Sin embargo, las enfermedades no habían sido la única causa de muerte. Cinco personas habían fallecido durante una terrible tormenta, en cuyo transcurso los prisioneros habían sido arrojados de acá para allá en la bodega, hiriéndose a sí mismos y a otros con las cadenas de hierro.
Peg siempre había sido una niña muy delgada, pero ahora parecía un palillo. Cora había envejecido. En la semipenumbra de la bodega, Mack vio que se le estaba cayendo el cabello y tenía las mejillas hundidas. Su cuerpo antaño voluptuoso estaba esquelético y desfigurado por las llagas. Pero él se alegraba de que los tres hubieran conseguido sobrevivir.
Poco después se oyó otra voz:
—Dieciocho brazas y arena blanca.
La siguiente vez fueron trece brazas y caparazones de moluscos; y, finalmente, el esperado grito:
—¡Tierra a la vista!
A pesar de su debilidad, Mack hubiera deseado poder salir a cubierta. «Esto es América —pensaba—. He llegado al otro extremo del mundo y todavía estoy vivo. Ojalá pudiera ver América».
Aquella noche el
Rosebud
ancló en aguas tranquilas. El marinero que les servía a los prisioneros las raciones de cecina y agua en mal estado era uno de los más amables de la tripulación. Se llamaba Ezekiel Bell. Estaba desfigurado —le faltaba una oreja, era completamente calvo y tenía en el cuello un bocio tan grande como un huevo de gallina— y le llamaban irónicamente «el Guapo». Les dijo que se encontraban en aguas del cabo Henry, cerca de la ciudad virginiana de Hampton.
Al día siguiente el barco permaneció anclado. Mack se preguntó enfurecido por qué razón se estaba prolongando la travesía. Alguien se habría acercado a la orilla por provisiones, pues aquella noche les llegó desde la cocina un delicioso aroma de carne asada que fue una tortura para los prisioneros. A Mack se le hizo la boca agua.
—Mack, ¿qué ocurrirá cuando lleguemos a Virginia? —le preguntó Peg.
—Nos venderán y tendremos que trabajar para el que nos haya comprado —contestó Mack.
—¿Nos venderán juntos?
Mack sabía que no era probable, pero no lo dijo.
—A lo mejor —contestó—. Esperemos que sí.
Peg se pasó un rato pensando.
—¿Quién nos comprará? —preguntó en tono atemorizado.
—Granjeros, plantadores, amas de casa… cualquier persona que necesite trabajadores y los quiera pagar baratos.
—Puede que alguien nos compre a los tres.
«¿A quién le podrían interesar un minero de carbón y dos ladronas?» se preguntó Mack.
—Quizá nos comprarán personas que viven muy cerca las unas de las otras.
—¿Y qué clase de trabajo haremos?
—Cualquier cosa que nos manden, supongo: faenas del campo, limpieza, trabajos de construcción…
—Seremos como esclavos.
—Pero sólo durante siete años.
—Siete años —dijo la niña, consternada—. ¡Ya seré mayor!
—Y yo tendré casi treinta y un años —dijo Mack, pensando que ya sería prácticamente un viejo.
—¿Nos pegarán?
Mack sabía que la respuesta era afirmativa, pero mintió.
—No lo harán si trabajamos duro y mantenemos la boca cerrada.
—¿Quién cobra el dinero que pagan los compradores?
—Sir George Jamisson. —Debilitado por la fiebre, Mack añadió con impaciencia—: Estoy seguro de que todas estas malditas preguntas ya me las has hecho otras veces.
Peg apartó el rostro, ofendida.
—Está preocupada, Mack —dijo Cora—… por eso no hace más que repetir las mismas preguntas.
«Yo también lo estoy», pensó tristemente Mack.
—Yo no quiero ir a Virginia —dijo Peg—. Quiero que el viaje no termine jamás.
Cora soltó una amarga carcajada.
—¿Te gusta vivir así?
—Es como tener un padre y una madre —contestó Peg.
Cora rodeó a la niña con sus brazos y la abrazó.
Levaron el ancla a la mañana siguiente y Mack sintió que el barco se movía con un fuerte viento favorable. Por la noche les dijeron que ya estaban muy cerca de la desembocadura del río Rappahannock. Después, unos vientos contrarios los obligaron a permanecer dos días anclados antes de poder adentrarse en el río.
A Mack le bajó la fiebre y le quedaron fuerzas para subir a cubierta y realizar uno de los periódicos ejercicios que les permitían hacer y, mientras el barco navegaba río arriba, pudo contemplar por primera vez América.
Densos bosques y campos cultivados bordeaban ambas orillas. De vez en cuando, se veía un embarcadero, una franja de orilla desbrozada y una cuesta cubierta de césped, al fondo de la cual se levantaba una soberbia mansión. Alrededor de algunos embarcaderos Mack vio los grandes toneles que se utilizaban para el transporte del tabaco.
