—¿Está usted intimidando a la testigo? —preguntó Gordonson.
Jay se acobardó y la soltó. Un abogado con un fajo de papeles se abrió paso a través del pequeño grupo.
—¿Es necesario que discutamos aquí, delante de todo el mundo? —dijo Jay.
—Sí —contestó Gordonson—. En este momento no podemos abandonar la sala.
Sir George le preguntó a su nuera:
—¿Qué te propones con todo esto, muchacha?
El arrogante tono de su voz enfureció aún más si cabe a Lizzie.
—Usted sabe muy bien lo que me propongo, maldita sea —contestó. Los hombres se sorprendieron al oírla soltar una maldición y dos o tres personas se volvieron a mirarla. Ella no les prestó la menor atención—. Ustedes organizaron los disturbios para atrapar a McAsh. Y yo no permaneceré cruzada de brazos, permitiendo que lo ahorquen.
Sir George enrojeció de cólera.
—Recuerda que eres mi nuera y…
—Cállese, George —dijo Lizzie, interrumpiéndole—. No me dejaré avasallar.
Jay decidió intervenir.
—No puedes ponerte en contra de tu propio marido —dijo—. ¡Es una deslealtad!
—¿Una deslealtad? —repitió Lizzie en tono despectivo—. ¿Quién demonios eres tú para hablar de lealtad? Me juraste que no explotarías el carbón de mis tierras… y es eso justamente lo que has hecho. ¡Me traicionaste el día de nuestra boda!
Todos se quedaron sin habla. Por un instante, Lizzie oyó la declaración de un testigo desde el otro lado de la pared.
—Entonces te has enterado del accidente —dijo Jay.
Lizzie respiró hondo.
—Más vale que le diga ahora mismo que pienso vivir separada de Jay a partir de este día. Estaremos casados sólo de nombre. Yo regresaré a mi casa de Escocia y ningún miembro de la familia Jamisson será recibido allí. En cuanto a mi intención de interceder en favor de McAsh, no pienso ayudarles a que ahorquen a mi amigo y ustedes dos, los dos, he dicho bien, pueden irse al infierno.
Sir George se había quedado tan estupefacto que no dijo nada. Llevaba muchos años sin tolerar que nadie le hablara en semejante tono. Se puso colorado como una remolacha y los ojos parecieron querer saltársele de las órbitas mientras balbucía unas palabras inconexas.
—¿Puedo hacerle una sugerencia? —preguntó Caspar Gordonson, dirigiéndose a Jay.
Jay le miró con hostilidad, pero contestó:
—Diga, diga.
—Podrían ustedes convencer a la señora Jamisson de que no declarara… con una condición.
—¿Cuál?
—La de que usted mismo intercediera por la vida de Mack.
—Me niego rotundamente a hacerlo —dijo Jay.
—La eficacia sería la misma —añadió Gordonson— y salvaría a la familia de la vergüenza de una esposa que declara contra su marido ante un tribunal. Y usted ofrecería una imagen de hombre magnánimo —añadió astutamente el abogado—. Podría decir que Mack trabajó como minero en los pozos Jamisson y que por esta razón la familia desea mostrarse clemente.
En el corazón de Lizzie se encendió un rayo de esperanza. Una súplica de clemencia por parte del oficial que había sofocado los disturbios sería mucho más eficaz que la suya. Vio la duda reflejada en el rostro de Jay mientras éste sopesaba las consecuencias. Después le oyó decir en tono malhumorado:
—Supongo que no me queda más remedio que aceptarlo.
Antes de que Lizzie tuviera tiempo de alegrarse, intervino sir George.
—Hay una condición en la cual yo sé que Jay insistirá.
Lizzie tuvo el mal presentimiento de que ya sabía lo que iba a decir su suegro.
Sir George la miró.
—Debes olvidar todas esas tonterías de las vidas separadas. Tú eres la verdadera esposa de Jay en todos los sentidos.
—¡No! —gritó Lizzie—. Él me ha traicionado… ¿cómo puedo confiar en él? Me niego.
—Pues entonces Jay no intercederá en favor de McAsh —dijo sir George.
—Debo decirle, Lizzie, que la intercesión de su esposo será mucho más eficaz que la suya porque él es el fiscal —dijo Gordonson.
Lizzie no sabía qué hacer. No era justo… la estaban obligando a elegir entre la vida de Mack y la suya propia. ¿Cómo podía tomar una decisión? Se sentía atraída en ambas direcciones y le dolía.
Todos la estaban mirando: Jay, sir George, Gordonson, su madre y York. Sabía que hubiera tenido que ceder, pero algo en su interior no se lo permitía.
—No —dijo en tono desafiante—. No cambiaré mi propia vida por la de Mack.
—Piénselo bien —le dijo Gordonson.
—Tienes que hacerlo —dijo su madre.
Lizzie la miró. Era lógico que su madre la instara a hacer lo más convencional. Lady Hallim estaba casi al borde de las lágrimas.
—¿Qué ocurre?
—Tienes que ser una esposa como Dios manda para Jay —contestó lady Hallim, rompiendo a llorar.
