Estaba claro que sir George le habría prestado dinero. Por regla general, el hacendado solía ser muy duro con sus deudores: o pagaban o iban a la cárcel. Ahora, sin embargo, contestó:
—Lo comprendo, Henry. Los tiempos son muy difíciles. Págueme cuando pueda.
Jay se quedó boquiabierto de asombro, pero enseguida comprendió por qué motivo su padre se mostraba tan benévolo. Drome era pariente de Olive, la madre de Robert, y su padre era magnánimo con Henry por ella. Jay se sintió tan asqueado que se apartó de ellos.
Las damas regresaron al salón. La madre de Jay reprimió una sonrisa como si guardara un secreto muy divertido. Antes de que el joven pudiera preguntarle qué era, entró otro invitado, un desconocido vestido con un traje gris de clérigo. Alicia le dirigió unas palabras y después se acercó con él a sir George.
—Te presento al señor Cheshire —le dijo—. Ha venido en sustitución del pastor.
El recién llegado, un joven con gafas y una anticuada peluca rizada, tenía la cara picada de viruelas. Aunque sir George y los hombres de cierta edad seguían llevando peluca, los más jóvenes raras veces lo hacían y Jay jamás la llevaba.
—El reverendo York le envía sus excusas —dijo el señor Cheshire.
—Faltaría más —contestó sir George, alejándose sin miramientos.
Los jóvenes clérigos desconocidos le importaban un bledo.
Todos pasaron al comedor. Los aromas de la comida se mezclaban con el olor a moho y humedad de los viejos y pesados cortinajes.
En la alargada mesa se había dispuesto un exquisito surtido de viandas: carne de venado, buey y jamón; un salmón entero asado y varios tipos de empanadas. Sin embargo, Jay apenas pudo comer. ¿Le cedería su padre la propiedad de Barbados? En caso contrario, ¿qué le daría? Le resultaba muy difícil estar allí comiendo carne de venado como si tal cosa cuando todo su futuro estaba a punto de decidirse.
En cierto modo, Jay apenas conocía a su padre. A pesar de que vivían juntos en la casa familiar de Grosvenor Square, sir George estaba siempre en el almacén del centro de la ciudad con Robert. Por su parte, él se pasaba todo el día con su regimiento. A veces, coincidían brevemente a la hora del desayuno o a la hora de cenar… aunque muchas veces sir George cenaba en su estudio mientras echaba un vistazo a los periódicos. Jay no podía adivinar lo que haría su padre.
Jugueteó con la comida y esperó.
El señor Cheshire resultó ser un hombre ligeramente conflictivo.
Eructó ruidosamente dos o tres veces, derramó su copa de clarete y Jay le sorprendió mirando sin disimulo el escote de la dama que tenía a su lado.
Se habían sentado a la mesa a las tres de la tarde y, cuando las damas se retiraron, el día invernal ya estaba declinando hacia la oscuridad del crepúsculo. Tan pronto como los hombres se quedaron solos, sir George se removió en su asiento y soltó una volcánica ventosidad.
—Así está mejor —dijo.
Un criado entró con una botella de oporto, una caja de tabaco y un estuche de pipas de arcilla. El joven clérigo llenó una pipa y dijo:
—Lady Jamisson es una dama espléndida, sir George, con su permiso. Francamente espléndida.
Parecía un poco bebido, pero, aun así, semejante comentario no se podía pasar por alto. Jay salió en defensa de su madre.
—Le agradeceré que no hable más de lady Jamisson —le dijo fríamente.
El clérigo acercó una cerilla a su pipa, inhaló y empezó a toser.
Estaba claro que jamás en su vida había fumado. Las lágrimas asomaron a sus ojos, jadeó, balbuceó y volvió a toser. La tos lo sacudió con tal fuerza que la peluca y las gafas se le cayeron… y entonces Jay vio inmediatamente que no era un clérigo y soltó una sonora carcajada. Los demás le miraron con curiosidad. Aún no habían visto nada.
—¡Miren! —dijo Jay—. Pero ¿es que no ven quién es?
Robert fue el primero en darse cuenta.
—¡Dios bendito, es la señorita Hallim disfrazada!
Se produjo una pausa de sobrecogido silencio. Después, sir George se empezó a reír y los otros, comprendiendo que se lo estaba tomando a broma, también se rieron.
Lizzie tomó un sorbo de agua y tosió un poco más. Mientras la joven se recuperaba, Jay admiró su disfraz. Las gafas ocultaban sus brillantes ojos oscuros y los rizos laterales de la peluca oscurecían en parte su bello perfil. Un blanco calcetín de hilo le ensanchaba el cuello y cubría la delicada piel femenina de su garganta. Había utilizado carbón o algo por el estilo para conferir a sus mejillas un aspecto cacarañado y se había pintado unos pelillos en la barbilla como si fueran la barba de un jovenzuelo que no se afeitara todos los días. En las sombrías estancias del castillo en una nublada tarde de invierno en Escocia, nadie había conseguido ver el disfraz.
