—Ya; quiero saber todo lo que sea posible de Peter Bovide.
—Acudió aquí la noche del 31 de julio de 1985, a las 03.15, para ser exactos —leyó el médico del historial—. Sufría violentas convulsiones. Lo medicamos y lo desintoxicamos. Cuando ingresó aquí tenía una concentración de alcohol en sangre del 1,6.
—Por lo que tengo entendido, ese fue su primer ataque de epilepsia y la causa de su depresión.
—Sí y no, a mí no me gusta expresarlo de esa manera. Es cierto que después de aquello Peter Bovide empezó a asistir a una terapia cognitiva con un psicólogo y un psicoterapeuta. Pero el psicólogo y yo estábamos en contacto todo el tiempo, puesto que a mí me correspondía su tratamiento, desde un punto de vista puramente médico, y los dos observamos esa relación entre la epilepsia y la depresión.
—¿Cómo?
—No es fácil de explicar, pero ambas cosas surgieron al mismo tiempo.
—¿Cuándo, el 31 de julio?
—No, de hecho sufrió el primer ataque de epilepsia una semana antes.
—¿Ah, sí? ¿En qué circunstancias?
—Eso no lo sé, por desgracia. No quiso decirlo. Entonces lo ingresaron en el hospital de Nynäshamn.
—¿Nynäshamn? ¿Por qué estaba allí?
—Quizá estaba de camino o de vuelta a Gotland con el barco. Fue en pleno verano. Estaría de vacaciones.
—Sí, claro. Le agradecería que se pusiera en contacto conmigo si recuerda algo más.
Knutas le agradeció la llamada.
E
l comisario recibió a última hora la información que estaba esperando. La policía de Estonia le comunicó que habían detenido a Ants Otsa, el dueño de la furgoneta blanca, y a dos compañeros, en la casa del primero, en el centro de Tallín. Los tres habían reconocido sin ambages ante la policía que habían trabajado ilegalmente en Suecia para una empresa de Gotland que se llamaba Construcciones Slite. La colaboración con la policía estonia había funcionado mucho mejor de lo esperado. La solicitud de extradición, que por lo general era un trámite complicado, había funcionado de una manera extraordinariamente ágil. El martes volarían hasta Estocolmo para continuar después rumbo a Gotland.
Knutas se retrepó en su silla. Estaba satisfecho de que hubieran detenido a los hombres que probablemente habían agredido a Vendela Bovide, y lo habían amenazado y encerrado a él mismo en un ropero. Quizá los tres, o alguno de ellos, fueran los asesinos de Peter Bovide.
E
l martes, después del almuerzo, llegaron a la comisaría los tres estonios junto con un policía de su país. Habían solicitado los servicios de un intérprete para que les ayudara en el caso de que fuera necesario.
Knutas no pudo participar, puesto que era parte denunciante por lo sucedido en Furillen. Los vio un momento cuando los conducían a la sala de interrogatorios y los reconoció inmediatamente. Una ola de resentimiento le recorrió el cuerpo. Quizá le había afectado más de lo que había querido creer.
Los hombres fueron identificados como Ants Otsa, Andres Sula y Evald Kreem. Se interrogó por separado a cada uno de ellos.
Karin y Wittberg comenzaron con Ants Otsa, el dueño de la furgoneta.
Se acomodaron en una de las salas para interrogatorios de la planta baja de comisaría. El detenido a un lado y Karin al otro. Wittberg, como testigo del interrogatorio, estaba sentado en una silla al fondo de la sala. Ants no tenía más de veintitrés años y parecía nervioso. Su inglés era lo bastante bueno como para que pudieran entenderse sin necesidad de intérprete.
—No tenemos nada que ver con el asesinato de Peter. Nada. Tenéis que comprenderlo —repetía una y otra vez antes de que hubiera empezado el interrogatorio.
—Sí, sí —apremiaba Karin—. Tranquilo. Vamos por partes.
Puso en marcha la grabadora, formuló las preguntas protocolarias habituales y luego se retrepó en la silla y observó la cara aterrorizada del joven sentado al otro lado de la mesa. Era rubio, con la piel pálida y tenía un
piercing
en la lengua. Una bola de tabaco de mascar abultaba su labio superior por un lado. Los ojos de color azul claro parecían vidriosos.
—¿Qué haces aquí en Gotland?
—Trabajo de albañil.
—¿Ilegalmente?
—¿A qué te refieres?
—¿Tienes permiso de trabajo?
—No.
—¿Cuánto tiempo has estado trabajando?
—Seis meses, aproximadamente.
—¿Has trabajado solo para Construcciones Slite?
—Sí.
—Háblame de la obra de Furillen.
—¿Qué?
—¿Cuántos trabajabais allí, por ejemplo?
Ants esquivó la mirada.
—No lo sé con exactitud; nosotros éramos tres de Estonia.
—¿Cuántos obreros más trabajaban en la obra?
—No lo sé, tres o cuatro.
—Está bien. ¿Por qué os llevasteis los electrodomésticos de la casa?
