—Y encima me despreciaba por no haberle dado un hijo varón —añadió lady Hallim—. Un hijo que hubiera sido como él, infiel e irresponsable y aficionado a romperles el corazón a las chicas. Por eso lo evité.
Lizzie la miró con renovado asombro. ¿Entonces era cierto que las mujeres podían evitar el embarazo? ¿Lo habría hecho su madre en contra de los deseos de su esposo?
Lady Hallim tomó su mano.
—Prométeme que no te casarás con él, Lizzie. ¡Prométemelo!
Lizzie retiró la mano. Se sentía infiel, pero tenía que decir la verdad.
—No puedo —dijo—. Le amo.
En cuanto Jay abandonó la habitación de su madre, su remordimiento y su vergüenza parecieron disiparse y, de repente, le entró apetito. Bajó al comedor, donde su padre y Robert estaban conversando con Harry Ratchett mientras saboreaban unas gruesas lonchas de jamón a la parrilla con manzanas asadas y azúcar. En su calidad de capataz de la mina, Ratchett había acudido al castillo para informar a sir George de la explosión de grisú. Su padre miró severamente a Jay.
—Tengo entendido que anoche bajaste al pozo de Heugh.
A Jay se le empezó a pasar el apetito.
—Sí —dijo, llenándose un vaso de cerveza de una jarra—. Hubo una explosión.
—Ya sé lo de la explosión —dijo su padre—. Pero ¿quién te acompañaba?
Jay tomó un sorbo de cerveza.
—Lizzie Hallim —confesó.
Robert enrojeció de rabia.
—Maldito seas —dijo—. Sabes muy bien que padre no quería que ella bajara a la mina.
Jay no pudo resistir la tentación de replicar en tono desafiante.
—Muy bien, padre, ¿cómo me vas a castigar? ¿Dejándome sin un céntimo? Eso ya lo has hecho.
Su padre agitó un dedo con gesto amenazador.
—Te lo advierto, no te burles de mis órdenes.
—Te tendrías que preocupar más bien por McAsh que por mí —dijo Jay, tratando de desviar la cólera de sir George hacia otro objeto—. Le dijo a todo el mundo que hoy mismo se piensa ir.
—Maldito mocoso desobediente —dijo Robert sin aclarar si se refería a McAsh o a Jay.
Harry Ratchett carraspeó.
—Deje que se vaya, sir George —dijo—. McAsh es un buen trabajador, pero causa demasiados problemas y es mejor que se largue con viento fresco.
—No puedo —replicó sir George—. McAsh ha adoptado públicamente una postura contraria a mi persona. Si se sale con la suya, cualquier joven minero pensará que él también puede irse.
—No es sólo por nosotros —terció Robert—. Este tal abogado Gordonson podría escribir a todas las minas de Escocia. Si los jóvenes mineros tienen derecho a marcharse al cumplir los veintiún años, toda la industria podría venirse abajo.
—Exactamente —convino sir George—. Y entonces, ¿de dónde sacaría el carbón la nación británica? Os aseguro una cosa, si alguna vez tengo delante de mí a este Caspar Gordonson acusado de traición, lo mandaré ahorcar antes de que alguien pueda pronunciar la palabra «inconstitucional». De eso no os quepa la menor duda.
—De hecho, nuestro deber para con la patria es pararle los pies a McAsh —dijo Robert.
Se habían olvidado de la barrabasada de Jay para alivio de éste.
Para mantener la conversación centrada en McAsh, el joven preguntó:
—Pero ¿qué se puede hacer?
—Lo podría enviar a la cárcel —contestó sir George.
—No —dijo Robert—. Cuando saliera, seguiría afirmando que es un hombre libre.
Se produjo una pausa de pensativo silencio.
—Se le podría azotar —sugirió Robert.
—Esa podría ser la respuesta —dijo sir George—. Tengo derecho a azotarlos según la ley.
Ratchett se estaba poniendo nervioso.
—Hace muchos años que ningún propietario de minas ejercita ese derecho, sir George. ¿Quién manejaría el látigo?
—Bueno, pues —dijo Robert, impacientándose—, ¿qué hacemos con los alborotadores?
—Obligarlos a hacer la rueda —contestó sir George con una sonrisa.
A
Mack le hubiera gustado ponerse enseguida en camino hacia Edimburgo, pero sabía que hubiera sido una insensatez. A pesar de que no había trabajado un turno completo, se sentía agotado y la explosión lo había dejado ligeramente aturdido. Necesitaba un poco de tiempo para pensar en la posible reacción de los Jamisson y en lo que él podía hacer para burlarles.
Regresó a casa, se quitó la ropa mojada, encendió la chimenea y se fue a la cama. La inmersión en el charco de desagüe lo había ensuciado más de lo que ya estaba, pues el agua estaba llena de carbonilla y polvo de carbón, pero las mantas de su cama estaban tan negras que un poco más no se notaría. Como casi todos los hombres, Mack se bañaba una vez a la semana el sábado por la noche.
