Un lugar llamado libertad (55 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

Dentro no había nadie.

A lo mejor, Dobbs y su compinche habían tomado la dirección contraria hacia Staunton.

Unos deliciosos aromas se escapaban de alguna parte. Se dirigió a la parte de atrás de la taberna y vio a una mujer de mediana edad, friendo tocino.

—Necesito comprar avena —le dijo.

Sin levantar la vista de su tarea, la mujer le contestó:

—Hay una tienda delante del juzgado.

—Gracias. ¿Ha visto usted por casualidad a Ojo Muerto Dobbs?

—¿Quién demonios es ése?

—No importa.

—¿Desea desayunar antes de irse?

—No, gracias… no tengo tiempo.

Dejando el caballo, subió por la cuesta de la colina hasta el edificio de madera del juzgado. Al otro lado de la plaza había otro edificio más pequeño con un tosco rótulo escrito a mano que decía «Venta de semillas». Estaba cerrado, pero en un cobertizo de la parte de atrás Mack encontró a un hombre semidesnudo, afeitándose.

—Necesito avena —le dijo.

—Y yo necesito afeitarme.

—No pienso esperar. Véndame ahora mismo dos sacos de avena o los compro en el vado del South River.

Rezongando, el hombre se secó la cara y acompañó a Mack a la tienda.

—¿Algún forastero en la ciudad? —preguntó Mack.

—Usted —contestó el hombre.

Al parecer, Dobbs no había pasado por allí la víspera.

Mack pagó con el dinero de Lizzie y se echó los dos pesados sacos a la espalda. Al salir, oyó los cascos de unos caballos y vio a tres jinetes, acercándose a toda prisa por el este.

El corazón le dio un vuelco en el pecho.

—¿Amigos suyos? —preguntó el comerciante.

—No.

Bajó rápidamente la pendiente de la colina. Los jinetes se detuvieron delante del Swan. Mack aminoró el paso y se caló el sombrero sobre los ojos. Mientras los jinetes desmontaban, estudió sus rostros.

Uno de ellos era Jay Jamisson.

Soltó una maldición por lo bajo. Jay les había dado alcance por culpa del contratiempo que ellos habían tenido la víspera en el South River. Por suerte, Mack había sido precavido y ya estaba preparado. Ahora lo único que tenía que hacer era montar en su caballo y alejarse sin que le vieran. De repente, se dio cuenta de que «su» caballo se lo había robado a Jay y lo había dejado atado a un arbusto a menos de tres metros del lugar donde Jay se encontraba en aquellos momentos.

Jay quería mucho a sus caballos. Si le echara un vistazo al animal, lo reconocería y comprendería inmediatamente que los fugitivos no estaban lejos.

Mack saltó por encima de una valla rota y miró desde detrás de una pantalla de arbustos. Jay iba acompañado por Lennox y otro hombre a quien Mack no conocía. Lennox ató su cabalgadura al lado de la de Mack, ocultando parcialmente de la vista de Jay el caballo robado. Lennox no apreciaba a los animales y no reconocería a la bestia. Jay ató su montura al lado de la de Lennox. «¡A ver si entráis de una puñetera vez en la taberna!» les gritó mentalmente Mack, pero Jay se volvió para decirle algo a Lennox mientras el tercer hombre soltaba una risotada. Una gota de sudor bajó por la frente de Mack hasta uno de sus ojos. Mack parpadeó para eliminarla. Cuando se le aclaró la vista, vio que los tres estaban entrando en el Swan. Lanzó un suspiro de alivio, pero el peligro no había pasado.

Salió de detrás de los arbustos, todavía encorvado bajo el peso de los dos sacos de avena, y cruzó a toda prisa el camino que conducía a la taberna. Mientras cargaba los sacos sobre el caballo, oyó a alguien a su espalda.

No se atrevió a volver la cabeza. Cuando acababa de colocar el pie en el estribo, una voz le gritó:

—¡Oye, tú!

Lentamente, Mack se volvió. Era el desconocido. Respiró hondo y contestó:

—¿Qué hay?

—Queremos desayunar.

—Díselo a la mujer de la parte de atrás —contestó Mack, montando en su cabalgadura.

—Oye…

—¿Qué quieres ahora?

—¿Has visto pasar por aquí un carro de cuatro caballos con un hombre, una mujer y una niña?

Mack simuló pensar.

—No últimamente —contestó.

Después espoleó su caballo y se alejó. No se atrevió a mirar hacia atrás. Al cabo de un minuto, ya había dejado la ciudad a su espalda.

Estaba deseando reunirse con Lizzie y Peg, pero tenía que ir muy despacio por culpa de los sacos de avena. Cuando llegó al cruce, el sol ya empezaba a calentar. Se apartó del camino y bajó por el sendero secundario hasta llegar al campamento secreto.

—Jay está en Charlottesville —le dijo a Lizzie.

—¿Tan cerca? —preguntó Lizzie, palideciendo.

—Probablemente más tarde seguirá el Three Notch Trail y cruzará las montañas. Pero, cuando llegue al vado del South River, descubrirá que hemos dado media vuelta. ¡Tendremos que abandonar el carro!

