Un par de horas más tarde llegó el momento de pedir la última copa. El restaurante iba a cerrar.
—Pero podemos ir a mi casa —propuso Karin.
Knutas dudó. Empezaba a sentirse algo bebido y al día siguiente, a pesar de que fuera domingo, les esperaba un día de trabajo duro.
—Venga, hombre. Solo una copa, que lo estamos pasando muy bien. Santo cielo, ¿cuántas veces salimos a divertirnos un poco? No hacemos más que trabajar.
—Está bien. Pero solo una copa.
De todos modos no era más que la una y no lo esperaba nadie en casa.
Abandonaron el restaurante y se encaminaron hacia la calle Mellangatan. Knutas llevaba la bicicleta de la mano. Cuando ya estaban casi delante del portal de Karin, Wittberg se paró.
—Oye, que me abro. Al final se me han subido los cubatas a la cabeza y, claro, me siento demasiado borracho. Será mejor que me vaya a casa a dormir.
—¿Y eso? ¿Estás seguro? —dijo Karin—. ¿No vas a venir con nosotros?
—Completamente seguro. Hasta mañana.
Karin miró a Knutas. Él se quedó totalmente confundido; ¿qué iba a hacer ahora?
—¿Quieres subir un rato de todos modos?
—Sí —balbució sintiéndose tan ridículo y tan torpe como un escolar. Pero si era Karin, su vieja compañera de trabajo.
Subieron a la carrera los cuatro pisos. Delante de la puerta, Knutas contuvo la respiración para no desvelar su mala condición física. Últimamente, tampoco había tenido tiempo de hacer el ejercicio básico.
Knutas había estado antes en casa de Karin, aunque hacía ya bastante tiempo. Fue en una fiesta de los compañeros del trabajo.
Había olvidado lo agradable que era aquel apartamento. Tablas anchas de madera en el suelo, techos altos con molduras y estilo rústico mezclado con muebles modernos. Bonito y con gusto. Las vistas tampoco eran para quejarse, pero a esa hora solo se podía adivinar el mar allá fuera en la oscuridad.
—
Good morning
—gritó
Vincent
entusiasmado cuando se encendieron las luces. Knutas tocó con cuidado al papagayo que campaba dentro de una jaula en medio del cuarto de estar.
—Ah, pero si aún lo tienes —le gritó a Karin, que estaba en la cocina.
—Sí, parece que no me voy a deshacer nunca de él.
Karin llegó con una botella de champán y dos copas.
—Uy, no está mal.
—Ah, no sé cuánto tiempo lleva en la nevera. Será mejor que nos lo bebamos. Me encanta el champán. ¿Qué música quieres que ponga?
—¿Tienes algo de Weeping Willows?
—Por supuesto. —Enarcó las cejas agradablemente sorprendida—. Creía que me ibas a pedir algo de Simon & Garfunkel o alguna otra cosa de la Edad de Piedra.
En la comisaría todos se metían con Knutas porque seguía conduciendo su viejo Mercedes y porque se le llenaban los ojos de lágrimas si escuchaba
Bridge Over Trouble dWater
.
Karin se sentó en un sillón, mientras que Knutas, con sus piernas largas, eligió el sofá. Ella encendió unas velas y sirvió el champán bien frío en las copas.
—¡Dios, qué bueno! —exclamó Knutas—. Realmente exquisito.
—¿A que sí? Se debería beber champán más a menudo.
Se quedaron en silencio un momento.
—¿Y cómo te va ahora? —preguntó Knutas fríamente.
—¿Qué? ¿Que cómo estoy? Bien, muy bien, estupendamente.
—Me alegro.
Knutas bebió un trago de champán. ¿Por qué tenía que ser siempre tan reservada? Él se lo contaba casi todo. Ella era la persona con quien más confianza tenía en el trabajo y sabía casi todo de él y de Line. Excepto su última crisis, de la que aún no había tenido tiempo de decirle nada.
Por su parte, él apenas conocía la vida de Karin. Pronto cumpliría los cuarenta, y a él le resultaba atractiva, pero seguía sola año tras año. Nunca le había oído hablar de ningún novio. Él le había preguntado alguna vez, por supuesto, pero ella siempre dejaba muy claro que no quería hablar de ese tema. Por ese motivo evitaba preguntarle por su vida privada. De las cosas triviales y cotidianas, sin embargo, ella hablaba encantada: el fútbol, que ocupaba un sitio preferente en su vida; los amigos y las cosas que hacía. Pero no de cómo se sentía en su interior, ni de sus problemas y mucho menos de su vida amorosa.
La conversación era torpe, como si el hecho de que se encontraran a solas en el piso de Karin en mitad de la noche los intimidara más de lo que ambos hubieran pensado cuando Karin propuso ir a su casa.
—¿Quieres algo de picar?
—Sí, gracias.
Ella se levantó y fue a la cocina. Lo pequeña que era, y lo bonita, pensó él. No se parecía nada a Line. Al momento, volvió con un cuenco de lacitos salados.
—Es todo lo que tengo en casa. Espero que te guste.
