenemos que ir hasta allí ahora mismo.
C
uando los dos hombres subieron hasta el lado opuesto de la cantera comprendieron inmediatamente que algo grave había ocurrido. La radio de Morgan Larsson estaba en el suelo destrozada.
Se acercaron con cautela a la caseta donde siempre se refugiaba Morgan.
Ambos retrocedieron ante lo que se encontraron. Morgan Larsson yacía en el suelo, con el cuerpo retorcido formando un ángulo extraño. Sus miradas se dirigieron primero al vientre, lleno de sangrientos orificios de bala, en los que en medio del calor ya se agolpaban las moscas y otros insectos.
K
nutas, Karin y Wittberg se dirigían en el mismo coche hacia Slite. Los enormes edificios de la fábrica dominaban la población, situada al noreste de Gotland. La cantera era gigantesca, aparecía al lado de la carretera como un cráter impresionante.
Knutas frenó a la entrada de la fábrica.
El jefe del puerto de Cementa los condujo hasta la parte de la cantera donde habían encontrado el cuerpo.
—¿Podría contarme lo que sepa? —le pidió Knutas mientras cruzaban la verja de hierro que daba acceso al recinto.
—Sí, claro. Morgan era el encargado de la voladura, y en su trabajo contaba con la colaboración de dos compañeros, aunque cada uno de ellos se encontraba a un lado de la cantera, casi a un kilómetro de distancia.
—¿Cómo se mantenían en contacto?
—A través de una radio. La tarea de los otros dos consiste en controlar que no haya gente en la cantera durante la voladura. Como comprenderán, la voladura necesita una potencia enorme para arrancar miles de toneladas de piedra. Justo antes de la detonación, Morgan dijo que le había parecido ver a alguien fuera, junto a su garita, pero luego pensó que eran figuraciones suyas. Como la detonación se demoraba, sus compañeros trataron de llamarlo por la radio, pero no respondió. Uno de ellos vio a través de los prismáticos a una persona que salió de allí corriendo hacia la linde del bosque.
—¿Cómo se llama ese testigo y dónde está ahora? —preguntó Knutas exaltado.
—Kjell Johansson. Estará seguramente en la oficina con el otro compañero que iba con él, Arne Pettersson. Fueron ellos quienes encontraron el cuerpo.
—Pídales que se queden, así podremos hablar con ellos antes de que se vayan de aquí. Es muy importante.
El jefe del puerto llamó a la oficina a través de su radio y dio instrucciones de que los dos testigos tenían que quedarse allí.
—Enseguida llegamos —concluyó.
Primero cruzaron la fábrica, con sus enormes silos, cintas mecánicas, que transportaban grava para su posterior transformación, y hornos rotatorios donde se calcinaba la piedra caliza.
Continuaron en dirección a la cantera grande donde tuvo lugar el asesinato. El coche avanzaba dando tumbos por el camino de grava que discurría como un surco ancho y recto entre las altas paredes de roca.
—¿Conocía bien a Morgan Larsson? —preguntó Knutas.
—Sí. Llevaba trabajando aquí veinte años, casi tantos como yo.
—¿Es difícil para el personal no autorizado acceder a esta zona?
—En realidad es bastante fácil. Como comprenderán no podemos vallar toda la zona de la fábrica y los terrenos próximos a la cantera. Allí arriba hay una amplia zona de bosque, Fila Hajdar, de la que toma su nombre la cantera.
—Es decir, que si uno se encuentra ahí arriba, puede entrar en la cantera y salir de ella sin problemas... ¿Incluso en coche?
—Sí, claro, el bosque está lleno de pequeñas pistas forestales.
Knutas maldijo para sus adentros. El coche continuó subiendo por una cuesta paralela a la entrada de la cantera y aparcó junto a la caseta del encargado de la voladura.
—Está ahí dentro —dijo el jefe del puerto.
La garita, de planta circular y hecha de madera, no tenía más de un metro y medio de superficie. Se quedaron fuera para no destruir las posibles huellas. Morgan Larsson yacía en el suelo de costado y con el rostro vuelto hacia arriba.
Knutas vio inmediatamente que le habían disparado en la cabeza y en el vientre. Exactamente igual que a Peter Bovide. No cabía duda de que estaban ante un doble asesino.