—¿Con todos los suministros y provisiones?

—Con casi todos. Tenemos tres caballos de repuesto. Podemos llevarnos todo lo que puedan transportar. —Mack contempló el angosto sendero que conducía al sur—. En lugar de ir a Charlottesville, podríamos dirigirnos al sur, siguiendo este sendero. Probablemente hace un ángulo y corta el sendero semínola a unos cuantos kilómetros de la ciudad. Creo que es accesible a los caballos.

Lizzie no era aficionada a las lamentaciones.

—Muy bien —dijo, apretando con firmeza los labios—. Vamos a empezar a descargar.

Tuvieron que dejar la reja del arado, un baúl lleno de ropa interior de abrigo de Lizzie y un poco de harina de maíz, pero consiguieron conservar las armas de fuego, las herramientas y las semillas. Ataron juntas a las acémilas y montaron.

A media mañana ya se habían puesto en camino.

38

D
urante tres días siguieron el primitivo sendero semínola que conducía al suroeste, cruzando toda una serie de majestuosos valles y desfiladeros que serpeaban entre montañas cubiertas de lujuriante vegetación. Pasaron por delante de algunas granjas aisladas, pero se cruzaron con muy pocas personas y no atravesaron ninguna ciudad.

Cabalgaban en una línea de tres, seguidos de las acémilas en fila. A pesar de las llagas causadas por la fricción de la silla de montar, Mack no cabía en sí de gozo. Las montañas eran soberbias, el sol lo iluminaba con sus resplandecientes rayos y él se sentía libre.

Al llegar la mañana del cuarto día, subieron laboriosamente por la empinada ladera de una colina y vieron en el valle de abajo un ancho río de pardas aguas con toda una serie de islas en medio de la corriente. En la otra orilla había un grupo de edificaciones de madera y un gran transbordador de fondo plano amarrado a un embarcadero.

Mack se detuvo.

—Creo que éste es el río James y que el pueblo se llama Lynch's Ferry.

Lizzie adivinó lo que estaba pensando.

—Quieres volver a girar al oeste.

Mack asintió con la cabeza.

—Llevamos tres días sin ver prácticamente a nadie… Jay tendrá dificultades para seguir nuestro rastro. En cambio, si tomamos el transbordador, conoceremos al propietario y quizá no podremos evitar que nos vea el tabernero, el dueño de la tienda y todos los chismosos del pueblo.

—Tienes razón —dijo Lizzie—. Si nos desviamos aquí, él no podrá saber qué camino hemos seguido.

Mack volvió a estudiar el mapa.

—El valle sube hacia el noroeste y conduce a un paso montañoso. Al otro lado del paso, tendríamos que encontrar el sendero que lleva al suroeste desde Staunton.

—Muy bien.

Mack miró con una sonrisa a Peg, la cual le estaba escuchando en indiferente silencio.

—¿Estás de acuerdo? —le preguntó, tratando de hacerla participar en la decisión.

—Lo que tú quieras —contestó la niña.

Parecía muy triste y Mack pensó que debía de temer que la atraparan. También debía de estar muerta de cansancio. A veces, Mack olvidaba que era sólo una chiquilla.

—¡Alegra esta cara! —le dijo—. ¡Lo vamos a conseguir!

Peg apartó el rostro y Mack intercambió una mirada y un gesto de impotencia con Lizzie.

Se apartaron del sendero al llegar a un recodo y bajaron por una herbosa pendiente hacia el río, a cosa de un kilómetro corriente arriba del pueblo. Mack confió en que nadie les hubiera visto.

Una senda llana discurría en dirección oeste siguiendo el curso del río durante varios kilómetros. Después se apartaba del río y empezaba a bordear una cadena de colinas. La marcha era muy difícil y tenían que desmontar a menudo para conducir a los caballos por las pedregosas cuestas, pero Mack no perdió en ningún momento la embriagadora sensación de libertad.

Terminaron su jornada junto a la orilla de una rápida corriente de montaña. Lizzie abatió un pequeño venado que se había acercado a beber al arroyo. Mack lo descuartizó e hizo un espetón para asar un cuarto trasero. Mientras Peg vigilaba el asado, él bajó a la orilla del río para lavarse las ensangrentadas manos. Bajó a la corriente y se dirigió a una parte donde una pequeña cascada formaba una profunda poza. Se arrodilló en un rocoso saliente y se lavó las manos en el agua de la cascada. Inesperadamente decidió bañarse y se quitó los calzones, mirando a Lizzie.

—Cada vez que me quito la ropa y me meto en un río…

—¡Descubres que yo te estoy mirando!

Ambos se echaron a reír.

—Baja a bañarte conmigo —dijo Mack.

Sintió que se le aceleraban los latidos del corazón y contempló amorosamente su cuerpo. Lizzie permaneció desnuda delante de él con una expresión de, ¿por qué no, qué demonios? Después ambos se empezaron a abrazar y besar.

Cuando se detuvieron para recuperar el resuello, a Mack se le ocurrió una idea. Contempló la poza situada unos tres metros más abajo y dijo:

—Vamos a saltar.

