Pero ¿dónde estaba Lizzie?
Ojo Muerto Dobbs, el tuerto del vado del South River, se acercó a lomos de un caballo, armado también con un rifle. Peg cabalgaba a su lado en otro caballo, con los pies y las manos atados bajo el vientre del animal para que no pudiera saltar. No parecía que la hubieran maltratado, pero su rostro estaba muy triste y Mack sabía que se echaba a sí misma la culpa de lo ocurrido. El Chico del Pez caminaba al lado del caballo de Dobbs, atado con una cuerda a la silla de montar del tuerto. Él los habría conducido hasta allí. Tenía las manos ensangrentadas. Por un instante, Mack se desconcertó: antes no se había percatado de que el muchacho estuviera herido. Entonces comprendió que lo habrían torturado y miró enfurecido a Jay y Lennox.
Jay contempló las mantas extendidas sobre el suelo. Estaba claro que Mack y Lizzie dormían juntos.
—Cerdo asqueroso —dijo mientras su rostro se contraía en una mueca de repugnancia—. ¿Dónde está mi mujer? —Invirtió la posición del rifle y apuntó con la culata a la cabeza de Mack, golpeándole con fuerza la parte lateral del rostro. Mack se tambaleó y cayó al suelo—. ¿Dónde está, minero de mierda, dónde está mi mujer?
Mack percibió el sabor de la sangre en su boca.
—No lo sé.
—¡Si no lo sabes, quizá tenga la satisfacción de pegarte un tiro en la cabeza!
Mack comprendió que Jay hablaba en serio y empezó a sudar. Experimentó el impulso de pedir clemencia, pero lo reprimió, apretando los dientes.
—¡No… no dispare, por favor! —gritó Peg.
Jay apuntó con el rifle contra la cabeza de Mack.
—¡Eso es por todas las veces que me has desafiado! —gritó histéricamente.
Mack le miró a la cara y vio la furia asesina de sus ojos.
Tendida sobre la hierba detrás de una roca, Lizzie esperaba con el rifle en la mano.
Había elegido aquel lugar la víspera, tras haber examinado la orilla y haber descubierto huellas y deyecciones de venado. Mientras el cielo se iba aclarando progresivamente, permaneció inmóvil esperando a que los animales se acercaran a beber.
Pensó que, gracias a su habilidad con el rifle, conseguirían sobrevivir. Mack construiría una casa, desbrozaría los campos y sembraría semillas, pero tendría que transcurrir por lo menos un año antes de que la cosecha les permitiera pasar el invierno. Por suerte, tenían tres grandes sacos de sal entre sus provisiones. Sentada en la cocina de High Glen House, había observado a menudo a Jennie, la cocinera, salando jamones y trozos de carne de venado en grandes toneles. Por la forma en que ambos se estaban comportando, habría tres bocas que alimentar antes de que pasara un año y, por consiguiente, necesitarían mucha sal, pensó, esbozando una sonrisa de felicidad.
Vio un movimiento entre los árboles. Poco después, un joven venado emergió del bosque y se acercó cautelosamente a la orilla. Inclinando la cabeza, sacó la lengua y empezó a beber.
Lizzie amartilló el rifle en silencio.
Antes de que pudiera apuntar, apareció otro venado y, en cuestión de unos momentos, se juntaron unos doce o quince animales. «¡Como en todos estos parajes ocurra lo mismo, nos pondremos las botas!», pensó.
No quería cobrar un ciervo muy grande. Los caballos ya iban muy cargados y no podían transportar más peso y, además, los animales jóvenes tenían la carne más tierna. Eligió el blanco y apuntó con el rifle contra el hombro del animal, justo por encima del corazón. Después respiró hondo para tranquilizarse, tal como había aprendido a hacer en Escocia.
Como siempre, experimentó una punzada de tristeza por el hermoso animal cuya vida estaba a punto de destruir.
Acto seguido, apretó el gatillo.
