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Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

Un lugar llamado libertad (37 page)

Al parecer, había tres cubiertas inferiores. En la primera, cuatro marineros estaban almorzando sentados en el suelo con las piernas cruzadas, rodeados por sacos y cofres que debían de contener las provisiones para la travesía. En la tercera, al final de la escalera, dos hombres estaban amontonando toneles y colocando entre ellos unas cuñas para que no se movieran durante la travesía. En la cubierta de en medio, destinada a los prisioneros, un marinero ayudó con muy malos modos a Mack y a Barney a bajar por la escalera y los empujó sin contemplaciones hacia una puerta.

Se aspiraba en el aire un olor de alquitrán mezclado con vinagre. Mack miró a su alrededor en medio de la penumbra. El techo estaba a unos tres o cuatro centímetros por encima de su cabeza. Un hombre de elevada estatura hubiera tenido que agacharse. En el techo había dos rejillas a través de las cuales penetraba un poco de luz y de aire, no del exterior sino de la cerrada cubierta de arriba, iluminada a su vez por unas escotillas abiertas. A ambos lados de la bodega había una especie de estantes de madera de algo menos de dos metros de ancho, uno a la altura de la cintura y otro a escasos centímetros del suelo.

Mack comprendió horrorizado que estaban destinados a los prisioneros. Tendrían que pasarse toda la travesía tendidos en aquellos estantes desnudos.

Avanzaron por el estrecho pasillo que separaba los estantes. Las primeras literas ya estaban ocupadas por unos prisioneros todavía encadenados de dos en dos. Todos parecían aturdidos por lo que les estaba ocurriendo. Un marinero obligó a Cora y a Peg a tenderse al lado de Mack y Barney como cuchillos en un cajón. Los cuatro ocuparon sus posiciones y el marinero los empujó para juntarlos un poco más. Peg podía incorporarse, pero los adultos no podían hacerlo, pues no había suficiente espacio. Mack sólo podía incorporarse sobre el codo.

Al final de la hilera Mack vio una jarra de barro de unos sesenta centímetros de altura en forma de cono, con una ancha base plana y un borde de unos veinticuatro centímetros de diámetro. Había otras tres iguales en la bodega. Eran el único mobiliario visible y Mack comprendió que se utilizaban como orinales.

—¿Cuánto tardaremos en llegar a Virginia? —preguntó Peg.

—Siete semanas —contestó Mack—. Con un poco de suerte.

Lizzie observó cómo transportaban su baúl a un gran camarote situado en la parte de atrás del
Rosebud
. Ella y Jay disponían de sus propios aposentos, un dormitorio y una salita más espaciosos de lo que esperaba. Todo el mundo hablaba de los horrores de la travesía transatlántica, pero ella estaba decidida a sacarle el mejor partido posible y a intentar disfrutar al máximo de aquella nueva experiencia.

Procurar sacar el mejor partido de las cosas se había convertido en su filosofía de la vida. No podía olvidar la traición de Jay. Seguía apretando los puños y mordiéndose el labio cada vez que pensaba en la vacía promesa que él le había hecho el día de su boda, pero trataba de empujarlo al más oscuro rincón de su mente.

Apenas unas semanas atrás, la idea de la travesía la hubiera entusiasmado. Viajar a América era su gran ambición y era también uno de los motivos por los cuales se había casado con Jay. Se imaginaba su nueva vida en las colonias, una existencia al aire libre más despreocupada y tranquila, sin enaguas ni tarjetas de visita, en la que una mujer se pudiera ensuciar las uñas de tierra y manifestar sus opiniones como un hombre. Sin embargo, el sueño había perdido una parte de su encanto en cuanto descubrió el pacto que Jay había hecho a su espalda. La plantación se hubiera tenido que llamar «Veinte Sepulcros», pensó con tristeza.

Se esforzaba en creer que Jay la seguía atrayendo tanto como al principio, pero su cuerpo le decía la verdad. Cuando él la tocaba por la noche, ya no reaccionaba como antes. Lo besaba y acariciaba, pero sus dedos no le quemaban la piel y su lengua ya no le llegaba hasta el fondo del alma. Al principio, el solo hecho de mirarle le producía una sensación de humedad entre las piernas. Ahora en cambio tenía que untarse en secreto con crema de la cara antes de irse a la cama, pues de otro modo el acto sexual le hubiera resultado doloroso. Él siempre terminaba gimiendo y jadeando de placer mientras derramaba su semilla en el interior de su cuerpo, pero ella ya no alcanzaba aquella culminación y se quedaba con una especie de anhelo insatisfecho. Después, cuando le oía roncar a su lado, se consolaba con los dedos y entonces se le llenaba la cabeza de extrañas imágenes de hombres luchando y de prostitutas con los pechos al aire.

