Un lugar llamado libertad (30 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

—Buenos días, padre —dijo—. ¿Dónde está Robert?

Su hermano siempre estaba con su padre.

—Ha tenido que ir a Rochester, pero esto te concierne a ti más que a él. Sir Sidney Armstrong quiere verme.

Armstrong era el brazo derecho del secretario de Estado, vizconde de Weymouth. La inquietud de Jay fue en aumento. ¿Se habría metido en un lío con el Gobierno, aparte de los problemas que tenía con su padre?

—¿Qué es lo que quiere Armstrong?

—Quiere que la huelga del carbón termine cuanto antes y sabe que nosotros la hemos provocado.

Por lo visto, aquello no tenía nada que ver con las deudas de juego, pensó Jay sin tenerlas todas consigo.

—Está al llegar —dijo sir George.

—¿Y por qué viene?

Por regla general, un personaje tan importante solía convocar a la gente en su despacho de Whitehall.

—Es un asunto delicado, supongo.

Antes de que pudiera hacer más preguntas, se abrió la puerta y entró Armstrong. Jay y sir George se levantaron. Armstrong era un hombre de mediana edad ceremoniosamente vestido. Llevaba peluca y espada y miraba a todo el mundo con una cierta arrogancia como para dar a entender que no tenía por costumbre descender al lodazal de los tratos comerciales. Sir George no le tenía simpatía… Jay lo adivinó por la expresión del rostro de su padre en el momento de estrechar la mano de Armstrong e invitarle a sentarse.

Armstrong declinó una copa de vino.

—Esta huelga tiene que terminar —dijo—. Los descargadores de carbón han paralizado la mitad de la industria de Londres.

—Tratamos de conseguir que los marineros descargaran los barcos. Y la cosa funcionó durante uno o dos días.

—¿Qué falló?

—Los convencieron o los intimidaron o ambas cosas a la vez y ahora ellos también se han declarado en huelga.

—Al igual que los barqueros —dijo Armstrong, irritado—. Pero, antes de que empezara la disputa del carbón, ya teníamos problemas con los sastres, los tejedores de seda, los sombrereros, los aserradores… eso no puede seguir así.

—Pero ¿por qué ha venido usted a verme a mí, sir Sidney?

—Porque tengo entendido que usted tuvo una influencia decisiva en el comienzo del boicot de los armadores lo que provocó a los descargadores de carbón.

—Es cierto.

—¿Puedo preguntarle por qué?

Sir George miró a Jay, el cual tragó saliva antes de explicar:

—Los contratantes que organizan las cuadrillas de los descargadores de carbón se pusieron en contacto conmigo. Mi padre y yo no queríamos que se alterara el orden establecido del puerto.

—Claro, lo comprendo —dijo Armstrong mientras Jay pensaba: «A ver si vas al grano de una vez»—. ¿Sabe usted quiénes son los cabecillas?

—Por supuesto que sí —contestó Jay—. El más importante es un hombre llamado Malachi McAsh. Casualmente, trabajaba como picador de carbón en las minas de mi padre.

—Me gustaría que McAsh fuera detenido y acusado de un delito grave de alteración del orden, pero tendría que ser una acusación verosímil. No quisiera que hubiera falsas acusaciones o testigos sobornados. Tendrían que ser unos disturbios auténticos, inequívocamente provocados por los trabajadores en huelga, con utilización de armas de fuego contra los oficiales de la Corona y numerosos muertos y heridos.

Jay le miró perplejo. ¿Les estaba Armstrong insinuando que organizaran ellos los disturbios?

Su padre no dio la menor muestra de perplejidad.

—Puede usted hablar con toda claridad, sir Sidney —dijo sir George. Miró a Jay y le preguntó—: ¿Sabes dónde se puede encontrar a McAsh?

—No —contestó Jay. Al ver la mirada de desprecio de su padre, se apresuró a añadir—: Pero estoy seguro de que lo podré averiguar.

Al rayar el alba, Mack despertó a Cora e hizo el amor con ella. La joven se había acostado a altas horas de la madrugada oliendo a humo de tabaco y él le había dado un beso y se había vuelto a quedar dormido. Ahora Mack estaba completamente despierto y ella estaba medio adormilada. Su cuerpo estaba tibio y relajado, su piel era suave como la seda y su pelirrojo cabello estaba graciosamente alborotado. Le rodeó con sus brazos, gimió suavemente y, al final, emitió un grito de placer. Después se durmió.

Mack la contempló un buen rato. Su delicado rostro era perfecto, sonrosado y de rasgos regulares. Pero él estaba cada vez más preocupado por la vida que llevaba. El hecho de que utilizara a una niña como cómplice le parecía una barbaridad. Cuando le hacía algún comentario al respecto, ella se enojaba y le decía que él también era culpable, pues vivía de balde en su casa y comía los alimentos que ella compraba con sus mal adquiridas ganancias.

Lanzó un suspiro y se levantó.

