—Los mineros se han puesto a cantar un himno y no han querido callarse cuando él se lo ha ordenado.
Jay se alegró. Por lo visto, Lizzie había visto la peor faceta de Robert. «Mis posibilidades de éxito van mejorando a cada minuto que pasa», pensó, exultante de júbilo.
Un mozo se hizo cargo del caballo de Lizzie y ambos cruzaron el patio en dirección al castillo. Robert estaba hablando con sir George en el vestíbulo.
—Ha sido un desafío intolerable —decía Robert—. Cualquier cosa que ocurra, tenemos que evitar por todos los medios que McAsh se salga con la suya.
Lizzie emitió un jadeo de irritación y Jay vio la posibilidad de apuntarse un tanto delante de ella.
—Creo que deberíamos considerar muy en serio la posibilidad de permitir la partida de McAsh —le dijo a su padre.
—No seas ridículo —le dijo Robert.
Jay recordó los comentarios de Harry Ratchett.
—Ese hombre es un alborotador… mejor que nos libremos de él.
—Nos ha desafiado abiertamente —replicó Robert en tono de protesta—. No podemos tolerar que se salga con la suya.
—¡No se ha salido con la suya! —terció Lizzie—. ¡Ha sufrido el más bárbaro de los castigos!
—No es bárbaro, Elizabeth —le dijo sir George—, debe usted comprender que ellos no sufren como nosotros. —Antes de que ella pudiera contestar, el hacendado se dirigió a su hijo Robert—: Pero es cierto que no se ha salido con la suya. Ahora los mineros saben que no pueden marcharse al cumplir los veintiún años: hemos demostrado nuestra fuerza. Quizá deberíamos permitir que se fuera discretamente.
Robert no parecía muy convencido.
—Jimmy Lee es un alborotador, pero lo obligamos a quedarse.
—Es un caso distinto —dijo su padre—. Lee es todo corazón y no tiene cerebro… jamás será un cabecilla, no tenemos nada que temer de él. En cambio, McAsh tiene otra madera.
—No le tengo miedo a McAsh.
—Podría ser peligroso —dijo sir George—. Sabe leer y escribir. Es bombero y eso significa que los demás se fían de él. Y, a juzgar por la escena que me acabas de describir, ya está casi a punto de convertirse en un héroe. Si le obligamos a quedarse, se pasará toda su cochina vida dándonos quebraderos de cabeza.
Robert asintió a regañadientes con la cabeza.
—Sigo pensando que la cosa no tiene muy buen cariz.
—Pues procura mejorarla —dijo sir George—. Deja la vigilancia en el puente. McAsh se irá probablemente cruzando la montaña y nosotros no lo perseguiremos. No me importa que los demás piensen que se ha escapado… siempre y cuando sepan que no tenía ningún derecho a hacerlo.
—De acuerdo —dijo Robert.
Lizzie le dirigió una mirada de triunfo a Jay. A la espalda de Robert, articuló en silencio las palabras «¡Bien hecho!».
—Tengo que lavarme las manos antes de comer —dijo Robert, retirándose, todavía enfurruñado.
Sir George se fue a su estudio.
—¡Lo ha conseguido! —exclamó Lizzie, arrojándole los brazos al cuello a Jay—. ¡Ha logrado que lo dejen en libertad! —añadió, dándole un sonoro beso en la mejilla.
Jay se sorprendió de su atrevido comportamiento, pero enseguida se recuperó. Le rodeó el talle con sus brazos y la estrechó. Después inclinó la cabeza y ambos se volvieron a besar, pero esta vez fue un beso distinto, lento, sensual y exploratorio, Jay cerró los ojos para concentrarse mejor en las sensaciones. Olvidó que estaban en la estancia más pública del castillo de su padre, por la que pasaban constantemente los miembros de la familia y los invitados, los vecinos y los criados. Por suerte, no entró nadie y el beso no sufrió la menor interrupción. Cuando ambos se apartaron casi sin aliento, todavía estaban solos.
