—Es mejor que trabajar de minero.
Lizzie volvió a ponerse muy seria.
—Ojalá Peg estuviera con nosotros.
Mack también lo pensaba. No habían encontrado ni rastro de ella después de la fuga. Habían abrigado la esperanza de darle alcance aquel mismo día, pero no fue así.
Lizzie se había pasado toda la noche llorando. Era como si hubiera perdido dos hijas: la criatura nacida muerta y Peg. No sabían dónde podía estar y ni siquiera si estaba viva. La habían buscado por todas partes y habían hecho todo lo posible por encontrarla, pero eso no era un consuelo. Después de todas las penalidades que habían pasado juntos, no podían soportar la idea de haberla perdido y Mack no podía reprimir las lágrimas cada vez que pensaba en ella.
Pero ahora él y Lizzie podían hacer el amor todas las noches bajo las estrellas. Estaban en primavera, la temperatura era muy agradable y, por suerte, no había llovido. Muy pronto construirían su casa y harían el amor dentro. Tendrían que almacenar carne salada y pescado ahumado para el invierno. Entre tanto, Mack desbrozaría el terreno y plantaría semillas…
De repente, Mack se levantó.
—Ha sido un descanso muy corto —dijo Lizzie, levantándose.
—Estaré más tranquilo cuando dejemos atrás este río —dijo Mack—. Puede que Jay haya adivinado el camino que hemos seguido hasta ahora… pero aquí es donde nos lo sacudiremos de encima definitivamente.
Ambos volvieron la cabeza con expresión pensativa. No se veía a nadie. Pero Mack estaba seguro de que Jay habría seguido aquel camino. De pronto se dio cuenta de que los estaban observando. Le había parecido ver un movimiento por el rabillo del ojo. Contrajo los músculos y volvió lentamente la cabeza.
Dos indios se habían acercado y ahora estaban a escasos metros de ellos.
Se encontraban en la frontera norte del territorio cherokee y ya llevaban tres días viendo a los indios desde lejos, aunque ninguno se había acercado a ellos.
Eran dos muchachos de unos diecisiete años con el lacio cabello negro y la rojiza tez típica de los nativos americanos. Ambos vestían la túnica y los pantalones de piel de venado que posteriormente habían copiado los colonos. El más alto de los dos sostenía en sus manos un pez de gran tamaño parecido al salmón.
—Quiero un cuchillo —dijo.
Mack adivinó que habrían estado pescando en el río.
—¿Quieres hacer un intercambio? —le preguntó Mack.
—Quiero un cuchillo —contestó el chico sonriendo.
—No necesitamos un pescado, pero nos vendría bien un guía —dijo Lizzie—. Apuesto a que él sabe dónde está el paso.
Era una buena idea. Sería un alivio saber adónde iban.
—¿Querrás hacernos de guía? —le preguntó ansiosamente Mack.
El muchacho sonrió sin comprender. Su compañero contemplaba la escena sin decir nada.
Mack lo intentó de nuevo.
—¿Quieres ser nuestro guía?
El muchacho empezó a ponerse nervioso.
—Hoy no intercambio —dijo en tono vacilante.
Mack lanzó un suspiro de exasperación y le dijo a Lizzie:
—Es un chico muy listo que ha aprendido unas cuantas frases en inglés, pero no sabe hablar el idioma.
Sería una pena que se perdieran en aquellos parajes por el simple hecho de no poder comunicarse con los habitantes de la región.
—Déjame probar a mí —dijo Lizzie.
Se acercó a una de las acémilas, abrió un estuche de cuero y sacó un cuchillo de larga hoja. Lo habían fabricado en la fragua de la plantación y llevaba la letra «J» de Jamisson marcada a fuego en el mango de madera. El cuchillo era muy tosco y no se hubiera podido comparar con los que se vendían en Londres, pero debía de ser muy superior a cualquier cosa que pudieran hacer los cherokees. Se lo mostró al muchacho y éste sonrió de oreja a oreja y alargó la mano diciendo:
—Lo compro.
Lizzie lo retiró.
El chico le ofreció el pez y Lizzie lo rechazó. El muchacho volvió a ponerse nervioso.
—Mira —le dijo Lizzie, inclinándose sobre una piedra plana de gran tamaño. Utilizando la punta del cuchillo, empezó a dibujar una línea quebrada. Señaló las altas montañas y después señaló la línea—. Eso es una cordillera —explicó.
Mack no estuvo muy seguro de que el chico lo hubiera comprendido.
Al pie de la cordillera Lizzie dibujó dos figuras esquemáticas y se señaló a sí misma y a Mack.
—Esos somos nosotros —dijo—. Ahora fíjate bien. —Dibujó una segunda cordillera y una V, muy profunda entre las dos—. Esto es el paso. —Finalmente, dibujó una figurita en la V—. Tenemos que encontrar el paso —añadió, mirando con rostro expectante al muchacho.
Mack contuvo la respiración.
—Lo compro —dijo el chico, ofreciéndole el pez a Lizzie.
Mack soltó un gruñido.
