Un inquietante amanecer

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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Policiaco

 

Un campista aparece asesinado a balazos en una playa de la isla de Fårö. Se trata del constructor Peter Bovide, que acaba de iniciar sus vacaciones de verano junto a su familia. La única pista fehaciente que posee la subcomisaria Karin Jacobsson, quien está a cargo del caso mientras su jefe, Anders Knutas, sigue de vacaciones, es el arma con la que se perpetró el crimen: una pistola antigua utilizada por el Ejército soviético durante la Segunda Guerra Mundial. Las averiguaciones llevarán a la policía a desentrañar algunas irregularidades cometidas en la empresa de Bovide que empleaba a inmigrantes ilegales. Karin pronto intuirá que el asesinato podría estar relacionado con el caso nunca resuelto de la desaparición de una turista alemana muchos años atrás.

Mari Jungstedt

Un inquietante amanecer

ePUB v1.0

nemiere
24.03.12

© 2007, Mari Jungstedt

Título original:
I denna ljuva sommartid

Editado originalmente por Albert Bonniers Förlag (Suecia), 21/08/2007

Traducido por Gemma Pecharromán Miguel

Diseño de portada: Alejandro Colucci

Primera edición en castellano: Febrero de 2012

A Ewa Jungstedt,

mi queridísima hermana

Del diario del farero, Isla de Gotska Sandön, agosto de 1864:

La noche del 24 al 25, a las diez horas, naufragó al sureste de la isla el carguero ruso Wsadnick con ciento cuarenta tripulantes a bordo, de los cuales se ahogaron tres oficiales y doce marineros. Todos los demás fueron rescatados. Fuerte temporal de componente este acompañado de lluvias.

Lunes 10 de julio

L
a noche iba dando paso a la mañana. Un coche se dirigía hacia el norte por la carretera principal, que atravesaba la isla de Fårö. La lluvia había cesado. Pesadas nubes cubrían el cielo como un manto gris. Los pájaros no habían dejado de cantar desde las tres de la madrugada, el alba se extendía sobre campos y prados. Entre la bruma se vislumbraban enebros, pinos de formas retorcidas y los muretes de piedra que cercaban las fincas. Las granjas, construidas con piedra caliza de Gotland, parecían moteadas al azar; también se entreveía algún que otro molino de viento cuyas aspas hacía tiempo que habían desaparecido. Los rebaños de ovejas negras se iban desperezando lentamente en los prados. Poco a poco, las ovejas empezaban a pastar la escasa hierba que la tierra árida ofrecía.

En el cámping de Sudersand, al norte de la isla de Fårö, aún reinaba la calma, a pesar de que en esas fechas —era pleno verano— estaba completo. El cámping se extendía a lo largo de los tres kilómetros de playa de arena fina. Caravanas y tiendas de campaña se alineaban a la perfección. Las banderas suecas que adornaban las diferentes entradas colgaban mojadas en sus mástiles. Por todas partes se veían barbacoas y mesas de plástico con copas de vino olvidadas tras la cena de la noche anterior. Las toallas, empapadas por la lluvia de la noche, estaban colgadas con pinzas en tendederos improvisados; había sillas de playa plegables, con telas rayadas de colores alegres; colchonetas hinchables y juguetes. Alguna que otra bicicleta.

En medio del cámping se alzaba una construcción baja de madera con varias puertas: cocina y lavadero, servicios y duchas. Un centro de vacaciones bien organizado, a un paso de la playa.

En una de las caravanas instaladas junto al borde exterior del cámping se despertó Peter Bovide. Abrió los ojos a las cinco en punto. Como de costumbre, comprobó la hora en el reloj que había sobre una estantería al lado de la cama.

Siempre igual. En su mundo no existía el descanso matutino.

Se quedó un rato en la cama mirando el techo, pero pronto comprendió que no podría volver a conciliar el sueño. Tampoco aquella mañana. Tantos años como trabajador de la construcción habían dejado su huella. Aunque, en realidad, no le importaba. Le gustaba disponer de un rato para sí mismo antes de que se despertaran Vendela y los niños. Solía aprovecharlo para salir a correr y hacer luego unos ejercicios de musculación.

Se había pasado parte de la noche escuchando el repiqueteo de la lluvia sobre el techo de chapa de la caravana. No había dormido bien. Parecía que ahora había escampado; la luz suave de la mañana se filtraba a través de los ligeros visillos de algodón.

Miró a su mujer dormida. El edredón se le había deslizado y estaba tumbada de costado. Se estiró cuan larga era; con su metro ochenta, un poco más alta que él. Le pareció
sexy
. Recorrió con la mirada sus piernas esbeltas, la curva de la cadera, y pudo imaginar sus pechos pequeños. Sintió que estaba a punto de tener una erección, pero no era el momento. Los niños dormían cada uno en su pequeña litera. William, de cinco años, con la boca abierta y los brazos plácidamente estirados por encima de la cabeza, como si fuera el amo del mundo. Mikaela, de tres, acurrucada en posición fetal y abrazada a su osito.

