Experimentaba una mezcla de emoción y de miedo. Conocía a Jay de toda la vida, pero, desde que eran mayores, sólo había pasado unos cuantos días con él. Era como un salto en el vacío. Aunque, bien mirado, el matrimonio siempre era un salto en el vacío: no se conocía realmente a una persona hasta que no se convivía con ella.
Su madre estaba muy disgustada. Había soñado con que ella se casara con un hombre rico para acabar de este modo con los años de penurias. Pero no había tenido más remedio que aceptar su repentina decisión.
La joven no estaba preocupada por el dinero. Lo más probable era que sir George le diera algo a Jay, pero, si no se lo daba, ambos podrían vivir en High Glen House. Algunos hacendados escoceses estaban talando sus bosques y arrendando las tierras a los criadores de ovejas. Puede que, al principio, ellos también lo hicieran para incrementar un poco sus ingresos.
Sabía que, cualquier cosa que ocurriera, la experiencia sería divertida. Lo que más le gustaba de Jay era su espíritu aventurero. Estaba dispuesto a galopar con ella por el bosque, mostrarle la mina de carbón e irse a vivir a las colonias.
Se preguntó si semejante proyecto se podría convertir alguna vez en realidad. Jay aún no había perdido la esperanza de conseguir la finca de Barbados. La idea de irse al extranjero la atraía casi tanto como la perspectiva de casarse. Decían que allí la vida era muy cómoda y que no existían las rígidas normas de etiqueta que tanto la molestaban en la sociedad británica. Se imaginaba sin enaguas ni miriñaques, con el cabello corto y montando todo el día a caballo con un mosquete al hombro.
¿Tendría Jay algún defecto? Su madre decía que era presumido y ególatra, pero ella jamás había conocido a un hombre que no lo fuera. Al principio, le había parecido un poco débil por no haberse enfrentado con su padre y su hermano, pero ahora pensaba que se había equivocado, pues, pidiéndola en matrimonio, Jay los había desafiado a los dos.
Llegó a la orilla del río. No era un riachuelo de montaña de esos que bajan como una cinta hacia el fondo de un valle, sino un profundo torrente de treinta metros de anchura, sobre cuyas rápidas y turbulentas aguas la luna brillaba con retazos de plata, creando un efecto de un mosaico machacado.
El aire era tan frío que casi le dolían los pulmones al respirar, pero las pieles la mantenían abrigada. Se apoyó en el grueso tronco de un viejo pino y contempló las agitadas aguas de la corriente. Levantó la vista y le pareció distinguir un movimiento en la otra orilla.
No exactamente delante de ella sino un poco más arriba. Al principio, pensó que debía de ser un ciervo, pues los venados solían moverse de noche. No parecía un hombre porque la cabeza era demasiado grande. Después vio que era un hombre con un fardo en la cabeza y lo comprendió todo. Se oyó el crujido del hielo cuando el hombre se acercó a la orilla y penetró en el agua.
En el fardo debía de llevar la ropa. Pero ¿quién podría arrojarse al agua a aquella hora de la noche y en pleno invierno? Pensó que era McAsh, tratando de burlar la vigilancia del puente. Se estremeció en el interior de su capa de pieles al pensar en lo fría que debía de estar el agua. No concebía que un hombre pudiera nadar y sobrevivir a semejante temperatura.
Sabía que hubiera tenido que alejarse de allí. El hecho de quedarse y contemplar a un hombre desnudo nadando en el río sólo podría acarrearle quebraderos de cabeza. Pese a ello, no pudo resistir la curiosidad y permaneció inmóvil, observando el movimiento regular de la cabeza en mitad del torrente. La fuerte corriente lo obligaba a nadar en diagonal, pero el ritmo no se interrumpió en ningún momento. El hombre parecía muy fuerte y alcanzaría la orilla unos veinte o treinta metros más allá del lugar donde ella se encontraba.