—No pierdas la esperanza —le dijo Lizzie. Volvió a dirigirse al indio—. Eso es una cordillera. Y esos somos nosotros. Aquí está el paso. Tenemos que encontrar el paso. —Apuntándole con el dedo, le dijo—: Tú nos acompañas al paso… y yo te doy el cuchillo.
El indio contempló las montañas, estudió el dibujo y miró a Lizzie.
—El paso —dijo.
Lizzie le señaló las montañas.
El chico trazó una V en el aire y la atravesó con el dedo.
—El paso —repitió.
—Lo compro —dijo Lizzie.
El chico esbozó una ancha sonrisa y asintió enérgicamente con la cabeza.
—¿Crees que ha comprendido el mensaje? —le preguntó Mack a Lizzie.
—No lo sé —contestó Lizzie en tono dubitativo. Después tomó al caballo por la brida y echó a andar—. ¿Vamos? —le preguntó al chico, haciendo un gesto de invitación con la mano.
El joven se situó a su lado.
—¡Aleluya! —gritó Mack.
El otro indio se acercó a ellos.
Caminaban por la orilla del río y los caballos avanzaban con el mismo ritmo regular con el que habían recorrido ochocientos kilómetros en veintidós días. Poco a poco el lejano monte se fue acercando, pero Mack no veía ningún paso.
El terreno se elevaba sin piedad, pero era menos accidentado y los caballos caminaban más rápido. Mack comprendió que los chicos estaban siguiendo un camino que sólo ellos podían ver. Dejándose guiar por los indios, siguieron avanzando en línea recta hacia el monte.
Al llegar al pie de la montaña, los chicos giraron bruscamente al este y entonces Mack vio finalmente el paso y lanzó un suspiro de alivio.
—¡Bien hecho, Chico del Pez! —dijo alegremente.
Vadearon un río, rodearon la montaña y salieron al otro lado. Cuando el sol ya se estaba poniendo, llegaron a un angosto valle por el que discurría una rápida corriente de unos siete metros de anchura en dirección nordeste. Delante de ellos se levantaba otro monte.
—Vamos a acampar aquí —dijo Mack—. Mañana subiremos por el valle y buscaremos otro paso.
Mack estaba contento. No habían recorrido el camino más lógico y el paso no se veía desde la orilla del río. Jay no los podría seguir hasta allí. Por primera vez estaba empezando a creer que habían conseguido escapar.
Lizzie le entregó el cuchillo al más alto de los indios.
—Gracias, Chico del Pez —le dijo.
Mack confiaba en que los indios se quedaran con ellos. Les hubieran regalado todos los cuchillos que hubieran querido a cambio de que los guiaran a través de las montañas. Pero los muchachos dieron media vuelta y regresaron por el mismo camino, el más alto de ellos todavía con el pez en la mano.
Momentos después, los jóvenes desaparecieron en medio de la oscuridad del crepúsculo.
J
ay estaba convencido de que aquel día atraparía a Lizzie. Avanzaba a muy buen ritmo, forzando mucho a los caballos.
—No pueden estar muy lejos —decía.
Sin embargo, no habían visto ni rastro de los fugitivos cuando llegaron al río Holston al anochecer. Jay estaba furioso.
—No podemos viajar de noche —dijo mientras sus hombres abrevaban a los caballos—. Yo pensaba que a esta hora ya les habríamos dado alcance.
—Ya no estamos muy lejos, cálmese —le dijo Lennox en tono ligeramente irritado.
A medida que se alejaban de la civilización, su comportamiento era cada vez más insolente.
—Pero no podemos saber qué camino han seguido a partir de aquí —dijo Dobbs—. No hay ningún sendero a través de las montañas… Si algún necio quiere seguir adelante, lo tiene que hacer guiándose por su propio instinto.
Ataron los caballos con unas cuerdas muy largas para que pudieran rozar y ataron a Peg a un árbol mientras Lennox preparaba un poco de
hominy
para cenar. Llevaban cuatro días sin ver una taberna y Jay ya se estaba cansando de comer la bazofia que él les daba a sus esclavos, pero ya había anochecido y no podían cazar nada.
Estaban completamente llagados y agotados. Binns los había dejado en Fort Chiswell y ahora Dobbs ya empezaba a desanimarse.
—Tendría que regresar y dejarlo correr —dijo—. No vale la pena perderse y morir en la montaña por cincuenta libras.
Jay no quería que se fuera, pues era el único que conocía aquella región.
—Todavía no hemos encontrado a mi mujer —dijo Jay.
—A mí me importa un bledo su mujer.
—Espera un día más. Todos dicen que el camino para cruzar las montañas se encuentra al norte de aquí. Vamos a ver si podemos encontrar este paso. A lo mejor, la atrapamos mañana.
—Y, a lo mejor, perdemos lastimosamente el tiempo.
Lennox echó las gachas de maíz en los cuencos. Dobbs le desató las manos a Peg para que pudiera comer y después la volvió a atar y la cubrió con una manta. Nadie se preocupaba demasiado por su bienestar, pero Dobbs tenía especial empeño en entregarla al sheriff de Staunton, pues creía que todo el mundo lo admiraría como un héroe por haberla capturado.