Los demás mineros habían vuelto al trabajo después de la explosión. Esther se había quedado en el pozo con Annie para recoger el carbón que Mack había picado y subirlo arriba. No quería que se desperdiciara el duro esfuerzo de su hermano.
Antes de quedarse dormido, Mack se había preguntado por qué razón los hombres se cansaban antes que las mujeres. Los picadores, que siempre eran hombres, trabajaban diez horas, desde la medianoche hasta las diez de la mañana; los cargadores, mujeres en su inmensa mayoría, trabajaban desde las dos de la madrugada hasta las cinco de la tarde, es decir, quince horas seguidas. El trabajo de las mujeres era mucho más duro, pues tenían que subir repetidamente por la escalera con los enormes capazos de carbón sobre sus encorvadas espaldas y, sin embargo, seguían en la brecha hasta mucho después de que los hombres hubieran regresado a casa y caído rendidos en sus camas. Algunas mujeres trabajaban a veces de picadoras, pero no era frecuente, pues no manejaban con la suficiente fuerza el pico y el martillo y tardaban demasiado en arrancar el carbón de la cara de la galería.
Los hombres siempre echaban una siesta al regresar a casa y se levantaban al cabo de aproximadamente una hora. Entonces casi todos ellos preparaban el almuerzo para sus mujeres e hijos. Algunos se pasaban toda la tarde bebiendo en casa de la señora Wheighel, pero sus mujeres llevaban una vida mucho peor, pues era muy duro para una mujer regresar a casa después de haber trabajado quince horas en la mina y no encontrar la chimenea encendida ni la comida preparada y tener que aguantar a un marido borracho. La vida era muy dura para los mineros, pero lo era mucho más para sus mujeres.
Cuando se despertó, Mack comprendió que aquel día iba a ser muy importante, pero no consiguió recordar por qué motivo. Después lo recordó: era el día en que abandonaría el valle.
No conseguiría llegar muy lejos con su pinta de minero fugado, por consiguiente, lo primero que tenía que hacer era asearse. Avivó el fuego de la chimenea e hizo varios viajes al riachuelo con un balde. Calentó el agua en la chimenea e introdujo en la casa la bañera que tenía colgada en la puerta de atrás. El cuartito se llenó de vapor.
Llenó la bañera de agua, tomó una pastilla de jabón y un áspero cepillo y se frotó enérgicamente.
Se estaba empezando a sentir a gusto. Era la última vez que se lavaba para quitarse el polvo de carbón que le cubría la piel. Jamás volvería a bajar a la mina. La esclavitud había quedado a su espalda.
Tenía por delante Edimburgo, Londres y el mundo entero. Conocería a personas que jamás habrían oído hablar del pozo de la mina de Heugh. Su destino era una hoja de papel en blanco, en la cual él podría escribir lo que quisiera. Mientras se bañaba, entró Annie.
La joven se detuvo un instante en la puerta con expresión turbada e insegura. Mack la miró sonriendo, le dio el cepillo y le dijo:
—¿Te importa frotarme la espalda?
Annie se acercó y tomó el cepillo, pero le siguió mirando con la misma expresión de tristeza que al entrar.
—Vamos —le dijo Mack.
Annie empezó a frotarle la espalda.
—Dicen que los mineros no se tendrían que frotar la espalda —dijo—. Por lo visto, los debilita.
—Yo ya no soy un minero.
Annie se detuvo.
—No te vayas, Mack —le suplicó—. No me dejes aquí.
Mack se lo temía. Aquel beso en los labios había sido una advertencia. Se sentía culpable. Apreciaba a su prima y lo había pasado muy bien jugando y bromeando con ella el verano anterior en los páramos durante las calurosas tardes de los domingos, pero no quería compartir toda la vida con ella y tanto menos quedarse en Heugh.
¿Cómo podía explicárselo sin causarle dolor? Vio unas lágrimas en sus ojos y comprendió su ardiente deseo de que él se quedara a su lado. Pero estaba firmemente decidido a marcharse, lo deseaba más que cualquier otra cosa que jamás hubiera deseado en su vida.
—Tengo que irme —le dijo—. Te echaré de menos, Annie, pero tengo que irme.
—Te crees mejor que todos nosotros, ¿verdad? —replicó ella con rencor—. Tu madre siempre se creyó más de lo que era y tú eres igual. Yo soy muy poco para ti, ¿verdad? ¡Quieres irte a Londres para casarte con una señorita fina, supongo!
Era verdad. Su madre siempre se había creído superior a los demás, pero él no se quería ir a Londres para casarse con una señorita fina. ¿Se creía mejor que los demás? ¿Se consideraba superior a Annie? Había una punta de verdad en lo que ella le había dicho y se sentía un poco turbado.
—Todos nosotros tenemos derecho a no ser esclavos —dijo.
Annie se arrodilló junto a la bañera y apoyó la mano sobre su rodilla por encima de la superficie del agua.
—¿No me quieres, Mack?
Para su vergüenza, Mack empezó a emocionarse. Hubiera deseado abrazarla y consolarla, pero hizo un esfuerzo y reprimió su impulso.
—Te aprecio mucho, Annie, pero nunca te he dicho «te quiero» y tú tampoco me lo has dicho a mí.