Sin embargo, cuando ya estaba a la mitad de la travesía, tuvo mala suerte. Lizzie vio una oscura forma acercándose a él sobre la superficie del agua y vio que era un árbol caído. Él no se dio cuenta hasta que lo tuvo encima. Una gruesa rama le golpeó la cabeza y sus brazos se enredaron en el follaje. Lizzie reprimió un jadeo al ver que se hundía. Contempló las ramas, buscando al hombre. Aún no sabía si era McAsh. El árbol se acercó un poco a la orilla, pero el hombre no volvió a salir.
—Por favor, no te ahogues —dijo Lizzie en un susurro.
El tronco pasó por delante de ella, pero no se veía ni rastro del hombre. Lizzie pensó en la posibilidad de ir corriendo a pedir ayuda, pero se encontraba a más de cuatrocientos metros del castillo y, para cuando hubiera regresado, él ya hubiera estado muy lejos, vivo o muerto corriente abajo. Pero quizá debería intentarlo de todos modos, pensó. Mientras se debatía en la angustia de la indecisión, el hombre emergió de nuevo a la superficie, a cosa de un metro del árbol.
Milagrosamente, el fardo estaba todavía atado a su cabeza. Sin embargo, ya no podía nadar con la misma fuerza que antes. Ahora chapoteaba, jadeaba y tosía. Lizzie bajó hasta la orilla. El agua helada penetró a través de sus escarpines de seda y le empapó los pies.
—¡Por aquí! —le gritó—. ¡Yo tiraré hacia fuera!
El hombre no la debió de oír, pues siguió chapoteando en el agua como si tras haber estado a punto de ahogarse, no pensara en otra cosa más que en respirar. Después pareció que se calmaba un poco y miró a su alrededor como si tratara de orientarse. Lizzie lo volvió a llamar.
—¡Por aquí! ¡Deje que le ayude!
El hombre tosió y jadeó antes de que su cabeza se hundiera de nuevo bajo el agua. Volvió a salir casi enseguida y entonces empezó a chapotear y a dar torpes brazadas hacia el lugar donde ella se encontraba.
Con el corazón latiendo violentamente en su pecho, Lizzie se arrodilló sobre el frío barro sin preocuparse por su vestido de seda y sus pieles. Cuando él ya estuvo más cerca, alargó el brazo. Las manos del hombre se agitaban en el aire. Lizzie agarró una de sus muñecas y tiró con fuerza, asiéndole el brazo con ambas manos. El hombre alcanzó la orilla y se quedó inmóvil, medio dentro y medio fuera del agua. Lizzie lo agarró por las axilas hundiendo sus escarpines en el barro y volvió a tirar con todas sus fuerzas. El hombre empujó con las manos y los pies y, al final, consiguió salir del agua.
Lizzie le contempló, desnudo, mojado y medio muerto en la orilla como un monstruo marino atrapado por un pescador gigantesco.
Tal como ya había adivinado, el hombre a quien acababa de salvar la vida era Malachi McAsh.
Sacudió la cabeza, mirándole con curiosidad. ¿Qué clase de hombre era aquél? En los dos últimos días, había sufrido los efectos de una explosión de gas y había sido sometido a una tortura espantosa y, sin embargo, había tenido la fuerza y el valor de arrojarse a un río helado para poder escapar. Jamás se rendía.
Mack permaneció tendido boca arriba, respirando afanosamente en medio de unos fuertes temblores. El collar de hierro había desaparecido. Lizzie se preguntó cómo se lo habría quitado. Su piel mojada brillaba con reflejos de plata bajo la luz de la luna. Era la primera vez que Lizzie contemplaba a un hombre desnudo y, a pesar de la preocupación que sentía por su vida, no pudo por menos que sentirse fascinada por su miembro, una especie de tubo arrugado medio escondido en una masa de ensortijado vello oscuro en la bragadura de sus musculosos muslos.