Presa de una profunda emoción, Jay se dio cuenta de que aquel era el mejor momento para pedirle a Lizzie que se casara con él.
—Lizzie…
No sabía cómo abordar la cuestión.
—¿Sí?
—Lo que quiero decirle… ahora no se puede usted casar con Robert.
—Puedo hacer lo que me dé la gana —le contestó ella inmediatamente.
Estaba claro que no era la mejor táctica para abordar a Lizzie. Jamás se le podía decir lo que no tenía que hacer.
—No quería…
—A lo mejor, Robert besa todavía mejor que usted —dijo Lizzie, sonriendo con picardía.
Jay se rió.
La joven se apoyó contra su pecho.
—Por supuesto que ahora no puedo casarme con él.
—Porque…
Lizzie le miró a los ojos.
—Pues porque voy a casarme con usted… ¿no es cierto?
—¡Ah… claro! —contestó Jay sin poder dar crédito a lo que acababa de oír.
—¿No era eso lo que usted estaba a punto de pedirme?
—En realidad… sí.
—Pues ya está. Ahora me puede volver a besar.
Todavía un poco aturdido, Jay inclinó la cabeza hacia ella. En cuanto sus labios se rozaron, Lizzie abrió la boca y la dulce punta de su lengua lo asombró y deleitó, abriéndose paso con increíble suavidad. Jay se preguntó a cuántos chicos habría besado, pero no era el momento más adecuado para plantearle la cuestión. Reaccionó de la misma manera y, de repente, notó su erección y temió que ella se diera cuenta. Lizzie se apoyó contra él, se quedó paralizada un momento como si no supiera qué hacer y lo sorprendió una vez más, pegándose a su cuerpo como si ansiara sentirle. Jay había conocido en las tabernas y cafés de Londres a mujeres descaradas que besaban a un hombre y se restregaban contra él como si tal cosa; pero Lizzie parecía que lo hiciera por primera vez.
Jay no oyó abrirse la puerta. De repente, Robert le gritó al oído:
—¿Qué demonios es esto?
Los enamorados se separaron.
—Cálmate, Robert —dijo Jay.
—Maldita sea tu estampa. ¿Qué estás haciendo? —gritó Robert, a punto de perder los estribos.
—Tranquilo, hermano —contestó Jay—. Verás, es que acabamos de comprometernos en matrimonio.
—¡Eres un cerdo! —rugió Robert, soltándole un puñetazo.
El impacto hubiera sido muy fuerte, pero Jay consiguió esquivarlo. Robert volvió a la carga con renovada furia. Jay no se había peleado con su hermano desde que eran pequeños, pero recordaba que Robert era muy fuerte, aunque un poco lento. Tras esquivar toda una serie de golpes, se abalanzó contra su hermano y empezó a forcejear con él. Para su asombro, Lizzie saltó sobre la espalda de Robert y empezó a propinarle puñetazos en la cabeza diciendo:
—¡Déjele! ¡Déjele en paz!
El espectáculo le hizo tanta gracia que no pudo proseguir la pelea y soltó a Robert. Éste le descargó un puñetazo que le dio directamente en el ojo y lo hizo tambalearse hacia atrás y caer al suelo. Con el ojo sano, Jay vio a Robert, tratando de quitarse a Lizzie de encima.
A pesar del dolor, volvió a estallar en una carcajada.
La madre de Lizzie entró en la estancia, seguida de sir George y de Alicia. Una vez recuperada de la momentánea sorpresa, lady Hallim le dijo a su hija:
—¡Elizabeth Hallim, apártate de este hombre ahora mismo!
Jay se levantó y Lizzie saltó al suelo. Los tres progenitores estaban demasiado perplejos como para poder hablar.
Cubriéndose con una mano el ojo herido, Jay se inclinó ante la madre de Lizzie.