El joven se removió, molesto.
—Porque no nos habían pagado nada. Trabajamos día y noche durante dos meses sin recibir ni un céntimo.
—¿Por qué no os pagaban?
—Peter dijo que nos iba a pagar, pero nunca lo hizo.
—Pero al principio sí cobrabais vuestro salario, ¿no?
—Sí, entonces venía él una vez cada dos semanas y nos pagaba los salarios que habíamos acordado. Luego empezó a poner pegas.
—¿Sabes por qué?
—Nos dijo que estaba esperando dinero de alguien que se había retrasado en el pago y que pronto cobraríamos nuestros salarios, pero no llegaron nunca.
—¿Era siempre Peter quien os pagaba?
—Sí.
—¿Cómo?
—Acudía a la obra.
—¿Recibíais el dinero en efectivo?
—Sí.
—¿Cuánto?
—Ochenta coronas por hora.
—¿Y luego dejó de pagaros?
—Eso es, trabajamos para él en varias obras y no hemos cobrado nada desde hace dos meses.
—Está bien. Volvamos a lo que ocurrió el domingo en Furillen. ¿Por qué encerrasteis al comisario Knutas?
—Sentimos haber tenido que hacerlo. Pero cuando vimos que era policía nos asustamos. Teníamos que volver a casa con nuestras familias. Tenemos esposas e hijos que mantener. Cogimos las cosas de la casa como salario.
—¿Y la agresión? —dijo Karin—. ¿Qué sabes de la agresión que sufrió Vendela Bovide, la mujer de Peter?
Parecía como si Ants estuviera esperando que llegara aquella pregunta.
—No lo planeamos. Estábamos desesperados porque no habíamos cobrado nuestros salarios y Peter había muerto. Y ese otro, Johnny, nos dijo que él no tenía nada que ver en los temas de dinero. Así que la única que podía pagarnos nuestro salario era la mujer de Peter. Habíamos oído que tenían una caja fuerte en casa. No teníamos intención de atizarle, pero Evald perdió el control, se le fue la olla.
—¿Evald? ¿Quieres decir que fue él quien la agredió? ¿Y vosotros dos os quedasteis mirando sin más? ¿O quizá estuvisteis mientras tanto consolando a sus dos hijos pequeños?
A Karin le indignó la manera que tenía aquel hombre de hilvanar evasivas.
Ants bajó la mirada.
—No, no se nos ocurrió pensar que tenía a los niños en casa. Lo siento, pero estábamos desesperados. No sabíamos qué hacer.
Karin y Wittberg se miraron.
—¿Tienes algún arma?
El hombre sentado al otro lado de la mesa negó con la cabeza.
—¿Arma? No.
—¿La tiene alguno de tus compañeros?
—Que yo sepa, no.
—¿Dónde te encontrabas la mañana del día 10 de julio, alrededor de las seis?
—No sé —dijo Ants y por primera vez le tembló la voz.
—Haz memoria, en serio —lo apremió Karin.
—El 10 de julio, por la mañana tan temprano... Entonces dormía en el chamizo, allá en Furillen. Dormíamos allí. Bueno, seguro que me había levantado ya. Solíamos empezar a trabajar a las siete.
—¿Hay alguien que pueda atestiguarlo?
—Sí, mis compañeros que están aquí. Los tres estábamos allí.
—¿Vosotros solos?
—Sí, nosotros éramos los únicos que dormíamos allí.
—¿Así es que no hay ninguna otra persona que pueda confirmar que realmente fue así?
—No.
—En pocas palabras, que carecéis de coartada en el momento del asesinato.
Ants Otsa no respondió; solo miraba fijamente ante sí.
C
uando las dos hermanas pasearon alrededor de la punta de Kyrkudden, en la isla de Gotska Sandön, y vieron la bahía Francesa delante de ellas, se sintieron como dos exploradoras que acabaran de desembarcar en una isla desierta.
Hasta donde alcanzaba la vista, allí no había rastro de vida humana. La playa de arena fina se extendía a lo largo de kilómetros formando un suave arco hasta la punta de Tärnudden, en el extremo opuesto. Pese a que aún era por la mañana ya hacía calor, el sol brillaba en el mar y los únicos seres vivos que se veían eran unos gaviones correteando por la playa. Más arriba se extendía un cinturón de carrizos de tallo corto y, por encima de ellos, tomaba el relevo un bosque de pinos atrofiados. Era casi imposible alejarse más de la civilización.
Se detuvieron un instante para tomar aliento. Las mochilas pesaban, y les dolían los pies después de las tres horas de paseo recorriendo las accidentadas playas de arena y guijarros desde el campamento al otro lado de la isla. Allí se encontraban el terreno para acampar y las pocas cabañas que se alquilaban a los turistas.