El disparo sonó a dos o trescientos metros de distancia, en la ladera del valle. Jay se quedó paralizado, sin dejar de apuntar a Mack con su rifle. Los caballos se sobresaltaron, pero el disparo había sido demasiado lejano como para asustarlos.
Dobbs consiguió dominar su montura.
—Si usted dispara ahora, Jamisson —dijo, arrastrando las palabras—, la pondrá sobre aviso y se nos podría escapar.
Jay vaciló e inclinó lentamente el rifle. Mack lanzó un suspiro de alivio.
—Voy tras ella —dijo Jay—. Vosotros quedaos aquí.
Mack comprendió que, si pudiera encontrar algún medio de avisarla, quizá Lizzie conseguiría escapar. Estuvo casi a punto de lamentar que Jay no le hubiera pegado un tiro para, de este modo, salvar a Lizzie.
Jay abandonó el claro y echó a andar corriente arriba con el rifle a punto.
«Tengo que conseguir que uno de ellos efectúe un disparo», pensó Mack.
Tenía un medio muy fácil a su alcance: la fuga. «Pero ¿y si me pegan un tiro?». «No me importa, prefiero morir antes que me capturen».
Para evitar que las dudas le debilitaran, echó a correr. Hubo un momento de sobrecogido silencio antes de que los demás se dieran cuenta de lo que estaba ocurriendo. De pronto, Peg se puso a gritar.
Mack corrió hacia los árboles, esperando la bala que de un momento a otro le traspasaría la espalda. Sonó un disparo, seguido de otro. No sintió nada. Las balas no lo habían alcanzado.
Lo había hecho. Le había enviado un aviso a Lizzie.
Se volvió muy despacio con las manos en alto. «Ahora de ti depende, Lizzie —pensó—. Buena suerte, amor mío».
Jay se detuvo al oír el disparo. Había sonado a su espalda y, por consiguiente, no era Lizzie la que había disparado sino alguien que se encontraba en el claro. Esperó, pero ya no oyó nada más.
¿Qué significaba todo aquello? No era posible que McAsh se hubiera apoderado de un arma y la hubiera cargado. Era un minero del carbón y no sabía nada de armas. Adivinó que Lennox o Dobbs habrían abierto fuego contra McAsh.
Cualquier cosa que hubiera ocurrido, lo más importante era atrapar a Lizzie. Por desgracia, los disparos la habían puesto sobre aviso.
Conocía a su mujer. ¿Qué iba a hacer ahora?
La paciencia y la precaución no tenían cabida en su mente. Raras veces dudaba. Reaccionaba con rapidez y decisión. Pero ahora echaría a correr hacia el lugar donde él se encontraba y regresaría al claro sin detenerse a pensar ni a elaborar un plan.
Encontró un lugar desde el que se podía ver con toda claridad la orilla del río hasta treinta o cuarenta metros de distancia. Después se ocultó entre los arbustos y amartilló el rifle.
La duda lo azotó como un repentino dolor. ¿Qué haría cuando ella apareciera? Si le pegara un tiro, todos sus problemas habrían terminado. Simularía que estaba cazando venados y apuntaría contra su corazón justo por debajo del hombro para acabar limpiamente con ella. De repente, apareció Lizzie.
Caminaba y corría, tropezando con las piedras de la orilla. Vestía de hombre como de costumbre, llevaba dos rifles bajo el brazo y su busto se movía bajo la camisa.
Apuntó contra su corazón, pero, recordándola desnuda en la cama de su casa de Chapel Street con los pechos estremeciéndose mientras hacía el amor, no pudo disparar.
Cuando Lizzie se encontraba a unos diez metros de él, Jay salió de detrás de los arbustos.
Lizzie se detuvo en seco y lanzó un grito de terror.
—Hola, cariño —le dijo Jay.
—¿Por qué no dejas que me vaya? —replicó ella, mirándole con odio reconcentrado—. ¡Tú no me quieres!
—No, pero necesito un nieto para mi padre.
