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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Policiaco

Un inquietante amanecer (9 page)

—¿Cuándo empezó todo eso? —preguntó Kihlgård.

—Hace unas semanas.

—¿Y antes nunca había estado amenazado?

—No, que yo sepa.

—Si las llamadas y la sensación de sentirse espiado comenzaron al mismo tiempo, igual había algo de cierto en ello —prosiguió Kihlgård—. Eso refuerza la teoría de que el asesino iba detrás de él. Tendremos que comprobar si hay alguien más que pueda corroborar esa información. Yo puedo hacerme cargo de tirar de ese hilo.

—Bien —dijo Karin—. Lo raro es que su mujer niega haber tenido conocimiento de ello y, al parecer, mantenían una buena relación.

—Puede que él no quisiera preocuparla —arguyó Wittberg—. Tal vez estaba metido en algún asunto turbio y quería mantenerla al margen.

—Puede que sea eso, sí —asintió Karin—. O puede que tal vez debamos concentrarnos en su mujer. Trabaja en un casino en Estocolmo. Y ya se sabe que en el mundo del juego se mueven un montón de tipos sospechosos.

—¿Quieres decir que se podría tratar de una venganza contra ella? —quiso saber Kihlgård.

—Sí; o contra los dos. La mujer quizá sea la siguiente, ¿cómo voy a saberlo? Tendremos que pedir ayuda a la policía de Estocolmo para que interroguen a los compañeros de trabajo de Vendela en el casino.

—¿Peter Bovide no fue condenado por un delito de lesiones? —recordó Wittberg—. Es cierto que fue hace mucho tiempo y solo una vez, pero nunca se sabe. Yo controlaré ese tema.

Karin asintió pensativa e hizo una anotación en su bloc.

—¿Cuánto tiempo llevaban en el cámping?; unos días, ¿no? —continuó Wittberg—. Y él salía siempre por la mañana aproximadamente a la misma hora para correr, siguiendo más o menos el mismo trayecto, ¿verdad?

—Sí —contestó Karin—. Eso me lo ha confirmado su mujer esta mañana cuando la he interrogado.

—Entonces, lo más probable es que el asesino lo haya seguido y tomara nota de lo que solía hacer. Lo cual confirma también el testimonio de su socio, cuando dice que Peter se sentía espiado. Lógicamente, el asesino ha elegido el momento y el lugar más oportunos para matarlo, o sea, la zona más alejada la playa y las seis de la mañana, cuando todo el mundo está en la cama durmiendo.

—O dicho de otra manera: es probable que el asesino estuviera en el cámping al menos durante el fin de semana; puede, incluso, que se alojara allí —concluyó Kihlgård.

—Tendremos que seguir investigando ese asunto —dijo Karin—. Observando el terreno vemos que hay que descender un buen trecho para llegar hasta la playa propiamente dicha.

Erik Sohlman se levantó y mostró un plano.

—El agresor, evidentemente, llegó a pie. Estamos interrogando a los testigos y creemos que alguna persona debería de haberse fijado en él, aunque fuera tan temprano. En esta época del año, la gente sale a cualquier hora del día.

Karin se volvió hacia Sohlman.

—¿Sabemos algo del arma?

—Solo que, a juzgar por las lesiones y los casquillos que hemos encontrado, probablemente se trate de una pistola. Tenemos que esperar a ver lo que dice el SKL.

—Esta tarde haremos varios interrogatorios importantes, ¿no es así, Thomas?

Wittberg refirió las observaciones que había hecho el capitán del primer ferry de la mañana. Karin advirtió que Kihlgård empezaba a revolverse.

—Muy interesante —le dijo a Wittberg al concluir su relato—. ¿No es ya la hora del almuerzo?

P
or una vez, la redacción central actuó con celeridad ante las peticiones de Johan. El martes por la tarde, cuando Pia y él volvían al trabajo, sonó el teléfono. Johan se quedó de una pieza al reconocer la voz. Era Madeleine Haga, reportera de
Noticias Nacionales
. Acaba de llegar a Gotland junto al fotógrafo Peter Bylund y se alojaban en el Hotel Strand.

Acordaron verse en la redacción.

Johan conocía a Madeleine desde hacía años. Una vez, tiempo atrás, estuvieron a punto de tener una aventura, pero la historia terminó antes de empezar. Luego lo trasladaron a Gotland y conoció a Emma. Desde entonces no había existido ninguna otra mujer en su vida.

Cuando Madeleine cruzó la puerta de la redacción local de
Noticias Regionales
, en la calle Östra Hansegatan, de Visby, Johan no pudo evitar sentirse impresionado. Acababa de regresar de pasar las vacaciones en España y estaba espectacular por el bronceado. De baja estatura y morena, vestía una falda vaquera y una camiseta tal vez demasiado escotada para una reportera. Sus grandes ojos castaños brillaban.

—Hola —saludó risueña.

Él se levantó de delante del ordenador y le dio un abrazo. Desprendía un ligero perfume a limón.

—Hola.

El fotógrafo Peter Bylund apareció por detrás. Se dieron un abrazo.