—¿Por qué?
—Porque vas a tener un hijo.
Lizzie la miró fijamente.
—¿Cómo? Pero ¿qué estás diciendo?
—Estás embarazada —le dijo su madre.
—¿Y tú cómo lo sabes?
Lady Hallim habló entre sollozos.
—Se te han hinchado los pechos y la comida te marea. Llevas dos meses casada, no tiene nada de extraño.
—Oh, Dios mío —dijo Lizzie, estupefacta.
Todo le estaba saliendo al revés. ¡Un hijo! ¿Cómo era posible? Trató de recordar y se dio cuenta de que no había vuelto a tener el período desde el día de la boda. O sea que era cierto. Estaba atrapada en su propio cuerpo. Jay era el padre de su hijo. Y su madre sabía que aquello era lo único que podía hacerla cambiar de parecer.
Miró a su marido y vio en su rostro una mezcla de cólera y súplica.
—¿Por qué me has mentido? —le preguntó.
—No quería hacerlo, pero no tuve más remedio —contestó Jay.
Lizzie se sentía un poco más tranquila. Sabía que su amor hacia él jamás volvería a ser el mismo, pero Jay seguía siendo su marido.
—Muy bien —dijo—. Lo acepto.
—En tal caso, todos estamos de acuerdo —dijo Caspar Gordonson.
A Lizzie le pareció una condena a cadena perpetua.
—¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio! —gritó el ujier de la sala—. Sus señorías los jueces reales ordenan a todo el mundo guardar silencio bajo pena de cárcel mientras se comunican las sentencias de muerte a los prisioneros.
Mack se estremeció de odio. Aquel día se habían juzgado diecinueve casos y doce personas habían sido declaradas culpables. El joven se sintió invadido por una oleada de terror. Lizzie había obligado a Jay a suplicar clemencia, lo cual significaba que su condena a la pena de muerte sería suspendida, pero ¿y si el juez rechazara la petición de Jay o simplemente cometiera un error?
Lizzie se encontraba al fondo de la sala. La mirada de Mack se cruzó con la suya. Estaba pálida y trastornada. No había tenido ocasión de hablar con ella. Trató de dirigirle una sonrisa de aliento, pero le salió una mueca de temor.
El juez miró a los doce prisioneros puestos en fila y, tras una breve pausa, tomó la palabra.
—¡La ley os condena a regresar desde aquí al lugar de donde vinisteis y a dirigiros desde allí al lugar de la ejecución, donde seréis colgados del cuello hasta que el cuerpo esté muerto y el Señor se apiade de vuestras almas!
Se produjo un horrible silencio. Presa de su misma angustia, Cora tomó a Mack del brazo y éste sintió que sus dedos se hundían en su carne. Los demás prisioneros tenían muy pocas posibilidades de ser indultados. Al oír el veredicto de condena a muerte, algunos empezaron a lanzar improperios, otros se echaron a llorar y otros rezaron en voz alta.
—Peg Knapp es indultada y se recomienda su deportación —dijo solemnemente el juez—. Cora Higgins es indultada y se recomienda su deportación. Malachi McAsh es indultado y se recomienda su deportación. Los demás serán ahorcados.
Mack rodeó con sus brazos a Cora y a Peg, los tres permanecieron de pie, fundidos en un abrazo. Les habían perdonado la vida.
Caspar Gordonson se unió al abrazo. Después asió del brazo a Mack y le dijo con el rostro muy serio:
—Tengo que comunicarte una terrible noticia.
El pánico volvió a apoderarse de Mack. ¿Acaso se habían anulado los indultos?
—Se ha derrumbado un techo en uno de los pozos de los Jamisson —añadió Gordonson. A Mack le dio un vuelco el corazón—. Veinte personas han resultado muertas.
—¿Esther…?
—Lo siento muchísimo, Mack. Tu hermana figura entre los muertos.
¿Muerta? No podía creerlo. Aquel día la vida y la muerte se habían repartido como cartas. ¿Esther muerta? ¿Cómo era posible que ya no tuviera una hermana gemela? La había tenido siempre, desde el día en que nació.
—Hubiera tenido que permitir que se fuera conmigo —dijo sin poder contener las lágrimas—. ¿Por qué la dejé?
Peg le miró con los ojos enormemente abiertos. Cora le tomó de la mano diciendo:
—Una vida salvada y otra perdida.
E
l día de la partida llegó con mucha rapidez.
Una mañana sin previo aviso todos los prisioneros que habían sido condenados a la deportación recibieron la orden de recoger sus pertenencias y fueron conducidos al patio.
Mack poseía muy pocas cosas. Aparte de la ropa, sólo tenía su Robinson Crusoe, el collar roto de hierro que había llevado consigo desde Heugh y la capa de piel que Lizzie Hallim le había dado.
En el patio, un herrero los aherrojó de dos en dos con unos grilletes en los pies. Mack se sentía humillado por las cadenas. La sensación del frío hierro en sus tobillos le producía un profundo sentimiento de vergüenza. Había luchado por su libertad y había perdido la batalla, pues una vez más lo habían encadenado como si fuera un animal. Esperaba que el barco se hundiera y él se ahogara.