Pero su vida estaba dominada por los pensamientos en torno a su hijo. Su embarazo hacía que las decepciones no le parecieran tan importantes. Lo amaría sin reservas. El fruto de sus entrañas se convertiría en la obra de su vida. Y, cuando creciera, sería un virginiano o una virginiana.

Mientras se quitaba el sombrero, llamaron con los nudillos a la puerta del camarote. Un hombre delgado y nervudo con casaca azul y sombrero de tres picos entró en la estancia e inclinó la cabeza.

—Silas Bone, segundo oficial, a su servicio, señora Jamisson, señor Jamisson —dijo.

—Buenos días, Bone —dijo Jay muy estirado, asumiendo plenamente el papel de hijo del propietario.

—El capitán les envía sus mejores saludos —añadió Bone. Ya habían conocido al capitán Partidge, un ceñudo y altivo personaje natural de Rochester, en el condado de Kent—. Zarparemos cuando suba la marea. —El oficial miró con expresión condescendiente a Lizzie—. No obstante, permaneceremos uno o dos días en el estuario del Támesis. Por consiguiente, señora, no se preocupe por el mal tiempo de momento.

—¿Mis caballos ya están a bordo? —preguntó Jay.

—Sí, señor.

—Vamos a ver cómo están.

—Ciertamente, pero quizá la señora Jamisson querrá quedarse aquí y sacar sus efectos personales de los baúles.

—Iré con ustedes —dijo Lizzie—. Me gustaría echar un vistazo por aquí afuera.

—Será mejor que permanezca usted en su camarote el mayor tiempo posible durante la travesía señora Jamisson —dijo Bone—. Los marineros son gentes muy rudas y el tiempo lo es todavía más.

Lizzie se erizó.

—No tengo la menor intención de pasarme las próximas siete semanas encerrada en este cuartito —replicó—. Acompáñenos, señor Bone.

—Sí, señora Jamisson.

Salieron del camarote y cruzaron la cubierta hasta llegar a una escotilla abierta. El oficial bajó por una escalera con la agilidad de un simio. Jay bajó detrás de él y Lizzie le siguió. Bajaron hasta la segunda de las cubiertas inferiores. La luz diurna se filtraba a través de una escotilla abierta y se complementaba ligeramente con la de una lámpara colgada de un gancho.

Los caballos preferidos de Jay, los dos tordos y
Blizzard
, su regalo de cumpleaños, se encontraban en unas pequeñas casillas. Cada uno de ellos llevaba bajo el vientre un cabestrillo atado a una viga del techo para que, si resbalaran a causa de la mala mar, no pudieran caer. Había heno en los pesebres y el suelo estaba cubierto de arena para proteger los cascos. Eran unos animales muy valiosos y su sustitución hubiera sido muy difícil en América. Jay se pasó un buen rato acariciándolos y hablándoles en voz baja para tranquilizarlos.

Lizzie se impacientó y se acercó a una pesada puerta abierta. Bone la siguió.

—Yo que usted no pasearía demasiado, señora Jamisson —le dijo—. Se podría tropezar con ciertas cosas desagradables.

Lizzie no le hizo caso. No era muy remilgada.

—Eso conduce a la bodega de los condenados —le explicó el oficial—. No es lugar apropiado para una dama.

Acababa de pronunciar las palabras mágicas capaces de inducir a Lizzie a persistir en su empeño. Ésta se volvió y le miró a los ojos.

—Señor Bone, este barco pertenece a mi suegro y yo iré donde me apetezca. ¿Está claro?

—Sí, señora.

—Hará usted el favor de llamarme señora Jamisson.

—Sí, señora Jamisson.

Lizzie estaba deseando ver la bodega de los condenados, sabiendo que McAsh podía estar allí. Aquél era el primer barco de deportados que zarpaba después del juicio. Se adelantó dos pasos, agachó la cabeza bajo una viga, empujó una puerta y salió a la bodega principal.

Hacía calor y se percibía un fuerte olor de gente hacinada. Todo estaba tan oscuro que, al principio, no pudo ver nada, aunque oyó el murmullo de muchas voces. El espacio lo ocupaba una especie de estantes para almacenar toneles. Se sobresaltó al oír un rumor de cadenas en el estante que tenía más cerca. Entonces observó horrorizada que lo que se había movido era un pie aherrojado. Vio que alguien estaba tendido en el estante; no, eran dos personas, encadenadas juntas por los tobillos. Mientras sus ojos se iban adaptando poco a poco a la oscuridad, vio otra pareja de seres humanos tendida hombro con hombro al lado de la primera y otra y otra. Había varias docenas apretujadas como arenques en la batea de un pescador.

Debía de ser una medida provisional, pensó. Después les proporcionarían por lo menos unas literas normales para la travesía. Inmediatamente comprendió que tal cosa no sería posible. ¿Dónde podrían estar las literas? Aquélla era la bodega principal y ocupaba casi todo el espacio que había bajo la cubierta. No había ningún otro sitio donde colocar a todos aquellos desventurados. Se pasarían por lo menos siete semanas tendidos en medio de aquella opresiva y pestilente oscuridad.

