—Habrá problemas. Ratchett se pondrá furioso. —Harry Ratchett era el capataz, el hombre que dirigía la mina en representación del propietario—. A lo mejor, se lo dice a sir George y entonces, ¿qué harán contigo?
Mack sabía que su hermana tenía razón y por eso estaba nervioso. Lo cual no le impedía discutir con ella.
—Si me guardo la carta para mí, de nada me servirá —dijo.
—Bueno, se la podrías enseñar a Ratchett en privado. A lo mejor, permite que te vayas discretamente sin que se arme un revuelo.
Mack miró por el rabillo del ojo a su hermana gemela y adivinó que su estado de ánimo no era muy dogmático en aquellos momentos. Parecía preocupada más que combativa. Se sintió invadido por una oleada de afecto hacia ella. Cualquier cosa que ocurriera, Esther siempre estaría a su lado.
Aun así, Mack sacudió tercamente la cabeza.
—Yo no soy el único a quien afecta esta carta. Hay por lo menos cinco chicos que querrían marcharse de aquí si pudieran. ¿Y qué me dices de las futuras generaciones?
Ella le miró con perspicacia.
—Puede que tengas razón… pero ése no es el verdadero motivo. Tú lo que quieres es levantarte en la iglesia y demostrar que el propietario de la mina está equivocado.
—¡No, no es cierto! —protestó Mack. Lo pensó un instante y esbozó una sonrisa—. Bueno, puede que haya algo de verdad en lo que dices. Hemos oído muchos sermones sobre el cumplimiento de las leyes y el respeto que debemos a los que están por encima de nosotros. Ahora resulta que nos han estado engañando desde el principio y precisamente sobre la ley que más nos afecta. Pues claro que quiero levantarme y proclamarlo a los cuatro vientos.
—No les des un motivo para castigarte —le dijo Esther, mirándole con semblante preocupado.
Mack trató de tranquilizarla.
—Procuraré ser lo más educado y humilde que pueda —dijo—. Casi no me vas a reconocer.
—¡Humilde! —dijo Esther con escepticismo—. Ya me gustaría verlo.
—Me limitaré a decir cuál es la ley… ¿qué puede haber de malo en ello?
—Es una imprudencia.
—Lo es, desde luego —admitió Mack—. Pero lo voy a hacer de todos modos.
Cruzaron un cerro y bajaron por el otro lado al valle de Coalpit.
A medida que descendían, el aire se iba notando cada vez más templado. Poco después apareció ante su vista la iglesita de piedra junto al puente que cruzaba el sucio río.
Cerca del cementerio se arracimaban unas cuantas chozas de aparceros. Se trataba de unas construcciones redondas con una chimenea abierta en el centro del suelo de tierra y un agujero en la techumbre para que saliera el humo, con un solo cuarto que compartían las personas y el ganado durante todo el invierno. Las casas de los mineros, un poco más arriba, cerca de los pozos de la mina, eran un poco mejores. Aunque también tenían suelos de tierra y techumbres de turba, todas disponían de un hogar y una chimenea como era debido y de una ventanita con cristales al lado de la puerta. Y los mineros no estaban obligados a compartir el espacio con las vacas. A pesar de ello, los aparceros se consideraban libres e independientes y miraban por encima del hombro a los mineros.
Sin embargo, no fueron las cabañas de los campesinos las que ahora habían llamado la atención de Mack y Esther, induciéndoles a detenerse. Delante del pórtico de la iglesia había un carruaje cerrado con un tronco de dos caballos. Varias damas con miriñaque y estolas de pieles bajaban del vehículo con la ayuda del pastor, sosteniendo en sus manos unos elegantes sombreros con adornos de encaje.
Esther rozó el brazo de Mack y le señaló el puente. Montado en un soberbio caballo zaino de caza con la cabeza vuelta hacia el frío viento, estaba el dueño de la mina, el hacendado del valle sir George Jamisson.
Hacía cinco años que Jamisson no aparecía por allí. Vivía en Londres, que estaba a una semana de viaje en barco y a dos en diligencia. La gente decía que había empezado vendiendo velas y ginebra en una tiendecita de una esquina de Edimburgo y que no era precisamente un dechado de honradez. Más tarde un pariente suyo había muerto joven y sin hijos y él había heredado el castillo y las minas.
Sobre aquella base había creado un imperio empresarial que se extendía hasta lugares tan inimaginablemente lejanos como las Barbados y Virginia y se había convertido en una figura absolutamente respetable que ostentaba los títulos de baronet, magistrado y concejal de Wapping, responsable de la ley y el orden en la zona portuaria de Londres.
Ahora habría querido visitar su finca escocesa en compañía de algunos familiares y amigos.
—Bueno, pues, se acabó —dijo Esther, lanzando un suspiro.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Mack, a pesar de que ya lo adivinaba.
—Ahora ya no podrás leer tu carta.
—¿Por qué no?
—¡Malachi McAsh, no seas tan idiota! —exclamó ella—. ¡No puedes leerla delante del terrateniente!
