Un lugar llamado libertad (7 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

—¿Y qué será de mí? —preguntó Esther con un hilillo de voz.

—Tú será mejor que trabajes para Jimmy Lee. Es un buen picador y está buscando desesperadamente otro cargador. Y Annie…

Esther lo interrumpió.

—Quiero ir contigo.

Mack la miró sorprendido.

—¡Nunca lo habías dicho!

Esther levantó un poco más la voz.

—¿Por qué crees que no me he casado? Porque, si me caso y tengo hijos, jamás podré salir de aquí.

Esther era efectivamente la soltera de más edad de Heugh, pero Mack siempre había pensado que no había nadie que le gustara. En todos aquellos años jamás se le había ocurrido pensar que su hermana deseaba en su fuero interno escapar de allí.

—¡Nunca lo supe!

—Tenía miedo y lo sigo teniendo, pero, si tú te vas, yo iré contigo.

Mack vio la desesperación de sus ojos y lamentó con toda su alma decirle que no, pero tuvo que hacerlo.

—Las mujeres no pueden ser marineros. No tenemos dinero para pagar el pasaje y a ti no te permitirían trabajar. Te tendría que dejar en Edimburgo.

—¡No pienso quedarme aquí si tú te vas!

Mack quería mucho a su hermana. Siempre se habían apoyado el uno al otro en todos los conflictos, desde las peleas infantiles hasta las discusiones con sus padres y las disputas con la dirección de la mina. Aunque ella no estuviera enteramente de acuerdo con la actuación de su hermano, siempre lo defendía como una leona. Mack hubiera deseado poder llevarla consigo, pero la fuga de dos hubiera planteado más dificultades que la de uno solo.

—Quédate aquí un poco más, Esther —le dijo—. Cuando llegue a donde voy, te escribiré. En cuanto consiga trabajo, ahorraré dinero y mandaré por ti.

—¿De veras?

—¡Sí, tenlo por seguro!

—Júralo con un escupitajo.

—¿Que lo jure con un escupitajo?

Lo solían hacer de niños para sellar un pacto.

—¡Quiero que lo hagas!

Mack comprendió que hablaba en serio. Escupió en la palma de su mano, alargó el brazo sobre la mesa y estrechó fuertemente la mano de Esther.

—Juro que mandaré por ti.

—Gracias —dijo Esther.

6

H
abían organizado una montería para la mañana siguiente y Jay decidió participar. Estaba deseando matar algo.

No desayunó, pero se llenó los bolsillos de bolitas de gachas de avena empapadas en whisky y salió para echar un vistazo al tiempo.

El día ya empezaba a clarear y, aunque el cielo estaba encapotado, el nivel de las nubes era muy alto y no llovía: podrían ver hacia dónde disparaban.

Se sentó en los peldaños de la entrada principal del castillo y colocó un nuevo pedernal en el mecanismo de disparo de su arma, ajustándolo con un suave trozo de cuero. A lo mejor, si matara unos cuantos ciervos, conseguiría desahogar la rabia que sentía, pero la verdad era que hubiera preferido matar a su hermano Robert.

Se sentía orgulloso de su arma, un pedreñal de avancarga con un cañón español con incrustaciones de plata, fabricado por Griffin de Bond Street. Era muy superior al tosco «Brown Bess» que utilizaban sus hombres. Amartilló el arma y apuntó contra un árbol del otro lado del prado. Ajustando la mira por encima del cañón, se imaginó a un enorme ciervo con las gigantescas astas extendidas.

Le hundió una bala en el pecho justo detrás del hombro donde latía el gran corazón. Después cambió la imagen y vio a su hermano en la mira: el obstinado Robert, codicioso e incansable, con su negro cabello y su lozano rostro de hombre bien alimentado. Apretó el gatillo. El pedernal golpeó el acero y se produjo una satisfactoria lluvia de chispas, pero no había pólvora en la cazoleta ni bala en el cañón.

Cargó el arma con manos firmes. Utilizando el dispositivo de medición de la boquilla de su recipiente de pólvora, echó exactamente setecientos cincuenta centigramos de pólvora negra en el cañón, se sacó la bala del bolsillo, la envolvió en un trozo de lienzo de lino y la introdujo en el cañón. Después soltó la baqueta de debajo del cañón y la utilizó para empujar la bala hasta el fondo. La bala medía media pulgada de diámetro y podía matar a un venado adulto desde una distancia de cien metros: machacaría las costillas de Robert, le traspasaría el pulmón y le desgarraría el músculo del corazón, matándolo en cuestión de segundos.

Oyó la voz de su madre.

—Hola, Jay.

Se levantó y le dio un beso de buenos días. No la había vuelto a ver desde la víspera en que había lanzado una maldición contra su padre y se había retirado hecha una furia. Ahora se la veía triste y cansada.

—No has dormido muy bien, ¿verdad? —le preguntó en tono comprensivo.

—He tenido noches mejores —contestó Alicia.

—Pobre madre.

—No hubiera tenido que maldecir a tu padre.

