—Maldita sea su estampa —dijo Mack.
El boicot estaba dando resultado y él se encontraba en dificultades.
Experimentó un momento de justa indignación. Él sólo quería trabajar duro y ganar el dinero suficiente como para comprar la libertad de su hermana, pero constantemente se lo impedían unas personas que tenían dinero a espuertas.
—Estamos perdidos, Mack —dijo Dermot.
La escasa disposición a luchar que ponían de manifiesto sus compañeros enfurecía a Mack mucho más que el boicot propiamente dicho.
—¿Perdidos? —replicó, despectivamente, Mack—. ¿Tú eres un hombre o no?
—Pero ¿qué podemos hacer? —dijo Dermot—. Si los armadores no contratan nuestras cuadrillas, los hombres volverán al viejo sistema. De algo tienen que vivir.
—Podríamos organizar una huelga —dijo impulsivamente Mack.
Los otros dos le miraron en silencio.
—¿Una huelga? —preguntó Cora.
Mack había dicho lo primero que se le había ocurrido, pero ahora, cuanto más lo pensaba, tanto mejor le parecía.
—Todos los descargadores de carbón quieren pasarse a nuestro sistema —dijo—. Podríamos convencerles de que dejaran de trabajar para los contratantes. Entonces los armadores no tendrían más remedio que contratar a las nuevas cuadrillas.
—¿Y si se negaran a contratarnos a pesar de todo? —dijo Dermot en tono escéptico.
Mack no soportaba que fuera tan pesimista. ¿Por qué tenían los hombres que esperar siempre lo peor?
—Si lo hicieran, no podrían descargar el carbón.
—¿De qué vivirán los hombres?
—Pueden permitirse el lujo de tomarse unos cuantos días libres.
Es algo que nos ocurre a cada dos por tres… Cuando no hay ningún barco en el puerto, no trabajamos.
—Es verdad. Pero no podemos resistir eternamente.
Mack estaba tan furioso que sentía deseos de ponerse a gritar.
—Los armadores tampoco… ¡Londres necesita carbón!
Dermot seguía sin estar demasiado convencido.
—Pero ¿qué otra cosa podríais hacer, Dermot? —le dijo Cora.
Dermot frunció el ceño, lo pensó un momento y después se le iluminó el semblante.
—No quiero volver a las antiguas condiciones. Lo voy a probar, qué demonios.
—¡Así me gusta! —dijo Mack, lanzando un suspiro de alivio.
—Yo hice huelga una vez —dijo Charlie en tono sombrío—. Las que más sufren son las mujeres.
—¿Cuándo hiciste huelga? —le preguntó Mack, pues se trataba de algo que sólo había leído en los periódicos y no tenía ninguna experiencia directa.
—Hace tres años, en Tyneside. Era minero de carbón.
—No sabía que hubieras sido minero. —Ni él ni nadie de Heugh hubiera podido imaginar que los mineros pudieran ir a la huelga—. ¿Y cómo terminó?
—Los propietarios de las minas tuvieron que ceder —reconoció Charlie.
—¿Lo veis? —dijo Mack en tono triunfal.
—Pero aquí no os enfrentáis con terratenientes del norte —dijo Cora con inquietud—. Aquí se trata de los taberneros de Londres, la escoria de la tierra. Son capaces de enviar a alguien para que te corte la garganta mientras duermes.
Mack la miró a los ojos y se dio cuenta de que temía sinceramente que pudiera ocurrirle algo.
—Tomaré precauciones —dijo.
Cora le miró con escepticismo, pero no dijo nada.
—Lo más difícil será convencer a los hombres —dijo Dermot.
—Muy cierto —dijo Mack en tono decidido—. Es absurdo que nosotros cuatro estemos aquí discutiendo como si tuviéramos poder para tomar una decisión. Convocaremos una reunión. ¿Qué hora es?
Todos miraron hacia la calle. Estaba oscureciendo.