La vivienda de Cora se encontraba en el piso de arriba de un destartalado edificio de un almacén de carbón. El propietario del almacén había vivido allí en otros tiempos, pero, al mejorar su situación económica, se había mudado a otro sitio. Ahora utilizaba la planta baja como despacho y le había alquilado el piso de arriba a Cora.

La vivienda tenía dos habitaciones, con una cama de matrimonio en una de ellas y una mesa y unas sillas en la otra. El dormitorio estaba lleno de ropa, pues Cora se gastaba todo lo que ganaba en vestidos. Tanto Esther como Annie sólo tenían dos vestidos, uno para el trabajo y otro para los domingos. En cambio, Cora tenía ocho o diez, todos de colores muy llamativos: amarillo, rojo, verde y marrón. Tenía zapatos a juego con cada uno de ellos y tantas medias y pañuelos como una refinada dama.

Se lavó la cara, se vistió rápidamente y se fue. A los cinco minutos, ya estaba en casa de Dermot. La familia estaba desayunando gachas. Mack miró con una sonrisa a los niños. Cada vez que utilizaba el «condón» de Cora, se preguntaba si algún día llegaría a tener hijos. A veces pensaba que le hubiera gustado tener un hijo con Cora. Después recordaba la vida que ésta llevaba y cambiaba de idea.

Mack declinó un cuenco de gachas, pues sabía que lo necesitaban para ellos. Como él, Dermot vivía también de una mujer: su esposa fregaba platos en la cocina de una taberna todas las noches mientras él se quedaba en casa al cuidado de los niños.

—Mack, tienes una carta —le dijo Dermot, entregándole una nota sellada.

Mack, reconoció la letra. Era casi idéntica a la suya. La enviaba Esther. Sintió una punzada de remordimiento. Hubiera tenido que estar ahorrando dinero para ella y, sin embargo, se encontraba en huelga y no tenía ni un céntimo.

—¿Hoy dónde nos vamos a reunir? —preguntó Dermot.

Cada día, Mack se reunía con todos sus lugartenientes en un sitio distinto.

—En la barra de la parte de atrás de la taberna Queen's Head —contestó Mack.

—Correré la voz. —Dermot se puso el sombrero y salió.

Mack abrió la carta y empezó a leer.

Había muchas noticias. Annie estaba embarazada y, en caso de que fuera niño, lo pensaban bautizar con el nombre de Mack. Por una extraña razón, Mack sintió que las lágrimas asomaban a sus ojos. Los Jamisson estaban perforando un nuevo pozo en High Glen, en la finca Hallim: habían excavado muy rápido y Esther empezaría a trabajar allí como cargadora en cuestión de unos días. La noticia lo sorprendió, pues le había oído decir a Lizzie que jamás permitiría que se explotaran los yacimientos de carbón de High Glen. La mujer del reverendo York había enfermado de unas fiebres y había muerto. Mack no se sorprendió demasiado, pues siempre había sido una mujer enfermiza. Por su parte, Esther seguía empeñada en abandonar Heugh en cuanto Mack consiguiera reunir el dinero necesario.

Mack dobló la carta y se la guardó en el bolsillo. No podía permitir que nada socavara su determinación. Ganaría la huelga y entonces podría ahorrar.

Se despidió con un beso de los hijos de Dermot y se dirigió a la Queen's Head.

Los hombres ya estaban llegando y él fue directamente al grano.

«El Tuerto» Wilson, un descargador de carbón que había recibido el encargo de comprobar cuántos barcos nuevos habían anclado en el río, informó de que aquella mañana habían llegado dos.

—Los dos de Sunderland —dijo—. He hablado con un marinero que ha bajado a tierra por pan.

Mack se volvió hacia Charlie Smith.

—Sube a bordo de los barcos y habla con los capitanes, Charlie. Explícales por qué estamos en huelga y pídeles que tengan paciencia. Diles que esperamos que los armadores no tarden en darse por vencidos y permitan a las nuevas cuadrillas descargar los barcos.

—¿Y por qué envías a un negro? A lo mejor, le prestarían más atención a un inglés.

—Yo soy inglés —replicó Charlie indignado.

—Casi todos los capitanes proceden de la zona minera del nordeste y Charlie habla con su acento. Lo ha hecho otras veces y ha demostrado ser un buen embajador.

—No te ofendas, Charlie —dijo el Tuerto Wilson.

Charlie se encogió de hombros y se fue a cumplir la misión que le habían encomendado. Una mujer entró corriendo, le dio un empujón al pasar y se acercó a la mesa de Mack casi sin resuello y con el rostro arrebolado por el esfuerzo. Mack reconoció a Sairey, la mujer de un pendenciero descargador de carbón llamado Buster McBride.

—Mack, han pillado a un marinero que trasladaba un saco de carbón a la orilla y tengo miedo de que Buster lo mate.

—¿Dónde están?

—Lo han encerrado en un retrete del Swan, pero Buster está bebiendo más de la cuenta y quiere colgarlo boca abajo de la torre del reloj y otros lo están aguijoneando para que lo haga.

Era algo que ocurría constantemente. Los descargadores de carbón actuaban siempre al borde de la violencia, pero, hasta aquel momento, Mack había conseguido refrenarlos.