Oleg había estado dando vueltas por los alrededores, arrebatado por la felicidad, desde que desembarcaron en la isla unos días antes. Además, Gotska Sandön era más bonita y maravillosa de lo que ninguno de ellos hubiera podido imaginar. Les mostraron el lugar donde se había ahogado el bisabuelo de Oleg, cuando se hundió el carguero ruso
Wsadnick
en medio de una tormenta una noche de agosto de 1864. Habían visitado el cementerio y admirado los cañones rusos que seguían en la playa llamada Bahía Francesa. Aquella era la preferida de las chicas y les habían dado permiso para pasar la noche a la luz de la luna. No estaba permitido acampar.
Empezaron extendiendo los sacos de dormir en mitad de la playa y montando una lona de protección contra el viento, aunque estaba calmo. Las previsiones meteorológicas prometían un maravilloso tiempo de verano para los próximos días y, en general, nada de viento. Una de las mochilas hacía las veces de nevera para guardar la comida, que consistía en rosbif con ensalada de patatas.
Una vez instaladas, se quitaron la ropa y corrieron desnudas a bañarse en el mar. El agua estaba fría y cristalina.
Se bañaron, leyeron y jugaron con las palas todo el día. De vez en cuando pasaba algún paseante, pero se veía desde lejos cuando se acercaba alguien, así que tenían tiempo de ponerse la ropa. Al atardecer se sentaron a contemplar el mar. Se habían llevado a escondidas una botella de vino y la compartieron.
—¡Salud! —dijo Tanja mientras alzaba su vaso de cartón—. ¡Oh!, qué bien se está aquí. Me gustaría quedarme también mañana todo el día.
Vera respondió al brindis.
—Sí, a mí también. Creo que nunca he estado en un lugar más maravilloso.
—Y más solitario. Es como un sueño. Irreal de algún modo. Aquí podría una quedarse toda la vida.
Observaron la superficie del agua. Un barco de vela acababa de doblar la punta.
J
ohan paseaba por las calles de Visby. Era última hora de la tarde y muchas de las tiendas estaban a punto de cerrar, al mismo tiempo que las mesas de los restaurantes se iban llenando poco a poco. Se detuvo en Stora Torget, en un bar, y se sentó a tomar una cerveza fría. A veces disfrutaba mucho de la soledad. Sin nadie que le exigiera nada, podía reposar tranquilo, reflexionando. Sus pensamientos oscilaban entre Emma, Elin y el trabajo.
Apuró el último trago y se levantó. Siguió calle abajo. La pista de las amenazas y la contratación ilegal de mano de obra, que Pia y él rastrearon, y que al principio parecía tan candente, ya se había enfriado. No habían conseguido avanzar más. La noticia de que la policía estaba buscando un arma de fabricación rusa relacionada con el asesinato ya se había filtrado en la prensa. Él no sabía cómo, pero en realidad no era tan raro. Esas cosas ocurren siempre, antes o después. La redacción central ya no estaba tan interesada en el asesinato, otras noticias acaparaban la actualidad. Habían pasado diez días, lo cual era una eternidad en el panorama informativo. Como el asesino no volvió a actuar, los turistas se habían tranquilizado y todo regresó a la normalidad. Los cámpings estaban tan llenos como siempre. Ese verano parecía que se iba a batir también un récord de calor, algo que naturalmente favorecía el turismo.
Muchos de los que viajaban a Gotland se decidían en el último minuto, sobre todo los jóvenes. Ahora, apenas se podía encontrar un hueco libre en las playas más populares después de las once de la mañana.
Tanto Pia como él habían indagado entre los ciudadanos rusos que vivían en Gotland para tratar de averiguar qué contactos rusos podía haber tenido Peter Bovide. El problema era que Grenfors, desde Estocolmo, les entorpecía continuamente pidiéndoles nuevos reportajes, más o menos absurdos. Esa misma mañana había mantenido una fuerte discusión porque el redactor jefe quería que Pia y Johan viajaran hasta Gerum, una zona rural, para entrevistar a un padre que el día anterior había perdido a su hijo, que había bebido alcohol de fabricación y venta ilegal. El hijo estuvo en una fiesta y lo invitaron a beber algún tipo de alcohol de uso industrial. Volvió a casa y se fue a la cama a dormir para no despertar nunca más. El hombre quería hablar ahora en los medios de comunicación para alertar a otros padres. Johan intentó hacerle comprender a Grenfors que, como es lógico, se encontraba en estado de
shock
y no era capaz de calcular las consecuencias que podía tener el aparecer en televisión. Evidentemente, luego todos los periódicos y demás medios querrían conocer más detalles y los periodistas invadirían su casa. Para Grenfors era suficiente con que una persona estuviera dispuesta a aparecer en la pantalla, su responsabilidad no iba más allá, según él. Johan no estaba de acuerdo con él. Habían tenido innumerables peloteras a lo largo de los años sobre lo que era aceptable ética y moralmente en el ejercicio del periodismo.
Pia estaba en la línea de Grenfors y le parecía que era evidente que podían entrevistar al padre, sobre todo teniendo en cuenta que, al parecer, él tenía muy claro que quería hablar en los medios. Todos los demás lo hacen, aseguró ella.