Los había visto descargar en el puerto de Londres y ahora le pareció muy curioso que hubieran podido sobrevivir a la larga y peligrosa travesía transatlántica para llegar hasta allí. Observó que casi todas las personas que trabajaban en los campos eran negras. Los caballos y los perros eran como los que él conocía, pero los pájaros que se posaban en las bordas le eran desconocidos. Había otros muchos barcos en el río, unos cuantos buques mercantes como el
Rosebud
y muchas embarcaciones de menor tamaño.
Aquellos paisajes fueron lo único que vio Mack en el transcurso de los cuatro días siguientes, pero conservó la imagen en su mente como un preciado recuerdo mientras permanecía tendido en la bodega; la luz del sol, la gente que caminaba al aire libre en medio de una suave brisa, los bosques, los prados y las casas. Su deseo de desembarcar del
Rosebud
y pasear al aire libre era tan fuerte que casi le dolía.
Cuando al final volvieron a echar el ancla, supo que habían llegado a Fredericksburg, su destino. La travesía había durado ocho semanas.
Aquella noche los prisioneros comieron alimentos cocinados: un caldo de carne de cerdo con maíz y patatas, una rebanada de pan recién hecho y una jarra de cerveza. Mack, que ya no estaba acostumbrado a la fuerte cerveza y la sabrosa comida, se mareó y se pasó toda la noche indispuesto.
A la mañana siguiente los subieron a la cubierta de diez en diez y pudieron ver finalmente Fredericksburg.
El barco estaba anclado en un cenagoso río con islas en el centro de la corriente. Había una estrecha y arenosa playa, una franja de orilla boscosa y una corta y breve cuesta que conducía a una ciudad construida alrededor del peñasco. No era mucho más grande que Heugh, la aldea natal de Mack, y no debía de albergar más de doscientos habitantes, pero parecía un lugar alegre y próspero, con casas de madera pintada de verde y blanco. En la otra orilla, un poco más arriba, había otra ciudad llamada Falmouth, según le dijeron a Mack. En el río había otros dos barcos tan grandes como el
Rosebud
y varios barcos de cabotaje, algunas barcazas y un transbordador que unía ambas ciudades. Los hombres se afanaban en la orilla descargando barcos, haciendo rodar toneles e introduciendo y sacando cajas de los almacenes.
A los prisioneros les facilitaron jabón para lavarse y después subió a bordo un barbero para cortar el cabello y afeitar a los hombres.
A los que vestían ropa desgarrada hasta el extremo de resultar indecente les facilitaron otras prendas, pero su gratitud se convirtió en consternación al comprender que eran las de los prisioneros fallecidos durante la travesía. A Mack le entregaron la sucia e infestada chaqueta de Barney el Loco. Antes de ponérsela, la extendió sobre una borda y la sacudió con fuerza con un palo hasta que ya no cayeron más piojos.
El capitán elaboró una lista de los prisioneros supervivientes y preguntó a cada uno de ellos a qué actividad se había dedicado hasta su detención. Algunos habían trabajado en distintos oficios y otros como Cora y Peg jamás se habían ganado honradamente la vida.
A estos últimos se les animó a exagerar o a inventarse algo. Peg pasó a convertirse en aprendiza de modista y Cora en moza de taberna.
Mack comprendió que se trataba de un tardío esfuerzo por hacerlos atractivos a los posibles compradores.
Después los devolvieron a la bodega y por la tarde bajaron dos hombres a inspeccionarlos. Formaban una extraña pareja: uno llevaba una casaca militar inglesa de color rojo y unos sencillos calzones y el otro lucía un anticuado chaleco amarillo y unos pantalones de ante toscamente cosidos. A pesar de sus extraños atuendos, se les veía muy bien alimentados y tenían las narices coloradas propias de los hombres que podían permitirse el lujo de tomar todas las bebidas alcohólicas que quisieran. El Guapo Bell le dijo en voz baja a Mack que eran «conductores de almas», y le explicó el significado de la expresión: compraban grupos de esclavos, deportados y criados contratados y los conducían hacia el interior del país, donde los vendían a granjeros de remotos lugares y abruptas regiones montañosas.
A Mack no le gustó su aspecto. Ambos hombres se fueron sin comprar nada. Al día siguiente, les dijo Bell, se celebraría la Jornada de las Carreras, en la que los hacendados acudían de todas partes a la ciudad para asistir a las carreras de caballos. La mayoría de los condenados sería vendida al término de la jornada. Entonces los conductores de almas ofrecerían un precio más bajo por los que quedaran. Mack confiaba en que Cora y Peg no acabaran en sus manos.
Aquella noche también les sirvieron una excelente cena. Mack comió muy despacio y durmió como un tronco. Por la mañana, todo el mundo se encontraba un poco mejor: les brillaban los ojos y podían sonreír. Durante toda la travesía, su única comida había sido la cena, pero aquel día les ofrecieron un desayuno de gachas de avena con melaza y un poco de ron aguado.