Karin se sentó en el sofá a su lado. A Knutas se le secó la boca. Tomó otro trago de champán. Siguieron hablando, pero él apenas podía concentrarse en la conversación. La situación era muy extraña. El comisario carraspeó y miró el reloj.
—Vaya, tendré que ir pensando en recitar el último verso.
Podría haberse mordido la lengua. ¿Cómo podía expresarse de aquella manera tan boba? Como un viejo. Enfadado consigo mismo, se levantó del sofá. Quizá demasiado rápido.
—Ah, sí, claro —dijo Karin retirándose una parte del flequillo de la frente—. Te acompaño hasta la entrada.
En la puerta, él se inclinó para darle un abrazo. Pensó de nuevo en lo bajita que era. En un abrir y cerrar de ojos, Karin lo besó en mitad de la boca. Un beso cálido, fugaz, pero un beso al fin y al cabo.
—Adiós —le dijo Karin, abriendo la puerta del apartamento.
—Adiós. Hasta mañana.
—O hasta luego.
Ella sonrió. ¡Aquel hueco entre los incisivos de nuevo!
A
Emma la despertó su propio grito. La pesadilla terminó con que ella se caía directamente en un profundo precipicio.
Se sentó en la cama sobresaltada. Respiró profundamente y concentró su mirada fuera, en la oscuridad. La cama era grande y calurosa como un desierto solitario. Permaneció un rato totalmente quieta, apenas podía pensar. Experimentó una soledad que se le antojó infinita.
Desde la cuna de Elin no llegaba ningún ruido. De pronto tuvo la sensación de que algo no iba bien. Saltó de la cama dando tumbos y se acercó. Allí estaba, solo con el pañal y las braguitas blancas. Había retirado la mantita con los pies por el calor.
Emma volvió a meterse en la cama. Se quedó mirando fijamente el techo y comprendió que echaba de menos a Johan. Ciertamente, su cuerpo lo había añorado antes, pero la cabeza había dicho no. ¿La habría debilitado la pesadilla? ¿Es que ya no era capaz de pensar con claridad?
Quería llamarlo. Aunque eran las tres y pico, cabía la posibilidad de que aún estuviese despierto; era sábado por la noche. Podía coger un taxi hasta su casa. Dentro de una hora estaría a su lado en la cama. La idea era tan seductora que se levantó y salió apresuradamente al pasillo, buscó el teléfono y marcó el número de su móvil antes de que le diera tiempo de arrepentirse.
Escuchó con el corazón desbocado la sucesión de tonos del teléfono. Uno, dos, tres. Quizá estuviera dormido. Entonces oyó a alguien al otro extremo del auricular. Una voz de mujer.
—Hola, soy Madde al teléfono de Johan.
Emma notó que no había ningún ruido de fondo. Al principio se quedó cortada, no supo qué hacer. La pilló absolutamente desprevenida que le respondiera una mujer. ¿Quién demonios era Madde? Luego cayó: Madeleine Haga, la reportera de los informativos de nacional que trabajaba para
Aktuellt
y
Rapport
. Evidentemente, estaban trabajando en la redacción. Quizá había alguna novedad en el caso del asesinato. El alivio le provocó un poco de vértigo.
—Hola, soy Emma, Emma Winarve. ¿Puedo hablar con Johan?
Sintió un cierto reparo antes de que la mujer contestara.
—Está en la ducha en este momento. ¿Le digo que te llame?
Emma no respondió. Ya había colgado.
L
a investigación por el asesinato de Peter Bovide seguía abierta sin que se hubiera producido el avance deseado. El asesino aún estaba en libertad.
De la inspección realizada por la Oficina Nacional de Delitos Económicos a Construcciones Slite se desprendía que Peter Bovide había aceptado muchos más encargos de los que podía realizar con su plantilla, lo cual reforzó las sospechas de que se servía de mano de obra ilegal. La empresa tenía en aquel momento varias obras en curso: la más grande, la construcción de una casa en Furillen, otra en Stenkyrkehuk y la renovación de un restaurante junto al cámping de Åminne.
El domingo, Knutas decidió ir a echar un vistazo a los tres sitios, si le daba tiempo. Con un poco de suerte encontraría a algún obrero sin pelos en la lengua. Como no tenía prisa ni quería llamar la atención, cogió su propio coche, el viejo Mercedes. En realidad hacía ya tiempo que había dado todo lo que tenía que dar, pero Knutas era incapaz de separarse de él, a pesar de la insistencia de Line. Al final, su mujer se había comprado un coche por su cuenta y riesgo. Él se quedó sorprendido cuando una tarde, al volver a casa después del trabajo, vio el flamante Toyota en la cochera; pero no podía reprocharle nada. Todo tenía un límite, eso hasta Knutas podía comprenderlo.
Para satisfacción de los turistas, seguía el buen tiempo. Parecía como si el sol se hubiera detenido sobre Gotland por una buena temporada, y las playas estaban llenas de gente.