—Le debiste de querer… —dijo Jay en tono vacilante—… en otros tiempos.

Su madre lanzó un suspiro.

—No lo sé. Era guapo y rico, tenía el título de baronet y yo quería ser su esposa.

—Pero ahora lo odias.

—Sí, desde que empezó a favorecer a tu hermano, anteponiéndole a ti.

Jay estaba profundamente dolido.

—¡Robert tendría que comprender lo injusto que es todo esto!

—Estoy segura de que en lo más hondo de su corazón lo comprende. Pero me temo que Robert es un joven muy codicioso y lo quiere todo para él.

—Siempre ha sido igual. —Jay recordó que, de niño, Robert sólo era feliz cuando podía apoderarse de sus soldaditos de juguete o de su trozo de pastel de ciruelas—. ¿Recuerdas a
Rob Roy
, la jaca que tenía Robert?

—Sí, ¿por qué?

—Él tenía trece años y yo ocho cuando se la regalaron. Yo deseaba tener una… porque ya entonces montaba mejor que él. Sin embargo, jamás me la dejó montar. Cuando no le apetecía montarla, en lugar de cedérmela a mí, mandaba que un mozo le hiciera hacer ejercicio mientras yo miraba.

—Pero tú montabas los demás caballos.

—A los diez años, ya había montado todo lo que había en las cuadras, incluyendo los caballos de caza de nuestro padre. Pero no a
Rob Roy
.

—Vamos a dar un paseo por la calzada.

Alicia lucía un abrigo forrado de piel con capucha y Jay llevaba una capa a cuadros escoceses. Cruzaron el prado, pisando la hierba cubierta de escarcha.

—¿Por qué es así mi padre? —preguntó Jay—. ¿Por qué me odia?

Su madre le acarició la mejilla.

—No te odia —le dijo—, aunque se te puede perdonar que lo pienses.

—Pues entonces, ¿por qué me trata tan mal?

—Tu padre era muy pobre cuando se casó con Olive Drome. Tenía una tiendecita en un barrio bajo de Edimburgo. Este lugar que ahora se llama castillo de Jamisson pertenecía a un primo lejano de Olive, un tal William Drome. William era soltero y vivía solo. Cuando se puso enfermo, Olive vino aquí para cuidarle y él se lo agradeció tanto que cambió el testamento, dejándoselo todo a ella, pero, a pesar de los cuidados, el primo murió.

Jay asintió con la cabeza.

—He oído contar la historia más de una vez.

—El caso es que tu padre piensa que esta propiedad pertenece realmente a Olive y, de hecho, es el fundamento sobre el cual se ha construido todo su imperio empresarial. Y, lo que es más, la minería sigue siendo la más rentable de sus empresas.

—Según él, es lo más seguro —dijo Jay, recordando la conversación de la víspera—. El negocio de los barcos es más variable y arriesgado; en cambio, el carbón no se acaba jamás.

—Sea como fuere, tu padre cree que se lo debe todo a Olive y piensa que el hecho de darte algo a ti sería una ofensa a su memoria.

Jay sacudió la cabeza.

—Tiene que haber algo más que eso. Me da la impresión de que no sabemos toda la historia.

—Puede que tengas razón. Yo te he dicho todo lo que sé.

Llegaron al final de la calzada y dieron la vuelta en silencio. Jay se preguntó si sus padres pasaban alguna noche juntos. Él creía que sí.

Su padre debía de pensar que, tanto si le amaba como si no, Alicia era su mujer y, por consiguiente, tenía derecho a utilizarla para desahogarse. La idea le pareció desagradable.

Al llegar a la entrada del castillo su madre le dijo:

—Me he pasado toda la noche tratando de encontrar algún medio de favorecerte y, hasta ahora, no lo he encontrado. Pero no pierdas la esperanza. Algo se me ocurrirá.

Jay siempre había confiado en la fuerza de su madre, la cual era capaz de plantarle cara a su padre y conseguir de él cualquier cosa que quisiera. Lo había convencido incluso de que le pagara sus deudas de juego, pero esta vez Jay temía que fracasara.

—Mi padre ya ha decidido no darme nada. Sabía lo que yo sentiría y, sin embargo, tomó la decisión. De nada servirán las súplicas.

—No pensaba suplicarle —replicó secamente su madre.

—Pues entonces, ¿qué?

—No lo sé, pero no me doy por vencida. Buenos días, señorita Hallim.

Lizzie estaba bajando los peldaños de la entrada principal del castillo vestida con atuendo de caza. Parecía un pequeño duende con su capa negra de piel y sus botas de cuero.

—¡Buenos días! contestó, mirando con una sonrisa a Jay como si se alegrara mucho de verle.

Su sola presencia bastó para animar a Jay.

—¿Va usted a venir con nosotros? —le preguntó el joven.

—¡No me lo perdería por nada del mundo!

Era insólito, pero perfectamente aceptable, que las mujeres participaran en las cacerías y Jay, conociendo a Lizzie tal como la conocía, no se sorprendió de que quisiera ir con los hombres.