—Lady Hallim, tengo el honor de pedirle la mano de su hija.
—Eres un necio, no tendrás nada con qué vivir —le dijo sir George unos minutos más tarde.
Las familias se habían separado para discutir en privado la sorprendente noticia. Sir George, Jay y Alicia se encontraban en el estudio. Robert se había retirado hecho una furia.
Jay se mordió los labios para no replicar con insolencia. Recordando lo que le había dicho su madre, contestó:
—Estoy seguro de que sabré administrar High Glen mucho mejor que lady Hallim. La extensión es de unas quinientas hectáreas o más… creo que puede producir unos ingresos suficientes como para que podamos vivir de ellos.
—Eres un estúpido. High Glen no será para ti… la finca está hipotecada.
Jay, humillado por las despectivas palabras de su padre, se ruborizó intensamente.
—Jay podría renovar las hipotecas —dijo Alicia.
Sir George la miró, sorprendido.
—¿Eso significa que estás del lado del chico?
—No le has querido dar nada. Quieres que luche en la vida tal como hiciste tú. Bueno, pues, ya está luchando y lo primero que ha conseguido es Lizzie Hallim. No podrás quejarte.
—¿La ha conseguido él…? ¿o tú has tenido alguna parte en ello? —preguntó astutamente sir George.
—No fui yo quien la acompañó a la mina —contestó Alicia.
—Ni quien la besó en el vestíbulo —dijo sir George en tono resignado—. En fin. Los dos han cumplido los veintiún años y, si quieren ser unos insensatos, no creo que nosotros podamos impedirlo. —Una expresión taimada se dibujó en su rostro—. De todos modos, el carbón de High Glen irá a parar a nuestra familia.
—No, no creo —dijo Alicia.
Jay y sir George la miraron fijamente.
—¿Qué demonios quieres decir? —preguntó sir George.
—Tú no vas a abrir pozos en las tierras de Jay… ¿por qué ibas a hacerlo?
—No seas tonta, Alicia… hay una fortuna en carbón en las entrañas de High Glen. Sería un pecado no explotarlo.
—Jay podría conceder la explotación a otros inversores. Hay varias compañías interesadas en abrir nuevos pozos… te lo he oído decir muchas veces.
—¡Tú no harás negocio con mis rivales! —gritó sir George.
Jay admiró la valentía de su madre. Sin embargo, Alicia parecía haber olvidado los recelos de Lizzie a propósito de las explotaciones mineras.
—Pero, madre —le dijo—, recuerda que Lizzie…
Su madre le dirigió una mirada de advertencia y lo interrumpió diciéndole a sir George:
—A lo mejor, Jay prefiere hacer negocio con tus rivales. Después de la ofensa que le hiciste el día de su cumpleaños, ¿qué es lo que te debe?
—¡Soy su padre, maldita sea!
—Pues entonces, empieza a comportarte como tal. Felicítale por el compromiso. Recibe a su prometida como a una hija. Y organiza una boda por todo lo alto.
Sir George la miró fijamente.
—¿Es eso lo que quieres?
—Aún hay más.
—Me lo suponía. ¿Qué es?
—El regalo de boda.
—¿Qué pretendes, Alicia?
—Barbados.
Jay estuvo casi a punto de levantarse de un salto del sillón. No lo esperaba. ¡Qué astuta era su madre!
—¡Eso está excluido! —tronó sir George.
—Piénsalo —dijo Alicia, levantándose como si el asunto no le importara demasiado—. El azúcar es un problema, tú siempre lo has dicho. Los beneficios son altos, pero siempre hay dificultades: no llueve, los esclavos se ponen enfermos y mueren, los franceses venden más barato, los barcos naufragan. En cambio, el carbón es más fácil. Lo arrancas de la tierra y lo vendes. Tal como tú me dijiste una vez, es como encontrar un tesoro en el patio de atrás.