—Antes preferiría morir —dijo despectivamente Lizzie.
—Es una alternativa.
Se produjo un momento de desconcierto tras los disparos de Lennox contra Mack.
Las detonaciones habían asustado a los caballos. El de Peg se alejó al galope. La niña consiguió mantener el equilibrio sobre su lomo y, a pesar de tener las manos atadas, logró sujetar las riendas y tirar de ellas, pero no pudo refrenar al animal y éste se perdió entre los árboles. El de Dobbs se encabritó mientras Lennox trataba de volver a cargar rápidamente sus pistolas.
Fue el momento elegido por el Chico del Pez para entrar en acción. El indio corrió hacia el caballo de Dobbs, le saltó encima por detrás y derribó al tuerto de la silla.
Presa de una profunda emoción, Mack comprendió que aún no estaba vencido.
Lennox soltó las pistolas y corrió en auxilio de Dobbs.
Mack extendió un pie y lo hizo tropezar.
Dobbs cayó del caballo, pero se le quedó un tobillo enganchado en la cuerda con la cual el Chico del Pez estaba atado a la silla. El aterrorizado caballo se desbocó y entonces el Chico del Pez se agarró fuertemente a su cuello mientras el animal se perdía de vista, arrastrando a Dobbs por el suelo.
Impulsado por un ímpetu salvaje, Mack se volvió hacia Lennox. Sólo estaban ellos dos en el claro. Al final, tendrían que enfrentarse a puñetazos. «Lo voy a matar», pensó Mack.
Lennox se volvió de espaldas y giró sobre sí mismo. Al volverse nuevamente de cara, sostenía una navaja en la mano.
Rápidamente se abalanzó sobre Mack. Este lo esquivó, le propinó un puntapié en la rótula y se retiró, danzando.
Renqueando, Lennox se arrojó de nuevo contra él. Esta vez, amagó con la navaja y lo engañó. Mack sintió un agudo dolor en el costado izquierdo y, con el puño derecho, golpeó la parte lateral de la cabeza de Lennox, el cual parpadeó sin soltar la navaja que sostenía en la mano.
Mack retrocedió. Era más joven y fuerte que Lennox, pero éste era seguramente mucho más experto que él en las peleas a navaja.
Presa de un repentino temor, Mack comprendió que una lucha cuerpo a cuerpo no sería la mejor manera de vencer a un hombre armado con una navaja. Tenía que cambiar de táctica.
Corrió unos cuantos metros, buscando cualquier arma. Vio una piedra aproximadamente del mismo tamaño que su puño. Se agachó para recogerla y, mientras se volvía, Lennox se abalanzó contra él.
Le arrojó la piedra, le dio justo en el centro de la frente y lanzó un grito de júbilo. Lennox se tambaleó medio aturdido y Mack decidió aprovechar la ocasión. Era el momento de desarmar a Lennox. Le propinó un puntapié en el codo derecho y Lennox soltó la navaja.
Ya lo tenía en sus manos. Le dio un puñetazo tan fuerte en la barbilla que se lastimó la mano, pero no le importó. Lennox retrocedió atemorizado, pero él se le echó encima y le golpeó el vientre y ambos lados de la cabeza. Muerto de miedo, Lennox se tambaleó. Estaba perdido, pero Mack aún no había terminado. Quería matarlo. Lo agarró por el cabello, le empujó la cabeza hacia abajo y le pegó un rodillazo en el rostro. Lennox lanzó un grito de dolor y le empezó a salir sangre de la nariz. Después cayó de rodillas, tosió y vomitó.
Mack estaba a punto de volver a golpearle cuando oyó la voz de Jay:
—Déjalo o la mato.
Lizzie entró en el claro con la cabeza encañonada por el rifle de Jay.
Mack la miró paralizado de espanto. El rifle estaba amartillado. Si Jay tropezara, el arma le saltaría a Lizzie la tapa de los sesos. Se apartó de Lennox y se acercó a Jay, dominado por una furia asesina.