Tenían por delante cuatro semanas libres de exigencias y tareas. Primero aquí, en la isla de Fårö, y luego dos semanas en Mallorca. La empresa iba bien últimamente.

—¿Estás despierto? —Cuando se disponía a abrir la puerta, oyó a sus espaldas la voz clara, ligeramente adormilada, de Vendela.

—Sí, cariño. Voy a salir a correr.

—Espera, ven.

Seguía acostada de lado y alargó los brazos hacia él. Peter hundió la cabeza en su pecho cálido y la rodeó con los brazos. En su relación, ella era la fuerte, mientras que él, a pesar de su aspecto vigoroso, resultaba frágil y débil. Nadie más que ellos sabía cómo eran las cosas. Sus conocidos no veían nunca a Peter Bovide cuando lloraba como un niño en los brazos de su mujer durante sus ataques de pánico recurrentes, cuando ella lo tranquilizaba, consolaba y ayudaba a recomponerse. La ansiedad llegaba en oleadas, siempre de improviso, inoportuna como un huésped inesperado. Lo asfixiaba.

Siempre que notaba los síntomas intentaba contenerlos, hacer como si nada, pensar en otra cosa. La mayor parte de las veces fracasaba. Una vez que había comenzado el ataque, normalmente no había manera de pararlo.

Ahora hacía bastante tiempo que no se sentía tan mal, pero sabía que las crisis de angustia volverían. A veces coincidían con la epilepsia que padeció de joven. Los ataques eran ya poco habituales, pero el miedo a sufrirlos estaba siempre presente. Bajo el aspecto de ser una persona segura de sí misma, Peter Bovide tenía miedo.

Cuando conoció a Vendela, su existencia estaba a punto de convertirse en un desastre total. La bebida se había ido adueñando de su vida; descuidaba su trabajo e iba perdiendo progresivamente el contacto con la realidad. No tenía pareja fija, las relaciones duraderas nunca le funcionaban. Ni se atrevía ni deseaba encariñarse en serio con nadie.

Pero con Vendela fue diferente.

Cuando la conoció, seis años atrás en un barco finlandés, se enamoró de ella nada más verla. Era de Botkyrka y trabajaba de crupier en un casino de Estocolmo. Se casaron cuando ella se quedó embarazada tan solo después de medio año de relación, y compraron una vieja casa de campo en las afueras de Slite. La casa necesitaba reformas, por eso la adquirieron a buen precio, y como Peter trabajaba en la construcción podía hacer él mismo la mayor parte de los trabajos de reforma.

Los dos niños nacieron con un intervalo de dos años. Les iba bastante bien. Desde hacía cinco años dirigía una empresa de construcción junto con un antiguo compañero de trabajo, y con el tiempo habían podido contratar a algunos empleados. La empresa iba cada vez mejor y ahora tenían más trabajo del que podían asumir. Aunque últimamente habían surgido algunas complicaciones, no eran tan graves como para que no pudieran gestionarlas.

Los demonios lo perseguían cada vez menos.

Vendela lo abrazó con fuerza.

—No me cabe en la cabeza que vayamos a estar de vacaciones tanto tiempo —le susurró al oído.

—No, joder, qué bien.

Permanecieron un momento en silencio escuchando la respiración acompasada de los niños. Enseguida empezó a sentir en el cuerpo la vieja y conocida angustia.

—Me marcho.

—De acuerdo.

Vendela lo abrazó de nuevo.

—Vuelvo pronto y preparo el café.

F
ue una liberación abandonar el ambiente cerrado de la caravana. Del mar llegaba un olor a algas y a sal. La lluvia había cesado. Aspiró profundamente hasta que el aire le llenó los pulmones y se puso a orinar en la linde del bosque.

Necesitaba correr todas las mañanas. No se sentía bien si no empezaba el día haciendo
jogging
. Había comenzado cuando redujo la bebida, después de conocer a Vendela. Curiosamente, salir a correr funcionaba igual que el alcohol. Necesitaba algún tipo de droga para mantener a raya la ansiedad.

Sintió la suavidad del sendero bajo sus pies. Las dunas se extendían a ambos lados del paisaje entre montículos cubiertos de vegetación. Pronto llegó a la playa. El mar estaba revuelto, y se agitaba formando una corriente tumultuosa. A lo lejos, una bandada de aves marinas hacía equilibrios en la cresta de las olas.

Enfiló hacia el norte en paralelo a la orilla. Las nubes se deslizaban veloces en el cielo plomizo y la arena, tras la lluvia de la noche, estaba dura. No tardó mucho en cubrirse de sudor. Al llegar a la punta dio la vuelta. Correr le ayudaba a aclararse las ideas. Era un descanso para su cabeza.

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