—Acércate allí y calma a los chicos —le dijo a un forzudo y amable muchacho llamado «Cerdito» Pollard—. Sólo nos faltaría un asesino nato.

—Voy enseguida —dijo Cerdito.

Caspar Gordonson se presentó con la camisa manchada de yema de huevo y una nota en la mano.

—Unas barcazas están transportando carbón a Londres por el río Lea. Seguramente llegarán esta tarde a la esclusa de Enfield.

—Enfield —dijo Mack—. ¿Queda muy lejos?

—A unos dieciocho kilómetros —contestó Gordonson—. Podríamos estar allí al mediodía, aunque fuéramos a pie.

—Muy bien. Tenemos que controlar la esclusa e impedir el paso de las barcazas. Quisiera ir yo mismo. Me llevaré a doce hombres de confianza.

—Sam Barrows «el Gordo», el propietario del Green Man está intentando reunir una cuadrilla para descargar el
Spirit of Jarrow
—dijo otro minero.

—Pues tendrá suerte si lo consigue —comentó Mack—. Nadie le tiene simpatía al Gordo: jamás en su vida ha pagado un salario justo. De todos modos, será mejor que vigilemos su taberna por si acaso. Will Trimble, acércate por allí y echa un vistazo. Hazme saber si hay algún peligro de que Sam consiga reunir dieciséis hombres.

—Se ha escondido —dijo Sidney Lennox—. Ha dejado el lugar donde vivía y nadie sabe adónde ha ido.

Jay se desanimó. Le había dicho a su padre, en presencia de sir Philip Armstrong, que conseguiría localizar a McAsh. Ojalá no hubiera dicho nada. Si no cumpliera su promesa, no podría soportar el desprecio de sir George.

Contaba con Lennox para descubrir el paradero de McAsh.

—Pero, si está escondido, ¿cómo dirige la huelga? —preguntó.

—Aparece cada mañana en un café distinto. Sus seguidores averiguan no sé cómo adónde tienen que ir. Da órdenes y desaparece hasta el día siguiente.

—Alguien tiene que saber dónde duerme —dijo Jay en tono quejumbroso—. Si logramos localizarlo, romperemos la huelga.

Lennox asintió con la cabeza. Él más que nadie deseaba ver derrotados a los descargadores de carbón.

—Caspar Gordonson tiene que saberlo.

Jay sacudió la cabeza.

—Ése no nos sirve a nosotros. ¿Tiene McAsh alguna mujer?

—Sí… Cora. Pero es muy dura de pelar. No dirá nada.

—Tiene que haber alguien más.

—Peg la Rápida. Anda por ahí robando a los clientes de Cora. No sé si ella…

A medianoche, el café Lord Archer's estaba lleno de oficiales, caballeros y prostitutas. Se aspiraba en el aire el olor del humo de tabaco y de vino derramado. Un violinista tocaba en un rincón, pero apenas se le oía en medio del estruendo de cientos de conversaciones a voz en grito.

Varios hombres jugaban a las cartas, pero Jay no participaba en las partidas. Bebía para simular que estaba borracho y, aunque al principio, se había derramado casi todo el brandy por la pechera del chaleco, a medida que avanzaba la velada, había ido bebiendo cada vez más y ahora no tenía que hacer ningún esfuerzo para tambalearse. Chip Marlborough se había pasado el rato bebiendo desde el comienzo de la velada, pero nunca se emborrachaba.

Jay estaba demasiado preocupado como para poder disfrutar. Su padre no aceptaría ninguna excusa. Tenía que encontrar la dirección de McAsh. Había acariciado la idea de inventársela y decir después que McAsh se había vuelto a mudar a otro sitio, pero temió que su padre intuyera la mentira.

Por eso estaba bebiendo en el Archer's en la esperanza de ver a Cora. A lo largo de la noche varias chicas se le habían acercado, pero ninguna de ellas encajaba con la descripción de Cora: rostro agraciado, cabellera pelirroja, diecinueve o veinte años de edad. Él y Chip se pasaban un rato bromeando con las chicas hasta que éstas se daban cuenta de que no iban en serio y se iban en busca de otro cliente.

Sidney Lennox vigilaba la escena desde el otro extremo del local, fumando en pipa y jugando una partida de faraón con apuestas muy bajas.

Jay estaba empezando a pensar que aquella noche no iban a tener suerte. Había cientos de chicas como Cora en el Covent Garden. A lo mejor, tendría que repetir su actuación al día siguiente e incluso al otro para poder tropezarse con ella. Y encima tenía una esposa en casa que no comprendía por qué razón se pasaba la noche en un lugar al que las damas respetables no podían ir.

Mientras soñaba con acostarse en una tibia cama con Lizzie, entró Cora.

No tenía la menor duda de que era ella. Era la chica más guapa del local y tenía una mata de cabello del mismo color que las llamas de la chimenea. Lucía un vestido de seda roja muy escotado, calzaba unos zapatos rojos con lacitos y miraba a su alrededor con expresión profesional.

Jay miró a Lennox y le vio asentir lentamente con la cabeza un par de veces.

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