—Sólo le queda un disparo —le dijo—. Si le pega un tiro a Lizzie, yo lo mataré a usted.
—En tal caso, sería mejor que te pegara el tiro a ti —dijo Jay.
—Sí. —Mack se acercó temerariamente a él—. Pégueme un tiro.
Jay desplazó el rifle y Mack lanzó un suspiro de alivio. El arma ya no apuntaba a Lizzie. Siguió avanzando hacia Jay.
Jay apuntó con cuidado contra él. De repente, se oyó un extraño ruido y Mack vio asomar un estrecho cilindro de madera por la mejilla de Jay.
Jay lanzó un grito de dolor y soltó el rifle. El arma se disparó y la bala pasó silbando junto a la cabeza de Mack. A Jay le habían disparado una flecha en el rostro.
Mack se notó una extraña debilidad en las rodillas. Se oyó otra vez el mismo ruido y una segunda flecha traspasó el cuello de Jay.
Jay se desplomó al suelo.
El Chico del Pez entró en el claro con su amigo y con Peg en compañía de cinco o seis indios, todos armados con arcos.
Mack se estremeció de emoción. Adivinó que, en el momento en que Jay había capturado al Chico del Pez, el otro indio habría ido en busca de ayuda. El grupo de rescate se habría tropezado con los caballos fugitivos. No sabía qué habría sido de Dobbs, pero observó que uno de los indios calzaba sus botas.
Lizzie se acercó a Jay y se cubrió la boca con la mano. Mack la rodeó con sus brazos. La sangre se escapaba a borbotones de la boca de Jay. La flecha le había seccionado una vena del cuello.
—Se está muriendo —dijo Lizzie en voz baja.
Mack asintió en silencio.
El Chico del Pez señaló a Lennox, todavía arrodillado en el suelo. Los otros indios lo agarraron y lo arrojaron al suelo. El Chico del Pez intercambió unas palabras con el indio de más edad al tiempo que le mostraba los dedos. Mack comprendió que Lennox lo había torturado, arrancándole las uñas.
El indio se sacó un hacha del cinto y, con un rápido movimiento, cortó limpiamente la mano y la muñeca derecha de Lennox.
—¡Jesús misericordioso! —exclamó Mack.
La sangre empezó a manar del muñón y Lennox se desmayó.
El indio recogió la mano cortada y se la ofreció ceremoniosamente al Chico del Pez.
Éste la tomó con la cara muy seria, dio una vuelta y la arrojó lejos de sí. La mano voló por el aire por encima de los árboles y debió de caer en algún lugar del bosque.
Se oyó un murmullo de aprobación entre los indios.
—Mano por mano —dijo Mack en voz baja.
—Que Dios los perdone —dijo Lizzie.
Pero aún no habían terminado. Recogieron al ensangrentado Lennox y lo colocaron debajo de un árbol, le ataron una cuerda a un tobillo, pasaron el otro extremo de la cuerda por encima de una rama y lo levantaron hasta dejarlo colgando boca abajo. La sangre del muñón formó un charco en el suelo. Los indios lo rodearon. Al parecer, querían ver morir a Lennox. La escena le hizo recordar a Mack la multitud que se congregaba alrededor de la horca de Londres.
Peg se acercó a ellos diciendo:
—Tenemos que hacer algo por los dedos del indio.
Lizzie apartó los ojos de su marido moribundo.
—¿Tienes algo para vendarle la mano?
Lizzie asintió con la cabeza.
—Tengo un ungüento y un pañuelo que podemos utilizar como venda. Yo lo curaré.
—No —dijo Peggy con firmeza—. Lo haré yo.
—Como quieras.
Lizzie fue en busca del ungüento y el pañuelo de seda.
Peg apartó al Chico del Pez del grupo que rodeaba el árbol. Aunque no hablaba su lengua, se comunicaba muy bien con él. Lo acompañó al río y empezó a lavarle las heridas.