Si permaneciera tendido allí mucho rato, puede que se muriera de frío. Lizzie se arrodilló a su lado y le desató el mojado fardo que llevaba en la cabeza. Después apoyó la mano en su hombro y lo notó tan frío como una tumba.
—¡Levántate! —le dijo en tono apremiante. Él no se movió. Lo sacudió y percibió sus poderosos músculos bajo la piel—. ¡Levántate si no quieres morirte de frío! —Lo agarró con ambas manos, pero, sin su colaboración, no podía moverlo. Era tan duro y pesado como una roca—. Mack, por favor, no te mueras —le gritó con la voz quebrada por un sollozo.
Al final, Mack se movió. Poco a poco, se puso a gatas, se incorporó y tomó su mano. Con su ayuda, logró levantarse.
—Gracias a Dios —musitó Lizzie.
El joven se apoyó pesadamente en ella y a punto estuvo de hacerle perder el equilibrio.
Tenía que calentarle. Abrió su capa y lo estrechó con fuerza, sintiendo en su pecho la terrible frialdad de su cuerpo a través de la seda de su vestido. Mack se abrazó a ella y su ancho y musculoso cuerpo absorbió el calor del suyo. Era la segunda vez que se abrazaban y Lizzie volvió a experimentar una profunda sensación de intimidad, casi como si ambos fueran amantes.
Mack no podía entrar en calor estando mojado. Lizzie tenía que secarlo de la manera que fuera. Necesitaba un trapo, cualquier cosa que pudiera utilizar como toalla. Llevaba varias enaguas de lino. Podía quitarse una.
—¿Puedes sostenerte en pie? —le preguntó.
Mack asintió con la cabeza entre accesos de tos. Lizzie lo soltó y se levantó la falda. Mientras se quitaba una enagua, sintió que él la miraba a pesar del lastimoso estado en que se encontraba. Enseguida empezó a frotarlo con la enagua y le secó la cara y el cabello. Después le secó la espalda y las compactas nalgas, se arrodilló para secarle las piernas, se levantó, le dio la vuelta para secarle el pecho y se sorprendió al ver que el pene se proyectaba hacia fuera.
Hubiera tenido que sentir repugnancia y horror, pero no fue así.
Se sintió más bien fascinada e intrigada y se enorgulleció estúpidamente de haber podido provocar semejante efecto en un hombre.
Experimentaba también otra cosa; una especie de profundo dolor que la indujo a tragar saliva para aliviar la sequedad de la boca. No era la agradable sensación que le había producido el beso de Jay. No tenía nada que ver con las caricias y los juegos. Temía que McAsh la arrojara al suelo, le desgarrara la ropa y la violara, pero lo más aterrador de todo era que, en lo más hondo de su ser, deseaba que lo hiciera.
Sin embargo, sus temores resultaron infundados.
—Perdone —murmuró Mack.
Se volvió de espaldas, se inclinó hacia el fardo y sacó unos empapados pantalones de
tweed
. Los escurrió lo mejor que pudo y se los puso. Los latidos del corazón de Lizzie volvieron a normalizarse.
Mientras Mack escurría una camisa, Lizzie comprendió que, si se ponía ropa mojada, probablemente se moriría de una pulmonía al rayar el alba. Pero no podía quedarse desnudo.
—Voy a buscar un poco de ropa al castillo —le dijo.
—No —dijo Mack—. Le preguntarán para qué la quiere.
—Puedo entrar y salir a mi antojo… y tengo las prendas de hombre que usé para bajar a la mina.
Mack sacudió la cabeza.
—No puedo entretenerme. En cuanto empiece a caminar, entraré en calor —dijo, escurriendo una manta a cuadros escoceses.
Lizzie se quitó impulsivamente la capa de piel. Era muy holgada y lo abrigaría bien. Valía mucho dinero y puede que jamás volviera a tener otra igual, pero salvaría la vida de un hombre. No sabía cómo iba a explicarle a su madre su desaparición, pero ya se inventaría algo.