—Bueno, ha demostrado usted que se puede hacer pasar por un hombre —dijo sir George cuando la joven dejó de toser—. Pero todavía no puede bajar a la mina. Vaya en busca de las otras damas y le haremos a Jay su regalo de cumpleaños.
Por un instante, Jay había olvidado su zozobra, pero ahora le dio un vuelco el corazón al pensar en ella.
Se reunieron con las damas en el vestíbulo. La madre de Jay y Lizzie se estaban partiendo de risa. Por lo visto, Alicia conocía el secreto y ésta había sido la causa de su enigmática sonrisa antes del almuerzo. En cambio, la madre de Lizzie no sabía nada y estaba muy seria. Sir George se adelantó hacia la entrada principal de la casa. Ya estaba casi oscuro y había dejado de nevar.
—Aquí tienes —dijo sir George—. Éste es tu regalo de cumpleaños.
Delante de la casa un mozo sujetaba el caballo más hermoso que Jay hubiera visto en su vida. Era un soberbio semental blanco de unos dos años de edad, con los esbeltos perfiles de un purasangre árabe. La presencia de la gente lo ponía nervioso, por cuyo motivo empezó a brincar hacia un lado, obligando al mozo a sujetarlo por la brida para calmarlo. Tenía una mirada salvaje y Jay comprendió inmediatamente que correría como el viento.
Estaba absorto en la contemplación del animal, cuando la voz de su madre le cortó los pensamientos como un cuchillo.
—¿Eso es todo? —preguntó Alicia.
—Vamos, Alicia —dijo sir George—, espero que no empieces a amargarnos la fiesta…
—¿Eso es todo? —repitió ella con el rostro torcido en una mueca de cólera.
—Si —reconoció sir George.
A Jay no se le había ocurrido pensar que su padre le había hecho aquel regalo en sustitución de la finca de Barbados. Miró fijamente a sus padres y, al comprenderlo, se sintió tan dolido que no pudo decir nada.
Pero su madre habló por él. Jay jamás la había visto tan furiosa.
—¡Este es tu hijo! —dijo Alicia sin poder dominar la estridencia de su voz—. Acaba de cumplir veintiún años… tiene derecho a una parte de la herencia en vida… ¿Y tú le das un caballo?
Los invitados contemplaban la escena con horrorizada fascinación.
Sir George enrojeció de cólera.
—¡A mí nadie me dio nada cuando cumplí los veintiún años! —replicó enfurecido—. No heredé tan siquiera un par de zapatos…
—Vamos, por el amor de Dios —dijo despectivamente Alicia—. Todos sabemos que, cuando tu padre murió, tú tenías catorce años y tuviste que ponerte a trabajar en un taller para mantener a tus hermanas… pero eso no es motivo para que le hagas pasar miseria a tu propio hijo, ¿no crees?
—¿Miseria? —replicó sir George, extendiendo las manos como si quisiera abarcar el castillo, la hacienda y el tren de vida que llevaban—. ¿Qué miseria?
—Tiene que independizarse… dale la finca de Barbados, por Dios.
—¡Esa es mía! —protestó Robert.
A Jay se le destrabó finalmente la lengua.
—La plantación nunca se ha administrado como es debido —dijo—. Yo la dirigiría más bien como un regimiento, conseguiría que los negros trabajaran más y resultara más rentable.
—¿Crees de veras que lo podrías hacer? —le preguntó su padre.
A Jay le dio un vuelco el corazón: a lo mejor, su padre cambiaría de idea.
—¡Por supuesto que sí! —contestó con ansia.
—Bueno, pues, yo no —dijo secamente su padre.
Jay sintió algo así como un puñetazo en el estómago.
—No creo que tengas la menor idea acerca de cómo se administra una plantación o cualquier otro negocio —graznó sir George—. Creo que estás mejor en el Ejército donde te limitas a hacer lo que te mandan.
Jay se quedó anonadado al oír las palabras de su padre.
—Nunca montaré este caballo —dijo, contemplando el precioso semental blanco—. Te lo puedes guardar.
—Robert heredará el castillo, las minas de carbón, los barcos y todo lo demás… ¿le vas a dar también la plantación? —dijo Alicia.
—Es el hijo mayor.
—Jay es más joven, pero es también hijo tuyo. ¿Por qué tiene Robert que quedarse con todo?
—Por su madre —contestó sir George.
Alicia miró fijamente a sir George y justo en aquel momento Jay se dio cuenta de que su madre odiaba a su padre. «Y yo también —pensó—. Odio a mi padre».
—Pues entonces, maldito seas —dijo Alicia entre los escandalizados murmullos de los invitados—. Maldito seas por siempre.
Dicho lo cual, dio media vuelta y volvió a entrar en la casa.
L
os gemelos McAsh vivían en una casa de una sola habitación y veinte metros cuadrados de superficie. A un lado había una chimenea y, al otro, dos alcobas con cortinas para las camas. La puerta de entrada daba a un sendero lleno de barro que bajaba por la ladera desde el pozo de la mina al valle, donde se juntaba con el camino que conducía a la iglesia, el castillo y el mundo exterior. El agua la sacaban de un manantial de montaña que había detrás de la hilera de casas.