—¡Qué sorpresa! —exclamó Johan—. Verte de vuelta aquí, quiero decir. ¿Qué tal en Rusia?

Peter Bylund había trabajado con Johan un verano varios años antes. El verano que Johan conoció a Emma. Peter también estuvo un poco enamorado de ella.

—Ah, bien; por supuesto, Moscú está muy cambiada respecto a hace diez años, cuando estuve por última vez. Es una ciudad totalmente distinta.

—¿Cuánto tiempo has estado?

—Han sido casi dos años. Una locura, pero así es.

—Luego me cuentas más; qué de puta madre que estés aquí.

—¿Y tú? Bueno, Emma y tú, ¿qué tal? He sabido que habéis tenido un bebé y todo.

—Sí, tenemos una hija, Elin. Acaba de cumplir un año. Es la niña más maravillosa del mundo.

—Joder, me alegro de que seas padre. ¿Quién lo hubiera pensado?

Peter le dio unas palmadas en la espalda.

A Johan se le ensombreció el rostro.

—No me va tan bien, la verdad, es bastante complicado, por decirlo de alguna manera.

—De acuerdo, no tenemos por qué hablar de ello ahora.

Madeleine lo miraba expectante sin decir nada. Peter le dio una palmadita en el hombro.

—¿Cómo nos organizamos?

Pia salió del baño. Saludó a los recién llegados y se sentó ante el ordenador.

—Estamos enviando el material. ¿Queréis echarle un vistazo?

—Por supuesto —dijo Peter, que se había animado al ver a Pia.

Se sentó a su lado. Johan y Madeleine se sentaron al otro.

—Nosotros hoy no tendremos tiempo de hacer nada en condiciones, pero dime si quieres que prepare un reportaje breve para el telediario nacional —se ofreció Madeleine.

Johan se lo pensó. En realidad sería un alivio, él estaba estresadísimo y lo que quería era acabar cuanto antes. Al mismo tiempo, no le gustaba dejar su material así como así a otro reportero. Pero confiaba en Madeleine.

—Hecho.

Grenfors se pondría contento. Johan lanzó una mirada a sus colegas recién llegados; realmente le caían bien los dos.

Se alegraba de que estuvieran allí.

Hamburgo, 15 de julio de 1985

F
altaban cinco horas para que despegara el avión hacia Suecia. Se habían levantado pronto para hacer las maletas. Vera sospechaba que su padre apenas había pegado ojo en toda la noche. A las seis ya lo había oído trajinando en la cocina. Delante de ella, sobre la cama, tenía montones de ropa perfectamente ordenados en filas, listos para meterlos en la mochila.

—Pensad que no necesitáis llevaros mucho equipaje. Y nada de ropa elegante, en absoluto —gritó Oleg desde la cocina—. Vamos a vivir al aire libre: ¡lejos de la civilización!

Vera observó los montones: bragas, sujetadores, biquinis, pantalones cortos, camisetas, unas faldas y vestidos, vaqueros y un jersey grueso.

Sería suficiente, constató, y empezó a guardar las prendas en la mochila.

—¿Qué te llevas?

Tanja asomó la cabeza en la habitación de su hermana mayor.

Llevaba el pelo recogido descuidadamente en un moño, tenía las mejillas encendidas y los ojos brillantes. Tanja estaba casi tan exaltada como su padre con el viaje. A sus diecinueve años, nunca había viajado al extranjero.

—Esto.

Vera hizo un movimiento envolvente con la mano sobre la cama. Tanja miró los montones, comprobó el contenido de la mochila, sacó alguna que otra prenda.

—¿Nada más?

—No, ¿para qué?

—Pero tú y yo saldremos a bailar alguna vez, ¿no? Al menos en Estocolmo o en Visby.

Le dio un empujón a su hermana en el costado.

—Quiero divertirme un poco con los suecos macizos. Ya que vamos allí, no podemos perdérnoslos. ¡Ya sabes que dicen que son los más guapos del mundo!

—¿De verdad lo crees?

—Pero, por Dios, ¿es que no has visto fotos? Las chicas suecas tienen fama mundial. ¿Por qué no van a ser los chicos igual de guapos?

—En eso tienes razón —sonrió Vera abriendo el armario—. Hay que llevar algo bonito, desde luego. Está claro que tú y yo vamos a salir. No me vendrá mal.

Una semana antes, Gotthard había roto con ella inesperadamente. Había conocido a otra chica en sus vacaciones en Portugal. Y para colmo, ¡una sueca!

Vera tenía mala suerte con los chicos, al contrario que su hermana pequeña. En realidad no comprendía por qué. Las dos se parecían mucho, lo que más las diferenciaba era el carácter. Vera era más seria, más reflexiva. Carecía de la espontaneidad de su hermana. A veces deseaba ser como ella: más abierta, más alegre, más accesible. Sobre todo cuando Tanja acaparaba toda la atención, incluso la de sus padres. Aunque eso no tenía que ver solamente con su personalidad. Vera sabía muy bien cuál era el motivo, pero de todos modos le dolía. Tanja padeció leucemia a los trece años y estuvo muy enferma durante bastante tiempo. Sus padres se quedaron paralizados por el susto y la desesperación y le dedicaron todo su tiempo. Vera tuvo que arreglárselas como pudo. Tuvo que sobrellevar sola su propia pena y la preocupación por su hermana.