Los hombres y las mujeres no se podían encadenar juntos. A Mack lo emparejaron con un viejo y sucio borracho llamado «Barney el Loco». Cora le dirigió una insinuante mirada al herrero y consiguió que la emparejaran con Peg.
—Creo que Caspar no debe de saber que nos vamos hoy —dijo Mack con semblante preocupado—. A lo mejor, no tienen obligación de comunicárselo a nadie.
Miró arriba y abajo en la fila de condenados. Calculó que debía de haber más de cien; aproximadamente una cuarta parte de ellos estaba formada por mujeres y unos cuantos niños de nueve años para arriba. Entre los hombres se encontraba Sidney Lennox.
La caída de Lennox había sido motivo de gran regocijo. Nadie confiaba en él desde que declarara en contra de Peg. Los ladrones que vendían los objetos robados en el Sun se fueron a otro sitio. Y, a pesar de que la huelga de los mineros se había roto y casi todos los hombres habían regresado al trabajo, nadie quería trabajar para Lennox por mucho que les pagara. Lennox había tratado de convencer a una mujer llamada Gwen Sixpence de que robara para él, pero ella y dos amigos suyos lo habían denunciado como receptador de objetos robados y por esta causa había sido condenado. Los Jamisson habían intercedido por él y lo habían salvado de la horca, pero no habían podido impedir su deportación.
La gran puerta de madera de la prisión se abrió de par en par. Una patrulla de ocho guardias esperaba para escoltarles. Un carcelero propinó un violento empujón a la primera pareja de la fila y, poco a poco, los prisioneros fueron saliendo a la transitada calle.
—No estamos lejos de Fleet Street —dijo Mack—. Puede que Caspar se entere de lo que está ocurriendo.
—¿Y eso qué más da? —replicó Cora.
—Podría sobornar al capitán del barco para que nos diera un trato de favor.
Mack había adquirido ciertos conocimientos sobre la travesía del Atlántico gracias a las preguntas que había hecho a los prisioneros, los carceleros y los visitantes de Newgate. El único hecho cierto que había averiguado era que la travesía mataba a muchas personas. Tanto si los pasajeros eran esclavos como si eran prisioneros o sirvientes contratados, las condiciones en la bodega eran mortalmente insalubres. Los armadores actuaban movidos por el afán de ganar dinero y apretujaban en sus bodegas a toda la gente que podían, pero los capitanes también eran venales y cualquier prisionero que tuviera dinero para pagar sobornos podía dormir en un camarote.
Los londinenses interrumpieron sus actividades para contemplar el último y vergonzoso paseo de los condenados por el centro de la ciudad. Algunos les daban el pésame, otros se burlaban de ellos y unos cuantos les arrojaban piedras o basura. Mack le pidió a una mujer de apariencia servicial que le hiciera el favor de transmitirle un recado a Caspar Gordonson, pero la mujer se negó. Lo intentó con otras dos personas con el mismo resultado.
Las cadenas los obligaban a caminar tan despacio que tardaron más de una hora en llegar a la zona del puerto. En el río había muchos barcos, barcazas, transbordadores y balsas, pues las huelgas habían sido aplastadas por el Ejército. Era una cálida mañana primaveral en la que el sol se reflejaba en las cenagosas aguas del Támesis.
Una barca los estaba esperando para conducirlos al barco anclado en mitad de la corriente. Mack leyó su nombre: el
Rosebud
.
—¿Es un barco de los Jamisson? —le preguntó Cora.
—Casi todos los barcos de los deportados lo son.
Mientras abandonaba la cenagosa orilla para subir al barco, Mack comprendió que aquélla sería la última vez que pisara suelo británico en muchos años, tal vez para siempre. Estaba confuso. El temor y la inquietud se mezclaban con una temeraria emoción ante la perspectiva de un nuevo país y una nueva vida.
La tarea de subir a bordo resultó un poco complicada, pues no era fácil subir emparejados por la escalerilla con los pies aherrojados. Peg y Cora lo consiguieron sin demasiada dificultad, pues eran jóvenes y ágiles, pero Mack tenía que llevar a rastras a Barney. Dos hombres cayeron al agua. Ni los guardias ni los marineros hicieron nada por ayudarlos, por lo que se hubieran ahogado sin remedio si los demás prisioneros no se hubieran inclinado para agarrarlos y subirlos de nuevo a la barca.
El barco debía de medir unos doce metros de eslora por unos cinco y medio de manga.
—Yo he robado en salones más grandes que eso —comentó Peg en tono despectivo.
En la cubierta había un corral de gallinas, una pequeña pocilga y una cabra atada con una cuerda. Al otro lado del barco, un soberbio caballo blanco estaba siendo izado a bordo con la ayuda de un penol utilizado a modo de grúa. Un esquelético gato le mostró los colmillos a Mack. Este vio unos cabos enrollados y unas velas recogidas, aspiró un penetrante olor a barniz y sintió bajo sus pies el balanceo del buque. Después los empujaron hasta el borde de una escotilla y los obligaron a bajar por una escalera.