—Deben de ser las seis —dijo Cora.
—Las cuadrillas que hoy han trabajado —añadió Mack— terminarán en cuanto se haga de noche. Vosotros dos id por todas las tabernas de la High Street y corred la voz —les dijo a sus compañeros.
Ambos asintieron con la cabeza.
—No podemos reunirnos aquí… el local es demasiado pequeño —dijo Charlie—. Hay unas cincuenta cuadrillas en total.
—El Jolly Sailor tiene un patio muy grande —dijo Dermot—. Y el dueño no es contratante.
—Muy bien —dijo Mack, asintiendo con la cabeza—. Decidles que acudan allí una hora después del anochecer.
—Todos no irán —dijo Charlie.
—Pero la mayoría sí.
—Reuniremos a todos los que podamos —dijo Dermot.
Él y Charlie abandonaron el café.
Mack miró a Cora.
—¿Te vas a tomar la noche libre? —le preguntó en tono esperanzado.
Cora sacudió la cabeza.
—Estoy esperando a mi cómplice.
Mack lamentaba que Peggy fuera una ladrona y que Cora la incitara a serlo.
—Ojalá pudiéramos encontrar algún medio de que esta niña se ganara la vida sin tener que robar —dijo.
—¿Por qué?
La pregunta lo había desconcertado.
—Pues porque es evidente que…
—¿Qué es evidente?
—Que mejor sería que fuera honrada.
—¿Y por qué sería mejor?
Mack captó el tono enojado de las preguntas de Cora, pero ya no podía echarse atrás.
—Lo que hace es muy peligroso. Podría acabar en la horca de Tyburn.
—¿Estaría mejor fregando el suelo de la cocina de alguna casa rica, apaleada por el cocinero y violada por el amo?
—No creo que a todas las fregonas las violen…
—A las que son guapas, sí. ¿Y cómo me ganaría yo la vida sin ella?
—Tú podrías hacer muchas cosas, eres inteligente y bonita…
—Yo no quiero hacer cualquier cosa, Mack. Quiero hacer esto.
—¿Por qué?
—Porque me gusta. Me gusta vestirme bien, beber ginebra y coquetear. Robo a los imbéciles que tienen más dinero del que se merecen. Es fácil y divertido y gano diez veces más que si trabajara de costurera o tuviera una tiendecita o sirviera a las mesas en un café.
Mack la miró, escandalizado. Pensaba que le diría que robaba porque no tenía más remedio que hacerlo. La idea de que le gustara la vida que llevaba había modificado el concepto que tenía de ella.
—Realmente no te conozco —le dijo.
—Tú eres un chico muy listo, Mack, pero no sabes nada de la vida.
En aquel momento, apareció Peg. Estaba tan pálida, cansada y ojerosa como siempre.
—¿Ya has desayunado? —le preguntó Mack.
—No —contestó la niña—. Me encantaría un vaso de ginebra.
Mack llamó por señas al camarero.
—Un cuenco de gachas de avena y crema de leche, por favor.
Peg hizo una mueca, pero, cuando le sirvieron la comida, se la zampó en un santiamén.
Mientras la niña comía, entró Caspar Gordonson. Mack se alegró de verle. Tenía intención de acudir a la casa de Fleet Street y discutir con él el boicot de los armadores y la idea de la huelga. Ahora repasó rápidamente los acontecimientos de la jornada mientras el desaliñado abogado tomaba una copa de brandy.
Mack empezó a hablar y Gordonson le escuchó con semblante cada vez más preocupado. Cuando terminó, el abogado le dijo con su estridente tono de voz habitual:
—Debes comprender que nuestros gobernantes están asustados. Y no me refiero tan sólo a la Corte y el Gobierno sino a la clase alta en general: los duques y condes, los concejales, los jueces, los comerciantes y los terratenientes. La palabra libertad los pone nerviosos y los disturbios que hubieron por la comida el año pasado y el anterior les demostraron lo que puede hacer el pueblo cuando se enfada.