—¡Estupendo! —le dijo—. Añadirá usted un curioso toque de refinamiento y estilo a una expedición que, de otro modo, podría ser excesivamente dura y masculina.

—No esté demasiado seguro —le dijo ella.

—Yo me voy —dijo la madre de Jay—. Que tengan ustedes una buena cacería.

—Siento mucho que se estropeara la fiesta de su cumpleaños —dijo Lizzie en cuanto Alicia se hubo retirado, estrechando comprensivamente el brazo de Jay—. Puede que esta mañana consiga olvidar sus preocupaciones durante una hora.

—Lo procuraré —contestó Jay, sonriendo.

Lizzie olfateó el aire como si fuera una raposa.

—Un fuerte viento del sudoeste —dijo—. Justo lo que necesitamos.

Hacía cinco años que Jay no participaba en una cacería del venado rojo, pero recordaba muy bien todos los requisitos. A los cazadores no les gustaba un día sin viento en que una repentina brisa caprichosa podía empujar el rastro de los hombres hacia la ladera del monte y provocar la huida de los venados.

Un guardabosque dobló la esquina del castillo con dos perros sujetos con correas y Lizzie se acercó para acariciarlos. Jay la siguió alegremente. Al volver la cabeza, vio a su madre a la entrada del castillo, mirando a Lizzie con una extraña y dura expresión inquisitiva.

Los perros pertenecían a una raza de patas largas y pelaje gris que a veces se llamaba galgo escocés
Highland
y, a veces, galgo irlandés
Wolfhound
. Lizzie se agachó y les habló, primero al uno y después al otro.

—¿Este es
Bran
? —le preguntó al guardabosque.

—El hijo de
Bran
, señorita Elizabeth —contestó el hombre—.
Bran
murió hace un año. Este es
Busker
.

Los perros se mantendrían bien apartados de la cacería y sólo se soltarían cuando se hubieran efectuado los disparos. Su misión era perseguir y acorralar a cualquier venado herido, pero no abatido por los disparos del cazador.

Los restantes componentes del grupo salieron del castillo: Robert, sir George y Henry. Jay miró a su hermano, pero Robert apartó los ojos. Su padre lo saludó con una breve inclinación de cabeza, casi como si hubiera olvidado los acontecimientos de la víspera.

En el lado este del castillo los guardabosques habían colocado un blanco, un tosco venado hecho de lona y madera. Cada uno de los cazadores efectuaría unos cuantos disparos contra él para ensayar la puntería. Jay se preguntó si Lizzie sabría disparar. Muchos hombres decían que las mujeres no podían disparar porque sus brazos eran demasiado débiles para sostener las pesadas armas o porque carecían de instinto asesino o por cualquier otra razón. Sería interesante ver si era verdad.

Primero dispararon todos desde cincuenta metros de distancia. Lizzie lo hizo en primer lugar y dio perfectamente en el blanco, en el punto preciso, justo detrás del hombro del animal. Jay y sir George también lo hicieron. Los disparos de Robert y Henry dieron mucho más atrás y hubieran dejado herido al animal, permitiendo que este se escapara y sufriera una lenta y dolorosa agonía.

Volvieron a disparar desde setenta y cinco metros. Para asombro de todos, Lizzie dio nuevamente en el blanco. Lo mismo hizo Jay. Sir George alcanzó al animal en la cabeza y Henry en los cuartos traseros. Robert falló por completo y su bala fue a dar en el muro de piedra del huerto de la cocina.

Al final, probaron desde cien metros, el alcance máximo de sus armas. Lizzie volvió a dar en el blanco y Robert, sir George y Henry fallaron por completo. Jay, que iba a disparar en último lugar, estaba firmemente decidido a no dejarse derrotar por la chica. Se lo tomó con calma, respiró hondo, apuntó cuidadosamente, contuvo la respiración y apretó suavemente el gatillo… rompiendo la pata posterior del blanco.

Y eso que las mujeres no sabían disparar. Lizzie los había vencido a todos. Jay estaba admirado.

—Supongo que no querrá usted incorporarse a mi regimiento, ¿verdad? —le dijo Jay en tono de chanza—. Pocos hombres son capaces de disparar así.

Los mozos sacaron a las jacas de las cuadras. Las jacas
Highland
tenían las patas más firmes que los caballos en terreno accidentado.

Los jinetes montaron y abandonaron el patio.

Mientras bajaban al valle, Henry Drome trabó conversación con Lizzie. Sin nada con qué distraerse, Jay volvió al tema del rechazo de su padre, el cual le ardía en el estómago como una úlcera. Pensó que no hubiera tenido que esperar otra cosa, pues su padre siempre había favorecido a Robert, pero el hecho de no ser un bastardo sino el hijo de lady Jamisson había dado alas a su insensato optimismo, induciéndole a creer que esta vez su padre sería justo con él. Sin embargo, su padre jamás había sido justo.

Pensó que ojalá fuera hijo único y deseó la muerte de Robert. Si aquel día su hermano sufriera un accidente y muriera, se acabarían todas sus preocupaciones.

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