Por consiguiente, a pesar de su incierto futuro, el grupo abandonó alegremente la bodega y subió a cubierta todavía con los pies aherrojados. Aquel día en la zona portuaria se registraba una gran actividad. Varias pequeñas embarcaciones se estaban acercando a las orillas, la calle principal estaba llena de carros y numerosos grupos de personas elegantemente vestidas paseaban tranquilamente como si tuvieran el día libre. Un hombre barrigudo tocado con un sombrero de paja subió a bordo en compañía de un negro de elevada estatura y cabello canoso. Ambos echaron un vistazo a los deportados, eligieron a algunos y rechazaron a otros. Mack comprendió que estaban eligiendo a los más jóvenes y fuertes e inevitablemente entró a formar parte de los catorce o quince elegidos. No seleccionaron ni a mujeres ni a niños.
—¿Adónde vamos? —les preguntó Mack. No se dignaron responderle.
Peg se echó a llorar.
Mack la abrazó. Sabía lo que iba a ocurrir y se le partía el corazón de pena. Todos los adultos en quienes Peg confiaba le habían sido arrebatados: su madre, muerta a causa de la enfermedad, su padre, ahorcado y ahora él, vendido y arrancado de su lado. La estrechó con fuerza y ella se aferró con ansia a su cintura.
—¡Llévame contigo! —le dijo entre sollozos.
Mack se apartó de ella.
—Procura que no te separen de Cora, si puedes —le dijo.
Cora lo besó en la boca con desesperada pasión. No podía creer que jamás pudiera volver a verle, acostarse con él, acariciar su cuerpo y gemir de placer. Unas ardientes lágrimas rodaron por sus mejillas y le resbalaron hasta la boca mientras lo besaba.
—Haz todo lo posible por encontrarnos, Mack, por lo que más quieras —le suplicó.
—Lo intentaré…
—¡Prométemelo! —insistió ella.
—Te prometo que te encontraré.
—Vamos, cariñoso —dijo el barrigudo, apartando a Mack de Cora.
Mack miró hacia atrás mientras lo empujaban por la escalerilla hasta el muelle. Abrazadas la una a la otra, Cora y Peg le miraron con lágrimas en los ojos. Mack recordó el momento de su despedida de Esther. «No quiero fallarles a Cora y a Peg como le fallé a Esther», se juró a sí mismo. Después las perdió de vista.
Le parecía extraño pisar de nuevo tierra firme, después de haberse pasado ocho semanas con el incesante movimiento del mar bajo sus pies. Mientras bajaba encadenado por la calle principal sin adoquinar, miró a su alrededor, echando un vistazo a América. En el centro de la ciudad había una iglesia, un mercado, una picota y una horca. A ambos lados de la calle había casas de ladrillo y madera muy separadas las unas de las otras. Las ovejas y las gallinas ocupaban la cenagosa calzada. Algunos edificios parecían viejos, pero muchos eran de reciente construcción.
La ciudad estaba abarrotada de gente, caballos, carros y carruajes, procedentes sin duda de los alrededores. Las mujeres lucían lazos y sombreritos y los hombres calzaban relucientes botas y llevaban guantes impecablemente limpios. Casi todas las prendas parecían de confección casera, aunque las telas eran muy caras.
Mack oyó a varias personas haciendo comentarios sobre las carreras y cruzando apuestas. Por lo visto, los virginianos eran muy aficionados al juego.
Los ciudadanos miraban a los deportados con el mismo interés con que hubieran podido contemplar un caballo que bajara por la calle.
La ciudad terminaba a cosa de un kilómetro más allá. Cruzaron el río al llegar a un vado y echaron a andar por un pedregoso camino a través del bosque. Mack se situó al lado del negro de mediana edad.
—Me llamo Malachi McAsh —le dijo—, pero todos me llaman Mack.
El negro mantuvo la mirada fija hacia delante, pero contestó con amabilidad.
—Yo soy Kobe. —Pronunció la palabra como si rimara con Toby—. Kobe Tambala.
—¿El hombre del sombrero de paja es nuestro amo?
—No. Bill Sowerby no es más que el capataz. A él y a mí nos ordenaron subir a bordo del
Rosebud
y elegir a los mejores braceros.
—¿Quién nos ha comprado?
—En realidad, no os han comprado.
—Pues entonces, ¿qué?
—El señor Jamisson ha decidido quedarse con vosotros para que trabajéis en su propiedad de Mockjack Hall.
—¿Jamisson?
—Exactamente.
Mack volvía a ser propiedad de la familia Jamisson. La idea lo enfureció. «Maldita sea, volveré a escapar —se juró a sí mismo—. Volveré a ser un hombre libre».
—¿En qué trabajabas antes? —le preguntó Kobe.
—Era minero de carbón.
—¿De carbón? He oído hablar de eso. Una roca que arde como la leña, pero da más calor, ¿verdad?
—Sí. Lo malo es que tienes que descender mucho bajo tierra para encontrarla. ¿Y tú?
—Mi familia tenía una granja en el campo en África. Mi padre tenía unas grandes extensiones de tierra, mucho más grandes que la del señor Jamisson.