—¡Estupendo! —dijo Mack—. Pues entonces nos tienen que dar lo que queremos.
—No necesariamente. Temen que, si lo hacen, les pidáis más. Lo que de verdad quieren es una excusa para echar los soldados a la calle y disparar contra la gente.
Mack se dio cuenta de que, detrás del frío análisis de Gordonson, había un temor auténtico.
—¿Y necesitan una excusa?
—Pues claro. Todo se debe a John Wilkes. Es una espina clavada en su carne. Acusa al Gobierno de despotismo. En cuanto utilicen el Ejército contra los ciudadanos, la gente sencilla dirá: «¿Lo veis? Wilkes tenía razón. Este Gobierno es una tiranía». Y todos los tenderos, plateros y panaderos tienen muchos votos.
—Pues entonces, ¿qué clase de excusa necesita el Gobierno?
—Quieren que tú asustes a la gente sencilla con la violencia y los disturbios. Que la gente busque por encima de todo la paz y deje de pensar en la libertad de expresión. Entonces, cuando intervenga el Ejército, la gente lanzará un suspiro colectivo de alivio en lugar de un rugido de indignación.
Mack escuchaba hablar al abogado con una mezcla de emoción e inquietud. Nunca había pensado en la política en aquellos términos.
Había discutido las elevadas teorías de los libros y había sido una víctima impotente de unas leyes injustas, pero aquello era algo intermedio entre ambas cosas. Era la zona en la que las fuerzas contendientes luchaban y fluctuaban y las tácticas podían alterar el resultado. Aquello era la realidad… una realidad muy peligrosa, por cierto.
Gordonson había perdido parte de su encanto y, en aquellos momentos, era simplemente un hombre preocupado.
—Yo te he metido en todo eso, Mack, y, si te matan, me sentiría culpable.
Sus temores estaban empezando a hacer mella en Mack. Cuatro meses atrás, no era más que un minero de carbón, pensó; ahora, en cambio, soy un enemigo del Gobierno, alguien a quien quieren eliminar. ¿Y quién me manda a mí meterme en estos líos? Pero se sentía obligado. De la misma manera que Gordonson se sentía responsable de lo que pudiera ocurrirle, él se sentía responsable del destino de los descargadores de carbón. No podía huir y esconderse. Sería una vergonzosa cobardía. Había metido a los hombres en un lío y ahora los tenía que sacar de él.
—¿Qué cree usted que podríamos hacer? —le preguntó a Gordonson.
—Si los hombres acceden a ir a la huelga, tu misión será mantenerlos bajo control. Tendrás que impedir que incendien los barcos y que asesinen a los que no quieran participar y sometan a asedio las tabernas de los contratantes. Esos hombres no son precisamente unos curitas… son jóvenes y fuertes y están furiosos. Como estallen disturbios, serían capaces de incendiar Londres.
—Creo que lo podré hacer —dijo Mack—. Me harán caso. Creo que me respetan.
—Te adoran —dijo Gordonson—. Y eso te coloca en una situación de mayor peligro. Eres un cabecilla y el Gobierno podría romper la huelga, ahorcándote. En cuanto los hombres digan que sí, correrás un grave peligro.
Mack estaba empezando a pensar que ojalá no se le hubiera ocurrido pronunciar la palabra «huelga».
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó.
—Deja tu actual alojamiento y vete a otro sitio. Mantén en secreto tu domicilio y procura que sólo lo conozcan algunas personas de confianza.
—Ven a vivir conmigo —dijo Cora.
—Eso no sería nada difícil —dijo Mack sonriendo.
—No te dejes ver por las calles durante el día —añadió Gordonson—. Asiste a las reuniones y vete enseguida. Conviértete en un fantasma.
A Mack le parecía un poco ridículo, pero el miedo lo indujo a aceptarlo.