Enseguida llegó a las afueras de la ciudad y Knutas aún fue capaz de disfrutar del idílico paisaje de Gotland que iba recorriendo. En los prados junto a las granjas por las que pasaba pastaba el ganado bien alimentado, las cunetas estaban llenas de amapolas rojas radiantes y de achicoria azul. De vez en cuando, se vislumbraba el mar desde la carretera. Campos ondeantes de cereal e iglesias blancas como la tiza. Knutas amaba su isla y no podía imaginarse en otro lugar. Había vivido siempre allí. Y había tenido suerte de que Line aceptara mudarse; si era sincero, dudaba de que hubiera sido capaz de hacer lo mismo por ella.
De camino hacia Slite llamó al hospital para preguntar por Vendela Bovide. El médico creía que tendría que permanecer ingresada unos días más. La fractura de costillas causaba mucho dolor, pero por lo demás las lesiones eran superficiales. Probablemente sus agresores solo querían asustarla. Knutas se puso malo al recordar cómo la encontraron. Nunca había comprendido que hubiera hombres capaces de pegar a una mujer.
Decidió empezar por la obra de la casa de Furillen. No contaba con que hubiera nadie allí un domingo, aunque en realidad nunca se sabe.
Furillen era una isla árida y solitaria, con una superficie de quinientas hectáreas, situada en el extremo noreste de la costa de Gotland. Tenía una naturaleza variada: bosque denso, playas de arena y de guijarros, rocas, acantilados,
raukar
y landas. Tiempo atrás hubo allí una gran cantera de piedra caliza y aún quedaban vestigios de entonces; entre otros, los edificios de la antigua fábrica.
Unos cuantos entusiastas de Gotemburgo habían convertido la fábrica en un hotel y restaurante. El Ministerio de Defensa disponía de algunos edificios. Por lo demás, Furillen estaba desierta. Un largo puente conducía hasta la isla. Consultó el mapa para ver dónde se levantaba la obra, y vio que era justo por encima de la vieja fábrica; siguió el polvoriento camino de grava calcárea hacia arriba y pasó de largo la instalación. No se veía un alma.
Cuando subió la colina que había detrás del restaurante, disfrutó de una magnífica vista sobre el mar, con Kyllaj, el extremo más oriental de Gotland, a lo lejos. Kyllaj era una pequeña aldea en la bahía de Valleviken que antes vivía de la navegación y de la cantera; en la actualidad, prácticamente solo albergaba turistas.
Descubrió la obra enseguida. En un terreno abierto, con vistas al mar y a los islotes de fuera, se levantaba una casa nueva, que parecía casi terminada. Un lujoso chalé de dos plantas, con revoco en la fachada y ventanas panorámicas que daban al sur. Un garaje de doble puerta, contiguo a la casa y una escalera de caracol, de piedra y con columnas a ambos lados, enmarcaban la entrada principal. Parecía la casa de un nuevo rico, como si quisieran demostrar que tenían dinero para derrochar. Knutas aparcó fuera. No vio a nadie. En la parte de atrás había una enorme terraza de madera construida en varias alturas con piscina cubierta y vistas sobre el mar.
Un barco de pesca estaba entrando en Kyllaj, seguido de una bandada de gaviotas chillonas que a intervalos regulares hacían incursiones en la cubierta. Knutas se sentó en un burro de serrar que había en la obra y empezó a llenar la pipa. La encendió y dio una chupada. Se le vinieron a la retina las imágenes del maltrecho cuerpo de Peter Bovide y del de su mujer. ¿La causa de todo sería el hecho de que Peter Bovide debiera dinero a unos obreros contratados de manera ilegal y no se lo hubiera pagado? Debía de tratarse de más de trescientas mil coronas, pero matar a alguien que te debe dinero parecía una solemne estupidez. Agredir posteriormente a la viuda hacía pensar que el modo de actuar no estaba muy bien planificado. Tal vez se tratara de algo totalmente distinto, pensó Knutas mientras observaba la casa.
Se levantó a mirar por las ventanas y contempló la chimenea de obra, el suelo cubierto de mármol blanco, un cuarto de baño completamente alicatado, con sauna y salida a la terraza. Una cocina reluciente y supermoderna, con todos los electrodomésticos instalados. Mosaicos, azulejos y gres por todas partes. Se preguntó quién iría a vivir allí.
El sonido de un motor que se acercaba rompió el silencio.
Knutas se acercó al borde de la planicie y miró hacia abajo. Por la parte inferior del camino venía una furgoneta grande que giró justo al llegar al hotel y continuó subiendo hacia la obra.
De repente, Knutas no supo qué hacer. Se había acercado a la obra para hablar con los obreros, pero al mismo tiempo no era impensable que el asesino estuviera entre ellos. Él se encontraba completamente solo, sin su arma reglamentaria, y si la situación se ponía fea, no tenía ninguna posibilidad de defenderse. Se maldijo por no haber pedido a nadie que lo acompañara. Lo más inteligente era esconderse y esperar, ver quién o quiénes venían. Miró a su alrededor. ¿Le daría tiempo a esconder el coche? Abrió rápidamente la portezuela y arrancó. El camino continuaba más allá del terreno donde estaba la obra.