—Al contrario —dijo testarudamente Mack—. Eso será un acicate.
L
izzie Hallim no quería ir a la iglesia en carruaje. Le parecía una estupidez. El camino desde el castillo de Jamisson estaba lleno de baches y rodadas y los caballones de barro helados eran tan duros como una roca. El viaje sería tan tremendamente movido que el vehículo tendría que avanzar a paso de tortuga y los pasajeros llegarían muertos de frío, magullados y probablemente con retraso. Insistió por tanto en ir a caballo.
Aquel comportamiento tan impropio de una dama era la desesperación de su madre.
—¿Cómo vas a encontrar marido si siempre te comportas como un hombre? —le dijo lady Hallim.
—Encontraré un marido cuando me apetezca —contestó Lizzie. Era cierto: los hombres se enamoraban de ella constantemente—. El problema será encontrar a uno al que pueda aguantar durante más de media hora.
—El problema será encontrar a uno que no se asuste fácilmente —musitó su madre.
Lizzie se rió. Ambas tenían razón. Los hombres se enamoraban de ella nada más verla, pero se echaban rápidamente atrás en cuanto descubrían cómo era realmente. Sus comentarios llevaban años escandalizando a la buena sociedad de Edimburgo. En el baile de su presentación en sociedad, hablando con un trío de ancianas y acaudaladas viudas, había señalado que el gobernador tenía un trasero muy grande y, como consecuencia de ello, su reputación había sufrido un duro golpe. El año anterior su madre la había llevado a Londres en primavera para «presentarla» a la sociedad inglesa. La experiencia había sido un desastre. Lizzie había levantado la voz, se había reído en exceso y se había burlado sin el menor disimulo de los afectados modales y las ajustadas prendas de vestir de los jóvenes lechuguinos que habían intentado cortejarla.
—Eso es porque te has criado sin un hombre en casa —añadió su madre—. Y ahora te has vuelto demasiado independiente.
Lady Hallim subió al carruaje y Lizzie pasó por delante de la pétrea fachada del castillo de Jamisson para dirigirse a las cuadras del lado este. Su padre había muerto cuando ella contaba tres años y, por consiguiente, apenas lo recordaba. Cuando preguntaba de qué había muerto, su madre le contestaba vagamente: «Del hígado».
Las había dejado sin un céntimo y su madre se había pasado muchos años hipotecando pedazos cada vez más grandes de la finca Hallim, en espera de que Lizzie creciera y se casara con un hombre rico que pudiera resolver todos sus problemas. Ahora Lizzie tenía veinte años y había llegado la hora de que cumpliera su destino.
Ése habría sido el motivo de que la familia Jamisson visitara su propiedad de Escocia después de tantos años y de que sus principales invitados fueran sus vecinas, Lizzie y su madre lady Hallim, las cuales vivían a sólo quince kilómetros de distancia. El pretexto de la fiesta era el vigesimoprimer cumpleaños del hijo menor Jay, pero la verdadera razón era el deseo de que Lizzie se casara con Robert, el hijo mayor.
La madre se mostraba favorable al proyecto, pues Robert era el heredero de una gran fortuna. A sir George le interesaba mucho juntar la finca de las Hallim a las tierras de la familia Jamisson y Robert parecía de acuerdo a juzgar por la atención que había prestado a la joven desde su llegada, aunque siempre resultaba un poco difícil adivinar los verdaderos sentimientos de Robert.
La joven le vio de pie en el patio de las cuadras, esperando a que los mozos ensillaran los caballos. Se parecía al retrato de su madre que colgaba en la sala del castillo, una mujer muy seria y poco agraciada, de hermoso cabello, ojos claros y boca firme y decidida. Su aspecto no estaba nada mal: no era demasiado feo, no estaba ni gordo ni delgado, no olía mal, bebía con mesura y no vestía con amaneramiento. Era un buen partido, pensó Lizzie, y si se le declarara, probablemente lo aceptaría. No estaba enamorada, pero sabía cuál era su obligación.
Decidió bromear un poco con él.
—Es muy poco considerado de su parte vivir en Londres —le dijo.
—¿Poco considerado? —preguntó él, frunciendo el ceño—. ¿Por qué?
—Nos deja usted sin vecinos. —Él la miró, todavía perplejo. Por lo visto, no tenía demasiado sentido del humor. Se lo explicó—: No estando usted aquí, no hay ni un alma entre este lugar y Edimburgo.
Una voz a su espalda replicó:
—Aparte de las cien familias de mineros del carbón y las distintas aldeas de aparceros.
—Usted ya sabe a qué me refiero —dijo Lizzie, volviéndose. El hombre que le había dirigido la palabra le era desconocido. Con su habitual desparpajo, le preguntó—: Y, por cierto, ¿quién es usted?
—Jay Jamisson —contestó el joven, inclinando la cabeza—. El hermano más listo de Robert. ¿Cómo ha podido usted olvidarlo?
—¡Ah!