—De acuerdo.
Cora se levantó para marcharse. Para asombro de Mack, Peg le rodeó la cintura con sus brazos y lo abrazó.
—Ten cuidado, escocés —le dijo—. Sobre todo, que no te peguen un cuchillazo.
Mack se extrañó y emocionó al ver lo mucho que se preocupaban por él. Tres meses atrás no conocía a Peg ni a Cora ni a Gordonson.
Cora le dio un beso en los labios y se alejó, contoneando provocativamente las caderas en compañía de Peg.
Momentos después Mack y Gordonson se fueron al Jolly Sailor.
Ya había anochecido, pero la High Street de Wapping estaba muy concurrida y las luces de las velas brillaban en las puertas de las tabernas, las ventanas de las casas y las linternas que algunos llevaban en sus manos. La marea había bajado y se aspiraba un intenso olor a podrido procedente de la playa.
Mack se sorprendió al ver que el patio de la taberna estaba lleno de hombres. En Londres había unos ochocientos descargadores de carbón y por lo menos la mitad de ellos se encontraba allí. Alguien había improvisado a toda prisa una tosca plataforma y colocado a su alrededor cuatro antorchas encendidas. Mack se abrió paso entre la gente. Todos le reconocieron y le dirigieron la palabra o le dieron palmadas en la espalda. La noticia de su llegada se había difundido rápidamente y los hombres estaban empezando a vitorearle. Cuando llegó a la plataforma, los gritos se habían convertido en rugidos. Subió a la plataforma y los contempló. Cientos de rostros tiznados de carbón le estaban mirando. Reprimió unas lágrimas de gratitud por la confianza que habían depositado en él. Gritaban tanto que no le dejaban hablar. Levantó las manos para pedir silencio, pero no le hicieron caso. Algunos pronunciaban a gritos su nombre, otros gritaban: «¡Wilkes y libertad!», y otros lemas. Poco a poco, un canto se impuso a los demás hasta que todos se pusieron a gritar lo mismo:
—¡Huelga! ¡Huelga! ¡Huelga!
«¿Qué es lo que he hecho?» pensó Mack, mirándoles con inquietud.
J
ay Jamisson recibió una nota de su padre a la hora del desayuno. Era muy breve, como todas las suyas.
Grosvenor Square
8 de la mañana
Reúnete en mi despacho al mediodía.
G. J.
Su primer pensamiento culpable fue el de que sir George había averiguado el trato que él había cerrado con Lennox.
Todo había salido a pedir de boca. Los armadores habían boicoteado las nuevas cuadrillas de descargadores de carbón tal como quería Lennox y éste le había devuelto los pagarés. Pero ahora los descargadores de carbón se habían declarado en huelga y Londres llevaba una semana sin recibir carbón. ¿Acaso su padre había descubierto que todo aquello no hubiera ocurrido de no haber sido por sus deudas de juego? Aquella posibilidad le parecía espantosa.
Se dirigió como de costumbre a su campamento de Hyde Park, le pidió permiso al coronel Cranbrough para ausentarse al mediodía y se pasó toda la mañana preocupado. Su malhumor desmoralizó a los hombres y puso nerviosos a los caballos.
Las campanas de la iglesia estaban dando las doce cuando Jay entró en el almacén Jamisson del puerto. En el aire se aspiraban toda suerte de deliciosos aromas… café y canela, ron y oporto, pimienta y naranjas. A Jay siempre le hacían recordar su infancia, cuando los barriles y las cajas de té le parecían mucho más grandes. Ahora sentía lo mismo que las veces en que había cometido alguna travesura y estaba a punto de recibir una reprimenda. Cruzó la planta baja, correspondió a los deferentes saludos de los empleados y subió por la escalera de madera que conducía al despacho. Atravesó un despacho ocupado por unos oficinistas y entró en el despacho de su padre, una estancia llena de mapas, facturas y cuadros de barcos.