Jay estaba emocionado. A lo mejor, acabaría consiguiendo lo que quería. Pero ¿qué ocurriría con Lizzie?
—La plantación de Barbados se la he prometido a Robert —dijo su padre.
—No cumplas la promesa —dijo Alicia—. Bien sabe Dios la de veces que no has cumplido las que le habías hecho a Jay.
—La plantación de azúcar de Barbados pertenece al patrimonio de Robert.
Alicia se encaminó hacia la puerta y Jay la siguió.
—Ya hemos hablado de eso muchas veces, George —dijo—. Pero ahora la situación es distinta. Si quieres el carbón de Jay, le tendrás que dar algo a cambio. Y, si no se lo das, te vas a quedar sin él. La elección es muy sencilla y tienes mucho tiempo para pensarlo —añadió, abandonando la estancia sin más.
Jay salió con ella y, una vez fuera, le dijo en voz baja:
—¡Has estado maravillosa! Pero Lizzie no quiere que se exploten las minas de carbón en High Glen.
—Lo sé, lo sé —dijo Alicia con impaciencia—. Eso es lo que dice ahora. Puede que cambie de idea.
—¿Y si no cambia? —preguntó Jay con semblante preocupado.
—Cada cosa a su tiempo —le contestó su madre.
L
izzie bajó la escalinata con una holgada capa de pieles que le rodeaba dos veces el cuerpo y le llegaba hasta los pies. Necesitaba salir a tomar el aire.
En la casa se respiraban demasiadas tensiones: Robert y Jay se odiaban a muerte. Su madre estaba enfadada con ella, sir George estaba furioso con Jay y entre sir George y Alicia reinaba una manifiesta hostilidad. La cena había sido muy violenta para todos.
Mientras cruzaba el vestíbulo, Robert surgió de las sombras. Lizzie se detuvo en seco.
—Perra —le dijo él.
Era un grave insulto para una dama, pero Lizzie no se ofendía fácilmente por una simple palabra y, en cualquier caso, él tenía motivos para estar enojado.
—Ahora tiene usted que ser como un hermano para mí —le contestó en tono conciliador.
Robert le asió el brazo y se lo comprimió con fuerza.
—¿Cómo es posible que prefiera a este pequeño hipócrita malnacido?
—Me he enamorado de él —contestó la joven—. Haga el favor de soltarme el brazo.
Robert apretó con más fuerza y la miró con rabia.
—Le voy a decir una cosa. Aunque yo no pueda tenerla a usted, High Glen será para mí.
—No —dijo Lizzie—. Cuando yo me case, High Glen será propiedad de mi marido.
—Eso ya lo veremos.
Robert le estaba haciendo daño.
—Suélteme el brazo si no quiere que grite —dijo Lizzie en tono amenazador.
Robert se lo soltó.
—Se arrepentirá toda la vida —dijo, retirándose.
Lizzie salió y se arrebujó en sus pieles. Las nubes se habían disipado en parte y la luna brillaba en el cielo. Se veía lo suficiente como para poder bajar por la calzada y el prado hacia la orilla del río.
No le remordía la conciencia por el hecho de haber abandonado a Robert. Él no la amaba. Si la hubiera amado, hubiera estado triste y no lo estaba. En lugar de lamentar su pérdida, estaba furioso porque su hermano lo había derrotado.
A pesar de todo, su encuentro con Robert la había trastornado.
Era tan cruel y despiadado como su padre. Estaba absolutamente segura de que no podría arrebatarle High Glen, pero ¿de qué otra manera podría perjudicarla?
Procuró apartarlo de sus pensamientos. Había conseguido lo que quería: Jay en lugar de Robert. Ahora estaba deseando iniciar los preparativos de la boda y arreglar la casa, vivir con él, dormir en la misma cama y despertarse cada mañana, teniendo su cabeza al lado de la suya sobre la almohada.