Le habían dicho que había llegado la víspera a última hora, pero no lo había reconocido. Cinco años atrás, Jay tenía varios centímetros menos de estatura, la frente llena de granos y unos cuantos pelitos rubios en la barbilla. Ahora estaba más guapo. Pero entonces no era demasiado listo y Lizzie dudaba mucho que hubiera cambiado a este respecto.
—Le recuerdo —dijo—. Y le he reconocido por su orgullo.
—Ojalá la hubiera tenido a mi lado para poder imitar su ejemplo de humildad y modestia, señorita Hallim —dijo Jay con una sonrisa.
—Hola, Jay —lo interrumpió Robert—. Bienvenido al castillo de Jamisson.
Jay miró a su hermano con semblante súbitamente enfurruñado.
—No te des tantos aires de gran señor, Robert. Aunque seas el hijo mayor, todavía no has heredado la propiedad.
Lizzie intervino diciendo:
—Felicidades por su vigesimoprimer cumpleaños.
—Gracias.
—Es hoy, ¿verdad?
—Sí.
—Bueno, ¿irás a caballo a la iglesia con nosotros? —le preguntó impacientemente Robert a su hermano.
Lizzie vio un destello de odio en los ojos de Jay, a pesar del sereno tono de su voz.
—Sí. Les he dicho que me ensillen una montura.
—Pues entonces será mejor que nos pongamos en marcha. —Robert se volvió hacia las cuadras y dijo, levantando la voz—: ¡Daos prisa!
—Todo listo, señor —contestó un mozo desde el interior.
Momentos después, los mozos salieron, conduciendo tres caballos: una robusta jaca negra, una yegua baya y un castrado gris.
—Supongo que estas bestias se las habréis alquilado a algún tratante de Edimburgo —dijo Jay en aparente tono de crítica.
Pero se acercó al castrado, le acarició el cuello y permitió que le hocicara su chaqueta azul de montar. Lizzie observó que Jay se sentía a gusto con los caballos y les tenía cariño. Montó a mujeriegas en la jaca negra y salió trotando del patio.
Los hermanos la siguieron, Jay a lomos del castrado y Robert a los de la yegua. El viento empujaba el aguanieve contra los ojos de Lizzie y la capa de nieve del suelo hacía que el camino resultara muy peligroso, pues ocultaba unos baches de más de treinta centímetros de profundidad en los que los caballos tropezaban a cada paso.
—Vamos por el bosque —dijo Lizzie—. Es más abrigado y el suelo no es tan irregular.
Sin esperar a que los demás estuvieran de acuerdo, apartó su montura del camino y se adentró en el centenario bosque.
Bajo los altos pinos, el suelo del bosque estaba libre de maleza.
Los riachuelos y las zonas pantanosas se habían helado y la tierra aparecía cubierta por una especie de polvillo blanco. Lizzie lanzó la jaca a medio galope. A los pocos segundos, el castrado se le adelantó.
Levantó la vista y vio una sonrisa de desafío en el rostro de Jay: la estaba retando a una carrera. Animó con la voz y espoleó a la jaca, la cual salió disparada.
Cabalgaron a través de los árboles, agachando la cabeza para no chocar con las ramas más bajas, saltando sobre los troncos caídos y chapoteando imprudentemente en los arroyuelos. El caballo de Jay era más grande y hubiera sido más rápido al galope, pero las patas más cortas de la jaca y su esqueleto más ligero estaban mejor adaptados al terreno y, poco a poco, Lizzie lo dejó rezagado. Cuando ya no pudo oír el caballo de Jay, aminoró el paso y detuvo a
Jock
al llegar a un claro.
Jay le dio rápidamente alcance, pero no se veía ni rastro de Robert. Lizzie pensó que era demasiado sensato como para arriesgar el pellejo en una absurda carrera. Ella y Jay cabalgaron al paso el uno al lado del otro, tratando de recuperar el resuello. Las monturas les daban calor con su cuerpo.
—Me gustaría hacer una carrera con usted en línea recta —dijo Jay entre jadeos.
—Montando a horcajadas, yo le ganaría —contestó Lizzie.
El joven la miró levemente escandalizado. Todas las mujeres bien criadas montaban a mujeriegas. Montar a horcajadas era considerado vulgar en una mujer. A Lizzie le parecía una estupidez y, cuando estaba sola, montaba como un hombre.
Estudió a Jay por el rabillo del ojo. Su madre Alicia, la segunda esposa de sir George, era una encantadora rubia y Jay había heredado sus ojos azules y su cautivadora sonrisa.
—¿Qué hace usted en Londres? —le preguntó Lizzie.
—Sirvo en el Tercer Regimiento de la Guardia de Infantería. —Su voz adquirió un tinte de orgullo cuando añadió—: Me acaban de ascender al grado de capitán.
—Muy bien, pues, capitán Jamisson, ¿qué es lo que hacen ustedes los valientes soldados? —dijo ella en tono burlón—. ¿Hay alguna guerra en Londres en estos momentos? ¿Hay enemigos a los que matar?
—Tenemos más que suficiente con mantener bajo control a la chusma.