—Pues entonces ponte esto y guarda la manta hasta que se seque.
Sin esperar a que él contestara, le colocó la capa sobre los hombros. Mack vaciló un instante, pero después se arrebujó en la prenda.
Era lo bastante ancha como para taparlo por completo.
Lizzie tomó el fardo y sacó las botas de Mack. Él le entregó la manta y ella la guardó en el fardo. Mientras lo hacía, sus manos rozaron el collar de hierro. Lo sacó para examinarlo. Estaba roto y doblado.
—¿Cómo lo has conseguido? —le preguntó.
—Lo rompí en la fragua de la boca de la mina y utilicé las herramientas de Taggart.
No podía haberlo hecho solo, pensó Lizzie. Lo habría ayudado su hermana.
—¿Por qué te lo llevas?
Mack dejó de temblar y en sus ojos se encendió un destello de furia.
—Para no olvidarlo —contestó con amargura—. Nunca jamás.
Lizzie lo volvió a dejar en el fardo y sus dedos rozaron un voluminoso libro hacia el fondo de la bolsa.
—¿Qué es? —preguntó.
—Robinson Crusoe.
—¡Mi libro preferido!
Mack tomó el fardo. Ya estaba preparado para emprender la marcha.
Lizzie recordó que Jay había convencido a sir George de que dejara escapar a McAsh.
—Los guardabosques no te perseguirán —le dijo.
La miró con dureza. Sus ojos reflejaban esperanza y escepticismo.
—¿Cómo lo sabe?
—Sir George llegó a la conclusión de que eres un alborotador y de que sería mejor que te fueras. Ha dejado la vigilancia en el puente porque no quiere que los mineros sepan que te deja escapar, pero confía en que te largues y no tratará de obligarte a volver.
Una expresión de alivio se dibujó en el fatigado rostro de Mack.
—O sea, que no tenía que preocuparme por la policía. Gracias a Dios.
Lizzie temblaba sin la capa, pero sentía un agradable calor por dentro.
—Camina deprisa y no te detengas para descansar —dijo—. Si te paras antes del amanecer, morirás.
Se preguntó adónde iría y qué iba a hacer.
Mack asintió con la cabeza y le tendió la mano. Ella se la estrechó, pero para su asombro, Mack acercó su mano a sus pálidos labios y se la besó. Después se alejó en silencio.
—Buena suerte —le dijo ella en voz baja.
Las botas de Mack rompían el hielo de los charcos del camino mientras bajaba por el valle a la luz de la luna, pero su cuerpo se calentó enseguida gracias a la capa de piel de Lizzie Hallim. Aparte de sus pisadas, sólo se oía el rumor del agua del río que discurría paralelo al camino. Su espíritu estaba entonando la canción de la libertad.
Cuanto más se alejaba del castillo, más curioso e incluso divertido se le antojaba su encuentro con la señorita Hallim. Allí estaba ella, con su vestido bordado, sus escarpines de seda y un peinado que dos doncellas habrían tardado media hora en realizar y, de pronto, aparece él nadando en el río tal como su madre lo trajo al mundo. ¡Menudo susto se habría llevado!
El domingo anterior en la iglesia se había comportado como una típica aristócrata escocesa, necia, presumida y arrogante, pero después había tenido el valor de aceptar su desafío y bajar a la mina.
Y aquella noche le había salvado dos veces la vida, primero sacándolo del agua y después entregándole su capa. Era una mujer extraordinaria. Lo había estrechado contra su cuerpo para infundirle calor y después se había arrodillado y lo había secado con su enagua. ¿Que otra dama de Escocia hubiera sido capaz de hacer algo semejante por un minero? Recordó el momento en que ella había caído en sus brazos en la mina y él había sentido el peso y la suavidad de su pecho en su mano. Lamentaba no poder volver a verla nunca más. Esperaba que ella también encontrara el medio de escapar de aquel lugar tan mezquino. Su espíritu aventurero necesitaba horizontes más vastos.