Durante todo el camino de regreso a casa Mack había estado preocupado por la escena de la iglesia, pero no había dicho nada y Esther había tenido la delicadeza de no hacerle preguntas. Aquella mañana, antes de salir hacia la iglesia, habían puesto a hervir un trozo de tocino y, al entrar en la casa, aspiraron el agradable olor que llenaba toda la atmósfera, y a Mack se le hizo la boca agua. Esther arrojó un repollo troceado en la olla mientras Mack se acercaba a casa de la señora Wheighel al otro lado de la calle por una jarra de cerveza. Ambos comieron con el pantagruélico apetito propio de los trabajadores manuales. En cuanto hubieron dado buena cuenta de la comida y la cerveza, Esther soltó un regüeldo diciendo:
—Bueno, pues, ¿qué vas a hacer ahora?
Mack lanzó un suspiro. Su hermana le había hecho una pregunta directa y sabía que sólo podía dar una respuesta:
—Tengo que irme. No me puedo quedar aquí después de lo que ha pasado. Mi orgullo no me lo permitiría. Sería para todos los chicos del valle un recordatorio constante de que a sir George no se le puede desafiar. Tengo que marcharme —añadió, procurando conservar la calma a pesar de que la voz le temblaba de emoción.
—Ya suponía que ibas a decir eso. —Las lágrimas asomaron a los ojos de Esther—. Te enfrentas a la gente más poderosa del país.
—Pero tengo razón.
—Sí, pero la razón y la equivocación no cuentan demasiado en este mundo… sólo en el otro.
—Si no lo hago ahora, jamás lo haré… y me pasaré el resto de mi vida arrepintiéndome.
Esther asintió tristemente con la cabeza.
—Eso seguro. Pero ¿y si intentan impedírtelo?
—¿Cómo?
—Podrían poner vigilancia en el puente.
La única otra manera de salir del valle era cruzando las montañas, pero sería demasiado lento y, cuando él llegara al otro lado, puede que los Jamisson ya lo estuvieran esperando.
—Si bloquean el puente, cruzaré el río a nado —dijo Mack.
—La frialdad del agua te podría matar en esta época del año.
—El río tiene menos de treinta metros de anchura. Calculo que lo podría cruzar en cosa de un minuto.
—Si te atrapan, te devolverán aquí con un collar de hierro alrededor del cuello como el de Jimmy Lee.
Mack hizo una mueca. El hecho de llevar un collar como un perro era una humillación que todos los mineros temían.
—Yo soy más listo que Jimmy —dijo—. A él se le acabó el dinero y entonces intentó entrar a trabajar en un pozo de Clackmannan y el propietario de la mina lo denunció.
—Ahí está lo malo. Tienes que comer, ¿cómo te ganarás el pan? Tú sólo conoces el carbón.
Mack tenía un poco de dinero ahorrado, pero no le duraría mucho. Sin embargo, ya sabía lo que iba a hacer.
—Iré a Edimburgo —dijo. Puede que lo llevara alguno de los grandes carros tirados por caballos que transportaban el carbón desde la boca de la mina… aunque iría más seguro a pie—. Después subiré a un barco… tengo entendido que buscan siempre chicos fuertes para trabajar en los cargueros. En tres días estaré lejos de Escocia. Y no te pueden devolver al país una vez fuera… las leyes no son válidas en otro sitio.
—Un barco —dijo Esther en tono dubitativo. Ninguno de los dos había visto jamás un barco, aunque habían contemplado dibujos en los libros—. ¿Adónde irás?
—Supongo que a Londres. —Casi todos los cargueros que transportaban carbón desde Edimburgo iban a Londres. Aunque a Mack le habían dicho que algunos iban a Ámsterdam—. O a Holanda. O incluso a Massachusetts.
—Eso no son más que nombres —dijo Esther—. Nunca hemos conocido a nadie que haya estado en Massachusetts.
—Me imagino que allí la gente come pan y vive en casas y duerme de noche como en cualquier otro sitio.
—Supongo que sí —dijo Esther, no demasiado convencida.
—De todos modos, me da igual —dijo Mack—. Iré a cualquier sitio que no sea Escocia… a cualquier sitio donde un hombre pueda ser libre. Imagínate: poder vivir donde tú quieras, no donde otros te manden. Elegir tu trabajo y poder dejarlo y buscarte otro que esté mejor pagado o sea más seguro o más limpio. Ser libre y no esclavo… ¿no te parecería estupendo?
Unas cálidas lágrimas rodaron por las mejillas de Esther.
—¿Cuándo te irás?
—Me quedaré uno o dos días más y para entonces espero que los Jamisson hayan suavizado un poco las medidas de vigilancia. El martes cumplo veintidós años. Si bajo a la mina el miércoles, habré trabajado un año y un día y volveré a ser esclavo.
—En realidad, eres un esclavo de todos modos, por mucho que diga la carta.
—Pero me gusta pensar que tengo la ley de mi parte. No sé qué importancia tiene eso, pero la tiene. La ley dice que los Jamisson son unos delincuentes, tanto si ellos lo reconocen como si no. Por consiguiente, me iré el martes por la noche.