No obstante, todo acabó bien. Tanja se sometió a un tratamiento intensivo y su cuerpo quedó libre de células cancerígenas. Poco a poco se fue recuperando y se volvió más fuerte y se llenó de energía, incluso más que antes. Vera, lógicamente, estaba muy contenta de que Tanja hubiera superado la enfermedad, pero el cariño y las atenciones de sus padres hacia su hermana se intensificaron una vez se hubo curado.

A veces, cuando su padre estaba sentado, hablando y riendo con Tanja mientras Vera también estaba en la misma habitación, él la miraba de repente, como si la acabara de descubrir y le sorprendiese que ella también estuviera presente. Entonces se mostraba avergonzado, como si se hubiera desenmascarado a sí mismo, lo cual casi empeoraba la situación.

Curiosamente, Vera no le guardaba ningún rencor a Tanja por el hecho de que existiera semejante desequilibrio entre ellas. Ya no. Había sido peor cuando eran pequeñas y pellizcaba a traición a su hermana o hacía comentarios maliciosos para desquitarse al menos un poco. Ahora que las dos eran ya prácticamente adultas, Vera aceptaba la situación. O eso creía. De todos modos, nunca podría competir con Tanja, ni en las atenciones de los hombres ni en las de sus padres, por lo que era preferible rendirse y tratar de ser ella misma. Dejar de compararse con su hermana, pues eso la deprimía. Ahora observaba a Tanja, cuya exaltación y entusiasmo ante el viaje eran contagiosos. Vera la quería realmente, ella no tenía la culpa de que las cosas hubieran ido así.

—De todas formas, eres tú la que atrae a los chicos —dijo suspirando mientras Tanja le iba enseñando camisetas a cuál más atrevida.

—Eso no es verdad. ¡Tú eres guapísima, Vera! Venga, vamos a meter también un poco de ropa de fiesta, no importa lo que diga papá.

—Vale.

Oleg corría de un lado a otro del piso, silbaba y bailaba mientras hacía el equipaje, cogía a Sabina y daba unas vueltas con ella, haciéndola reír a carcajadas. Vera no había visto nunca a su padre tan animado. Durante toda su infancia les había hablado de la isla de Gotska Sandön, de lo hermoso que debía de ser todo aquello: las aves exóticas, las focas, la vegetación; de que su bisabuelo murió allí en un naufragio a pocas millas de una playa que llamaban la Bahía Francesa; que estaba enterrado allí; que se salvaron tres cañones del barco y que estos seguían en la isla. Desde que le concedieron el permiso para viajar casi no había hablado de otra cosa.

—¡Ha llegado el taxi! —gritó su madre desde la cocina.

Dieron una vuelta de inspección al piso por última vez antes de cerrar la puerta tras de sí.

K
arin Jacobsson y Martin Kihlgård bajaron a la pizzería de la esquina para tomar un almuerzo rápido. Contaban con tener que trabajar toda la tarde. Les resultó agradable disponer de un rato para ellos, ya que llevaban mucho tiempo sin verse. Los últimos años habían trabajado juntos en una serie de casos y ambos se sentían bien uno con otro.

Mientras esperaban a que les sirvieran, discutieron qué motivos podía haber tenido el asesino para quitarle la vida a Peter Bovide.

Kihlgård engullía una ensalada encharcada en el aliño y mezclada con trozos de pan a la vez que hablaba.

—Naturalmente, los celos son un motivo posible; un triángulo amoroso. ¿Era fiel Peter Bovide? ¿Quizá mantenía alguna relación extramatrimonial?

—El modo de actuar indica que más bien se trata de una venganza —dijo Karin—. ¿Por qué si no disparar un montón de tiros en el vientre que, evidentemente, eran del todo innecesarios? Como sabemos, lo mató el primero.

—¿Cómo lo sabes? —masculló Kihlgård entre bocado y bocado.

—El médico forense me llamó justo antes de salir.

—¿Ah, sí? ¿Qué dijo?

—Ha fijado la hora del asesinato. Peter Bovide murió alrededor de las seis de la mañana y fue el primer tiro el que le causó la muerte. Han encontrado siete balas alojadas en el abdomen y una en la cabeza. Ya las hemos enviado al SKL, donde han prometido dar preferencia al caso. Casi he conseguido la promesa de que mañana tendríamos más información sobre la munición y el tipo de arma utilizada. Además, el forense me ha explicado que el ángulo del disparo fue oblicuo, de lo cual se desprende que Peter Bovide probablemente estaba sentado o de rodillas cuando le dispararon en la frente.

—¿Ah, sí?

—Sí, a no ser que el asesino estuviese subido en una escalera cuando le disparó, lo que no resulta muy creíble. Cuando recibió los tiros en el vientre yacía en el suelo. Es decir, que la teoría de Sohlman sobre el orden en que se produjeron los disparos es correcta. Primero recibió un tiro en la frente, cayó al suelo como consecuencia de ese disparo y después recibió el resto de balazos en el abdomen.

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