Después Lennox sacó una botella de ron y los tres se envolvieron en unas mantas y se pasaron un rato bebiendo y haciendo comentarios intrascendentes. Transcurrieron las horas y salió la luna. Jay tuvo un sueño muy agitado. En determinado momento de la noche, abrió los ojos y vio un rostro desconocido, iluminado por la luz de la fogata.
Se llevó tal susto que se quedó sin habla. Era un rostro muy extraño, joven; pero distinto. Comprendió que era un indio.
El rostro sonreía, pero no a Jay. Éste siguió la dirección de sus ojos y vio que estaba mirando a Peg. La niña le estaba haciendo muecas y Jay comprendió que le estaba pidiendo que la desatara.
Jay contempló la escena en silencio.
Vio a dos indios, ambos muy jóvenes.
Uno de ellos se adelantó hacia el círculo de luz de la fogata. Sostenía un pez de gran tamaño en la mano. Lo depositó cuidadosamente en el suelo, sacó un cuchillo y se inclinó sobre Peg.
Lennox fue tan rápido que Jay casi no pudo ver lo que ocurrió. De un solo movimiento, Lennox inmovilizó al chico con una llave y el cuchillo cayó al suelo. Peg lanzó un grito de decepción.
El segundo indio desapareció.
—¿Qué es eso? —preguntó Jay, levantándose.
Dobbs se frotó los ojos.
—Un indio que pretendía robarnos. Tendríamos que ahorcarle para que les sirviera de lección a los demás.
—Todavía no —dijo Lennox—. A lo mejor, ha visto a las personas a las que estamos buscando.
Jay empezó a animarse y se acercó al joven.
—A ver qué dices, salvaje.
Lennox retorció con más fuerza el brazo del indio. El chico gritó y protestó en su propia lengua.
—Habla en inglés —le ladró Lennox.
—Presta atención —dijo Jay, levantando la voz—. ¿Has visto por este camino a dos personas, un hombre y una mujer?
—Hoy no intercambio —dijo el chico.
—¡Habla inglés! —exclamó Dobbs.
—Pero no creo que nos pueda decir nada —dijo Jay abatido.
—Vaya si podrá —dijo Lennox—. Sujétalo bien, Dobbs.
Dobbs sujetó al chico y Lennox tomó el cuchillo que el indio había soltado.
—Mire, es uno de los nuestros… tiene la letra «J» marcada a fuego en el mango.
Jay examinó el cuchillo. Era cierto. El cuchillo pertenecía a la plantación.
—¡Eso quiere decir que ha visto a Lizzie!
—Exactamente —dijo Lennox.
Jay volvió a animarse.
Lennox sostuvo el cuchillo delante de los ojos del indio y le preguntó:
—¿Hacia dónde han ido, chico?
El muchacho forcejeó, pero Dobbs lo sujetaba muy fuerte.
—Hoy no intercambio —dijo con voz aterrorizada.
Lennox tomó su mano izquierda e introdujo la punta del cuchillo bajo la uña de su dedo índice.
—¿Por dónde se han ido? —preguntó, arrancándole la uña.
El chico y Peg gritaron al unísono.
—¡Ya basta! —gritó Peg—. ¡Déjele en paz!
Lennox tomó la otra mano del chico y le arrancó otra uña. El indio rompió a llorar.
—¿Por qué camino se llega al paso? —le preguntó Lennox.
—El paso —dijo el chico, señalando el norte con la mano ensangrentada.
Jay lanzó un suspiro de satisfacción.
—Tú nos llevarás hasta allí —dijo.
M
ack soñó que vadeaba el río y llegaba a un lugar llamado Libertad. El agua estaba fría, el fondo del río era irregular y la corriente era muy fuerte. Seguía avanzando, pero no conseguía acercarse a la orilla. A cada paso que daba, el río era más hondo. Aun así sabía que, si pudiera seguir caminando, al final alcanzaría la orilla. Sin embargo, el agua era cada vez más profunda y llegó un momento en que le cubrió la cabeza.
Jadeando y sin resuello, se despertó.
Oyó relinchar a uno de los caballos.
—Algo los ha inquietado —dijo.
No hubo respuesta. Volvió la cabeza y vio que Lizzie no estaba a su lado.
A lo mejor, había tenido que satisfacer una necesidad natural detrás de algún arbusto, pero, por una extraña razón, Mack tuvo un mal presentimiento. Salió rápidamente de debajo de la manta y se levantó.
Bajo la grisácea luz de la aurora vio a las cuatro yeguas y los dos sementales completamente inmóviles, como si hubieran oído el rumor de otros caballos en la distancia. Alguien se estaba acercando.
—¡Lizzie! —llamó.
De pronto, Jay salió de detrás de un árbol y le apuntó al corazón con un rifle.
Mack se quedó petrificado.
Poco después apareció Sidney Lennox con una pistola en cada mano.
Mack no podía hacer nada. La desesperación lo envolvió como el río de su sueño. Al final, no había conseguido escapar: ellos lo habían atrapado.