—¡Lizzie Jamisson! —gritó una voz.

Lizzie experimentó un repentino sobresalto al reconocer el acento escocés: era Mack. Esperaba verle allí, pues casi todos los deportados cruzaban el océano en barcos de los Jamisson, pero no había imaginado las horribles condiciones en las cuales lo había encontrado.

—Mack… ¿dónde estás?

—Aquí.

Lizzie avanzó por el estrecho pasillo que separaba las dos hileras de estantes. Un brazo espectral se extendió hacia ella en medio de la oscuridad. Estrechó la dura mano de Mack.

—Esto es terrible —dijo—. ¿Qué puedo hacer?

—Ahora nada —contestó Mack.

Lizzie vio a Cora tendida a su lado con la niña Peg. Por lo menos, estaban los tres juntos. Algo en la expresión del rostro de Cora indujo a Lizzie a soltar la mano de Mack.

—A lo mejor, podré conseguir que recibáis suficiente agua y comida —dijo.

—Sería muy amable de su parte.

A Lizzie ya no se le ocurría nada más que decir. Permaneció allí en silencio un instante.

—Si puedo, bajaré aquí cada día —dijo al final.

—Gracias.

Dio media vuelta y se alejó a toda prisa.

Volvió sobre sus pasos con una indignada protesta en los labios, pero, al ver la mirada de desprecio de Bone, se tragó las palabras. Los condenados se encontraban a bordo, el barco estaba a punto de zarpar y nada de lo que ella dijera podría modificar la situación. Una protesta sólo serviría para confirmar la advertencia de Bone en el sentido de que las mujeres no tenían que bajar a las bodegas.

—Los caballos están muy bien estabulados —dijo Jay satisfecho.

—¡Están mucho mejor que los seres humanos! —comentó Lizzie sin poder contenerse.

—Ah, eso me recuerda una cosa —dijo Jay—. Bone, hay en la bodega un condenado llamado Sidney Lennox. Sáquele los grilletes e instálelo en un camarote, por favor.

—Sí, señor.

—¿Por qué está Lennox con nosotros? —preguntó Lizzie, estupefacta.

—Lo condenaron por la compra de objetos robados, pero ha prestado un buen servicio a mi familia en el pasado y no podemos abandonarlo.

—¡Oh, Jay! —exclamó Lizzie, consternada—. ¡Es un hombre muy malo!

—Al contrario, es muy útil.

Lizzie apartó el rostro. Se había alegrado de poder dejar a Lennox a su espalda en Inglaterra y ahora lamentaba que a él también lo hubieran condenado a la deportación. ¿Acaso Jay no podría escapar jamás de su perversa influencia?

—La marea está a punto de subir, señor Jamisson —dijo Bone—. El capitán estará impaciente por levar anclas.

—Felicite al capitán y dígale que se dé prisa.

Todos subieron por la escalera.

Minutos después, mientras Lizzie y Jay permanecían de pie en la proa, el barco empezó a deslizarse río abajo. Una fresca brisa del anochecer azotaba las mejillas de Lizzie. Mientras la cúpula de San Pablo desaparecía bajo la línea del horizonte de los almacenes portuarios, ésta le dijo a su marido:

—No sé si alguna vez volveremos a ver Londres.

III. Virginia

26

T
endido en la bodega del
Rosebud
Mack temblaba a causa de la fiebre. Se sentía casi como un animal: sucio, medio desnudo, encadenado e impotente. Apenas podía tenerse en pie, pero su mente estaba completamente lúcida. Juró no volver a permitir jamás que nadie le pusiera grilletes. Lucharía, intentaría escapar y preferiría que lo mataran antes que sufrir de nuevo aquella humillación.

Un grito penetró en la bodega desde la cubierta:

—Sondeos a treinta y cinco brazas, capitán… ¡arena y carrizos!

La tripulación lanzó vítores de entusiasmo.

—¿Qué es una braza? —preguntó Peg.

Un metro y ochenta centímetros de agua —contestó Mack, lanzando un suspiro de alivio—. Eso significa que nos estamos acercando a tierra.

Varias veces había pensado que no conseguiría sobrevivir. Veinticinco prisioneros habían muerto en el barco. Nadie se había muerto de hambre. Al parecer, Lizzie, que no había vuelto a bajar a la bodega, había cumplido su promesa y se había encargado de que les dieran comida y bebida suficiente. Sin embargo, el agua potable ya se estaba empezando a estropear y la dieta de carne salada y pan resultaba muy monótona e insalubre y todos los condenados habían contraído una dolencia que a veces se llamaba fiebre de hospital y otras veces fiebre de la cárcel. Barney el Loco había sido el primero en sucumbir a ella, pues los viejos no la resistían.

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