Annie introdujo la mano bajo el agua entre sus piernas. Sonrió al percibir su erección.
—¿Dónde está Esther? —preguntó Mack.
—Jugando con el niño de Jen. Tardará un rato en volver.
Mack adivinó que Annie se lo habría pedido. De lo contrario, Esther se hubiera apresurado a regresar a casa para discutir los planes con él.
—Quédate aquí y casémonos —añadió Annie, acariciándole. La sensación era deliciosa. Él le había enseñado a hacerlo el verano anterior y después le había pedido que le enseñara cómo se satisfacía a sí misma. Mientras lo recordaba, empezó a excitarse—. Podríamos hacer constantemente cualquier cosa que quisiéramos —dijo.
—Si me caso, me tendré que quedar aquí toda la vida —replicó Mack, comprendiendo que su resistencia era cada vez más débil.
Annie se levantó y se quitó el vestido. No llevaba nada debajo. La ropa interior se reservaba para los domingos. Su cuerpo era esbelto y musculoso, con unos pequeños pechos aplanados y una masa de negro vello en la ingle. Su piel estaba enteramente tiznada de polvo de carbón como la de Mack. Para asombro de su primo, la joven se metió en la bañera con él y se agachó con las piernas separadas.
—Ahora te toca a ti lavarme —le dijo, entregándole el jabón.
Mack la enjabonó muy despacio, hizo espuma y apoyó las manos sobre sus pechos. Tenía unos pequeños pezones muy duros. Annie emitió un gemido gutural y, asiéndolo por las muñecas, le empujó las manos hacia su liso y duro vientre y su ingle. Los enjabonados dedos se deslizaron entre sus muslos y percibieron los ásperos rizos del espeso vello del pubis y la suave carne que había debajo.
—Dime que te vas a quedar —le suplicó—. Vamos a hacerlo. Quiero sentirte dentro de mí.
Mack comprendió que, si lo hacía, su destino estaría ya sellado.
La escena tenía un toque un tanto irreal.
—No —dijo en un susurro.
Ella se le acercó, atrajo su cabeza contra su pecho y se agachó hasta rozar con los labios de su vulva la hinchada punta de su miembro por encima de la superficie del agua.
—Dime que sí —le suplicó.
Mack soltó un leve gruñido y se dejó arrastrar.
—Sí —contestó—. Por favor. Date prisa.
Se oyó un repentino estruendo y la puerta se abrió de golpe.
Annie lanzó un grito.
Cuatro hombres habían irrumpido en el pequeño cuarto: Robert Jamisson, Harry Ratchett y dos de los guardabosques de los Jamisson. Robert llevaba una espada y un par de pistolas y uno de los guardabosques iba armado con un mosquete.
Annie se apartó de Mack y salió de la bañera. Aturdido y asustado, Mack se levantó temblando.
El guardabosque del mosquete miró a Annie.
—Qué primitos tan cariñosos —dijo esbozando una socarrona sonrisa.
Mack le conocía, se llamaba McAlistair. El otro era un corpulento sujeto llamado Tanner.
Robert soltó una áspera risotada.
—¿De verdad es… su prima? Supongo que el incesto debe de ser algo muy normal entre los mineros.
El temor y la perplejidad de Mack fueron sustituidos por un sentimiento de rabia ante aquella invasión de su hogar. El joven reprimió su cólera y trató de conservar la calma. Corría un grave peligro y cabía la posibilidad de que Annie sufriera también las consecuencias.
Tenía que dominarse y no dejarse arrastrar por la indignación. Miró a Robert.
—Soy un hombre libre y no he quebrantado ninguna ley —dijo—. ¿Qué están haciendo ustedes en mi casa?
McAlistair no apartaba los ojos del húmedo y vaporoso cuerpo de Annie.
—Qué espectáculo tan bonito —dijo con voz pastosa.
Mack se volvió hacia él y le dijo en voz baja:
—Como la toques, te arranco la cabeza del cuello con mis propias manos.
McAlistair clavó los ojos en los hombros de Mack y comprendió que hubiera podido cumplir su amenaza. Palideció y retrocedió a pesar de ir armado.
Sin embargo, Tanner era más fuerte y temerario. Alargó la mano y agarró el mojado pecho de Annie.
Mack actuó sin pensar. Salió de la bañera y asió a Tanner por la muñeca. Antes de que los demás pudieran intervenir, colocó la mano de Tanner sobre el fuego. Éste gritó y se agitó, pero no pudo soltarse de la presa de Mack.
—¡Suéltame! —chilló—. ¡Por favor, por favor!
Sosteniendo su mano sobre el carbón encendido, Mack gritó:
—¡Corre, Annie!
Annie tomó su vestido y salió por la puerta de atrás.
La culata de un mosquete se estrelló sobre la cabeza de Mack.
El golpe le hizo perder los estribos. Soltó a Tanner y, agarrando a McAlistair por la chaqueta, le pegó un puñetazo y le rompió la nariz.
La sangre empezó a manar y McAlistair soltó un rugido de dolor.