—¡No! —gritó Lizzie. Pero después lo pensó mejor—. ¡Vamos allá!

Se tomaron de la mano, se acercaron al borde del saliente y saltaron riéndose como unos chiquillos. Cayeron a la poza tomados todavía de la mano. Mack buceó bajo el agua y soltó a Lizzie. Cuando emergió de nuevo a la superficie, la vio a unos dos metros de distancia, chapoteando, resoplando y riéndose alegremente. Juntos nadaron hacia la orilla hasta que rozaron el lecho del río con los pies. Entonces se detuvieron para descansar.

Mack la atrajo hacia sí y sintió el roce de sus muslos desnudos contra los suyos. No quería besarla en aquellos momentos sino tan sólo contemplar su rostro. Le acarició las caderas mientras ella apresaba entre sus manos su miembro en erección y le miraba a los ojos sonriendo. Mack estaba a punto de estallar.

Lizzie le rodeó el cuello con sus brazos y levantó las piernas para rodearle la cintura con sus muslos mientras él plantaba firmemente los pies en el lecho del río y le levantaba ligeramente el cuerpo. Ella se pegó a su vientre mientras la penetraba sin la menor dificultad, como si llevara muchos años practicando aquella posición. Comparada con la frialdad del agua, la carne de Lizzie era como aceite caliente sobre su piel. De pronto, todo le pareció un sueño. Estaba haciendo el amor con la hija de lady Hallim bajo una cascada de agua de Virginia. ¿Cómo podía ser cierta semejante dicha?

Lizzie le introdujo la lengua en la boca y él se la succionó. Después Lizzie se rió como una niña, pero enseguida se volvió a poner seria y le miró frunciendo el ceño mientras él contemplaba su rostro como hipnotizado y ella se colgaba de su cuello y dejaba que su cuerpo subiera y bajara, gimiendo contra su garganta con los ojos entornados.

Por el rabillo del ojo Mack captó un movimiento en la orilla. Volvió la cabeza y vislumbró un fugaz destello de color. Alguien les había estado observando. ¿Les habría visto Peggy accidentalmente o acaso habría sido un desconocido? Sabía que hubiera tenido que preocuparse, pero los gemidos de placer de Lizzie borraron las inquietudes de su mente. Lizzie lo estrechó entre sus muslos siguiendo un ritmo cada vez más rápido. Después se comprimió contra su cuerpo y Mack la estrechó con fuerza, estremeciéndose de pasión hasta quedar totalmente exhausto.

Cuando regresaron al lugar donde estaban acampados, Peg había desaparecido. Mack tuvo un mal presentimiento.

—Me ha parecido ver a alguien junto a la poza cuando estábamos haciendo el amor. Ha sido un momento y ni siquiera he podido ver si era un hombre, una mujer o un niño.

—Estoy segura de que era Peg —dijo Lizzie—. Y creo que se ha escapado.

—¿Por qué estás tan segura? —preguntó Mack, entornando los párpados.

—Está celosa de mí porque tú me amas.

—¿Qué estás diciendo?

—Te quiere, Mack. Me dijo que se iba a casar contigo. Eso no es más que una fantasía infantil naturalmente, pero ella no lo sabe. Llevaba muchos días muy triste y creo que nos ha visto hacer el amor y se ha escapado.

Mack tuvo la terrible sensación de que era cierto. Trató de imaginarse los sentimientos de Peg y la idea le resultó insoportable. Ahora la pobre niña estaría vagando sola de noche por la montaña.

—Oh, Dios mío, ¿qué vamos a hacer? —dijo.

—Buscarla.

—Claro. —Mack procuró serenarse—. Menos mal que no se ha llevado un caballo. No puede estar muy lejos. La buscaremos juntos. Vamos a hacer unas antorchas. Probablemente ha regresado por donde hemos venido. Apuesto a que la encontraremos dormida bajo unos arbustos.

Se pasaron toda la noche buscándola.

Recorrieron durante varias horas el sendero, iluminando el bosque con sus antorchas a ambos lados del tortuoso sendero. Después regresaron al campamento, hicieron otras antorchas y siguieron el curso del río montaña arriba, trepando por las rocas. No encontraron ni rastro de ella.

Al amanecer, comieron un poco de carne de venado, cargaron sus pertrechos en los caballos y reanudaron el camino.

Mack pensó que, a lo mejor, se había dirigido hacia el oeste, pero anduvieron toda la mañana sin encontrarla.

Al mediodía llegaron a otro sendero. No era más que un caminito de tierra, pero su anchura era mayor que la de un carro y se veían huellas de cascos de caballo en el barro. El caminito discurría desde el nordeste hacia el suroeste y en la distancia se podía ver una majestuosa cordillera de montañas, elevándose hacia el azul del cielo.

Era el camino que andaban buscando, el que conducía al Cumberland Gap. Con el corazón transido de pena, giraron hacia el suroeste y siguieron cabalgando.

39

A
la mañana del día siguiente, Jay Jamisson condujo su caballo por la pendiente de la colina hacia el río James y vio en la otra orilla el pueblo llamado Lynch's Ferry.

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